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– Lo que ocurrió luego, ya lo sabe. Fui a la policía, no me hicieron caso, me puse a llamar a los amigos de Vica. Todo en balde.

– ¿Intentó hablar con algún otro médico? ¿O se dio por satisfecho al obtener la opinión de uno solo?

– Y lo que me costó encontrar a ese uno solo. No conocía a ningún especialista, me desenvuelvo en otros ambientes.

– ¿Cómo encontró entonces al psiquiatra?

– Por mediación de un amigo, y aun así fue pura casualidad. Alguna vez me había dicho que tenía amistades en el mundo de la medicina y que si un día tuviese problemas de salud, le encantaría ayudarme. Le llamé y me recomendó a aquel especialista.

Nastia oyó sonar el teléfono en la habitación pero Borís permaneció sentado sin hacer caso del timbre.

– ¿No va a coger el teléfono? -le preguntó sorprendida.

– Está puesto el contestador. Si hace falta, luego devolveré la llamada.

Cuando Nastia se dirigía a casa de Borís Kartashov, tenía la intención de comprobar si la enfermedad de Yeriómina era o no un invento del propio artista. En la historia existían precedentes, se había dicho, se conocían casos de individuos a los que se les había inculcado con habilidad la idea de que tenían problemas mentales para luego utilizarlos con determinado fin. «Ningún médico ha reconocido nunca a Vica, de hecho, todo cuando sabemos de su enfermedad nos lo ha contado el propio Kartashov. ¿Y si miente? Cierto, hay un testimonio de Olga Kolobova, su amiga del orfanato, que habló con Vica de su sueño robado y afirma que ésta no se sorprendió cuando se lo mencionó y que tampoco lo desmintió. Pero Kolobova, a su vez, puede estar mintiendo y haberse puesto de acuerdo con Borís. ¿Con qué fin? Posiblemente, tienen algún interés común. Decidieron quitar a Vica de en medio y montaron esa farsa psiquiátrica. ¿Motivo?» De momento, el motivo no estaba claro pero nadie había trabajado todavía con esta hipótesis. Era probable que tal motivo existiera, que fuera fácil de encontrar y, simplemente, todavía nadie lo había buscado.

Para poner a prueba esta hipótesis había que intentar detectar contradicciones o, cuando menos, pequeñas discrepancias en los testimonios de Kartashov, Lola Kolobova y el médico psiquiatra Máslennikov. Acababa de aparecer un nuevo testigo en potencia, aquel amigo de Borís que le había recomendado al médico. Alguna explicación le habría dado el artista al pedirle ayuda.

Nastia acarició la ilusión de una nueva hipótesis.

– ¿Dejó puesto el contestador cuando se marchaba a Oriol?

– Cómo no. Soy pintor, trabajo por libre, los clientes tratan conmigo directamente, sin intermediarios. Si dejara sus llamadas sin atender, perdería encargos interesantes.

– De modo que, al volver del viaje, ¿escuchó mensajes de los diez días anteriores?

– Por supuesto.

– ¿Y no había ninguno de Vica?

– No. Estoy seguro de que, si hubiera pensado estar fuera mucho tiempo, me hubiera avisado sin falta. Ya se lo he dicho, Vica cultivaba la ilusión de que había alguien que se preocupaba por ella, que quería saber dónde estaba y cómo se sentía. Porque no tuvo alguien así en su infancia.

– ¿Qué ha pasado con la casete? ¿La ha borrado?

Nastia tenía la total certidumbre de que iba a recibir una respuesta afirmativa y sólo había hecho la pregunta para cubrir el trámite.

– Está en el cajón. Nunca borro las casetes, por lo que pueda pasar.

– ¿Qué, por ejemplo?

– Por ejemplo, el año pasado me ocurrió lo siguiente: me llamaron de una pequeña editorial para encargarme ilustrar una colección de chistes, me dejaron la dirección y el teléfono. Cuando me llamaron, no estaba en casa. No les devolví la llamada, ilustrar los chistes no es lo mío, además, en ese momento trabajaba para varios clientes, estaba muy ocupado. Pero poco después un compañero caricaturista me mencionó que estaba sin blanca, y yo me acordé en seguida de aquella llamada. Encontré el mensaje en la casete le di las señas de la editorial y en paz.

– ¿Así que la casete con los mensajes recibidos durante su viaje a Oriol está intacta?

– Sí.

– Vamos a escucharla -propuso Nastia.

Algo se crispó en el rostro de Kartashov. ¿O le había parecido?

– ¿No me cree? Palabra de honor, en la cinta no hay mensajes de Vica. Se lo juro.

– Por favor -dijo Nastia implacable.

En ese instante, su anfitrión dejó de caerle simpático y Nastia se puso en disposición de combate.

– A pesar de todo, vamos a escucharla.

Entraron en la habitación y, sin mayor dilación, Borís sacó del cajón la casete. La introdujo en la grabadora, pulsó el botón de reproducción y le tendió uno de los dibujos que contenía una carpeta que había encima de la mesa.

– Aquí tiene. Es el sueño que Vica soñaba.

Nastia estudió el dibujo mientras escuchaba las voces que sonaban en la grabadora.

– Borka, no se te olvide que el 2 de noviembre, Lysakov cumple los cuarenta. Si no le felicitas, no te lo perdonará mientras viva…

– Buenos días, Borís Grigórievich, soy Kniázev. Por favor, llámeme en cuanto vuelva. Hay que hacer algunos cambios en la maqueta de la portada…

– ¡Kartashov, eres un hijo de puta! ¿Qué pasa con ese coñac que me debes desde la última partida?…

– Boria, no te enfades. Estaba equivocada, lo reconozco. Perdóname…

– ¿Quién es? -preguntó rápidamente Nastia pulsando el botón de stop.

– Lola Kolobova -contestó Kartashov de mala gana.

– ¿Se había peleado con ella?

– No sé cómo explicárselo… Es una vieja historia, y a veces se producen recaídas. No tiene nada que ver con Vica. Se trata del marido de Lola.

– Necesito que me lo cuente -insistió Nastia.

– De acuerdo -suspiró él-. Cuando Lola conoció al que sería su marido, le advertí desde el principio que era un mujeriego. Después de la boda, Lola se enteró de que se la pegaba, y le dolió mucho. Yo, tonto de mí, aunque sabía muy bien que no debía entrometerme, no paraba de darle consejos, de decirle que sería mejor que lo dejara. Para mí él era un puñetero mamarracho y Lolka me daba mucha lástima. Pero mis palabras le sentaban como un tiro, y para desquitarse tenía que responderme con insultos a cada sugerencia mía de separarse del marido. Por ejemplo, que yo tenía que ser impotente o marica para decirle esas cosas, o que simplemente sentía envidia de su marido, que tenía mujer y familia, y otras bobadas por el estilo. Todas esas conversaciones terminaban en peleas aunque luego hacíamos las paces, faltaría más.

– ¿Y qué fue lo que le dijo la última vez? ¿Por qué le pedía perdón?

– Dijo que aunque su marido era un donjuán, al menos procuraba, en la medida de lo posible, ocultárselo, y que su comportamiento era mucho más decente que el de Vica, que sin disimulos y sin el menor escrúpulo se cepillaba a cualquiera que se le pusiera delante.

– ¿Dijo esto de su amiga íntima? -se asombró Nastia.

Kartashov se encogió de hombros.

– Mujeres… -contestó vagamente-. ¿Quién las entenderá jamás? Sigamos escuchando.