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– ¿Usted estuvo en las Sierras Bayas?

– En 1918. Por increíble que parezca, recogí esa piedra el día del Armisticio. Como ve, se trata de un recuerdo.

– ¡Hace nueve años! -comentó Gauna.

Se dio valor, pensó «es un pobre viejo» y, después de un breve silencio, preguntó:

– En el asunto de lo que usted llama mi viaje ¿no debo seguir con las averiguaciones?

– No hay que interrumpir nunca las averiguaciones -continuó el Brujo-. Pero lo más importante es el ánimo con que averiguamos.

– No lo sigo, señor -reconoció Gauna-. Pero, entonces, ¿por qué debo olvidar ese viaje?

– Ignoro si debe olvidarlo. Ni siquiera creo que pueda olvidarlo; pienso, no más, que no le conviene…

– Ahora le voy a hacer una pregunta personal. Espero que sepa interpretarme. ¿Qué piensa de mí?

– ¿Qué pienso de usted? ¿Cómo quiere que le diga en dos palabras lo que pienso de usted?

– No se acalore -replicó Gauna, con suavidad-. Le pregunto como al loro que da la papeleta verde: ¿Seré afortunado o no? ¿Tengo buena salud o no? ¿Soy valiente o no?

– Creo captarlo -respondió el Brujo; después continuó en un tono distraído-: Por valiente que sea un hombre, no es valiente en todas las ocasiones.

– Está bien -dijo Gauna-. Vi a una máscara…

– Lo sé -contestó el Brujo.

Ya crédulo, Gauna preguntó:

– ¿La veré de nuevo?

– Me pregunta si la verá. Sí y no. Yo lo defendí contra un dios ciego, yo rompí el tejido que debía formarse. Aunque sea más delgado que hecho de aire, volverá a formarse cuando no esté yo para evitarlo.

Nuevamente, Gauna se sintió confirmado en su desprecio y en su rencor. Ahora sólo quería acabar la entrevista: levantándose interrogó:

– ¿Hay algún otro consejo para mí?

Taboada respondió con voz monótona:

– No hay consejos que dar. No hay fortunas que predecir. La consulta cuesta tres pesos.

Gauna, simulando distracción, hojeó una pila de libros; leyó en los lomos nombres extranjeros: un conde, que debía ser italiano, porque llevaba, además de algún otro disparate, una «t» y ese título o apellido que le sugirió el proyecto de algún día escribir una carta a los diarios para decir cuatro verdades y usarlo como firma: Flammarion. Puso los tres pesos sobre la mesa.

Taboada lo acompañó hasta la puerta. La hija de Taboada estaba esperando el ascensor. Gauna dijo: «¿Cómo le va?», pero no se atrevió a dar la mano.

Cuando bajaban, la luz se apagó y el ascensor se detuvo. Gauna pensó: «ahora convendría una alusión oportuna». Al rato balbuceó:

– Su padre no me dijo que era el día de mi santo.

La muchacha contestó con naturalidad.

– Es un cortocircuito. En cualquier momento se prende la luz.

Gauna ya no estuvo ocupado en sus reacciones, en sus nervios o en lo que debía decir; sintió la presencia de la muchacha, como de pronto se siente, imperiosa, una palpitación en el pecho. Se encendió la luz y el ascensor bajó pacíficamente. En la puerta de calle la muchacha le dio la mano y, sonriendo, le dijo:

– Me llamo Clara.

Después la vio correr hacia un automóvil que esperaba junto a la vereda. Unos jovencitos bajaron del coche. Gauna pensó que la muchacha les contaría lo que había ocurrido y que se reirían de él. Oyó las risas.

XIV

La primera vez que Gauna salió con la chica de Taboada fue un sábado a la tarde. Larsen le había dicho:

– ¿Por qué no tomas las alpargatas y te corrés hasta la panadería?

Los barrios son como una casa grande en que hay de todo. En una esquina está la farmacia; en la otra, la tienda, donde uno compra el calzado y los cigarrillos, y las muchachas compran géneros, aros y peines; el almacén está enfrente. La Superiora, bastante cerca, y la panadería, a mitad de cuadra.

La panadera atendía a su público impasiblemente. Era majestuosa, amplia, sorda, blanca, limpia, y llevaba el escaso pelo dividido en mitades, con ondas sobre las orejas, grandes e inútiles. Cuando le llegó el turno, Gauna dijo, moviendo mucho los labios:

– Me va a dar, señora, unas facturitas para el mate.

Supo, entonces, que la muchacha lo miraba. Gauna se volvió; miró. Clara estaba frente a una vitrina con frascos de caramelos, tabletas de chocolate y lánguidas muñecas rubias, con vestidos de seda y rellenas de bombones. Gauna notó el pelo negro, liso, la piel morena, lisa. La invitó a ir al cinematógrafo.

– ¿Qué dan en el Estrella? -preguntó Clara.

– No sé -contestó.

– Doña María -dijo Clara, dirigiéndose a la panadera-, ¿me presta un diario?

La panadera sacó del mostrador un Última Hora cuidadosamente doblado. La muchacha lo hojeó, lo dobló en la página de espectáculos y leyó estudiosamente. Dijo suspirando:

– Tenemos que apurarnos. A las cinco y media dan La vista de Percy Marmon.

Gauna estaba impresionado.

– Mire -preguntó Clara-: ¿le gustaría una así?

Le mostraba en el diario un dibujo, de mano torpe, que representaba a una muchacha casi desnuda, sosteniendo una carta gigantesca. Gauna leyó: Carta abierta de Iris Dulce al señor Juez de Menores.

– Usted me gusta más -contestó Gauna, sin mirarla.

– ¿A cuánto le pagan la mentira? -inquirió Clara, pronunciando enfáticamente, en cada palabra, la sílaba acentuada; después se dirigió a la panadera-: Tome, señora. Gracias -le entregó el diario; siguió hablando con Gauna-: Sabe, alguna vez he pensado hacerme bataclana. Pero ahora la molestan mucho si usted es menor.

Gauna no contestó. Descubrió que, inexplicablemente, no tenía ganas de salir con ella.

Clara prosiguió:

– Soy la loca del teatro. Voy a trabajar en la compañía Eleo. La dirige un petizo que se llama Blastein. Un odioso.

– Un odioso ¿por qué? -preguntó con indiferencia.

Pensaba en los teatros que él vio en su recorrido por el centro; en la entrada de los artistas; en una prestigiosa vida que se internaba en lejanas madrugadas, con mujeres, con alfombras rojas y, por fin, con paseos costosos, en amplios taxímetros abiertos. Nunca había sospechado que la hija del Brujo lo iniciaría en ese mundo.

– Es odioso. Me da vergüenza contar las cosas que me dice.

Gauna preguntó en seguida.

– ¿Qué le dice?

– Me dice que su teatro es una máquina de hacer chorizos y que yo, cuando entro por un lado soy una malevita -pronunciar la palabra le produjo alguna sofocación, algún rubor- y por el otro salgo más relamida que maestra de Liceo.

Gauna sintió una caliente invasión de orgullo y de rencor, una sensación agradable, que podría tal vez expresarse de este modo: la muchacha sería suya y verían cómo él sabría defenderla. Exclamó, con voz apenas audible:

– Malevita. Voy a romperle todos los huesos.

– Más bien las pecas -opinó Clara, con seriedad- que le sobran; pero déjelo tranquilo. Es un odioso. -Después de una pausa confirmó ensoñadamente-: Soy la dama del mar, sabe. La pieza de un escandinavo, un extranjero.

– ¿Y por qué no dan obras de autor nacional? -inquirió Gauna, con agresivo interés.

– Blastein es un odioso. Lo único importante para él es el arte. Si lo oyera hablar.

Gauna explicó:

– Si yo fuera gobierno obligaría a todo el mundo a dar obras de autor nacional.

– Lo mismo decimos con uno que es medio falto y hace el papel de viejo profesor de una chica que se llama Boleta -convino Clara; luego, sonriendo, añadió-: No crea que el pecoso es tan malo. ¡Lo que le gusta hablar de trapos! Es un rico.

Gauna la miró con disgusto. Caminaron unos metros en silencio. Después se despidieron.

– No me haga esperar -le recomendó Clara-. Me espera dentro de veinte minutos en la puerta de casa. Justo en la puerta, no. A media cuadra.

Gauna pensó, con cierta piedad por la muchacha, que todas esas precauciones eran inútiles, que no iría a buscarla. ¿O iría? Tristemente entró en su casa.