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– ¿Y el motivo? Si Kartashov está involucrado, ¿cuál es su motivo?

– No lo sé. Y quiero intentar averiguarlo. Pero nos resulta difícil hacer algo mientras trabajamos solos, yo y Chernyshov. Avanzamos pasito a pasito.

– A mí me parece que no avanzáis en absoluto -gruñó Gordéyev-. Todo ese tantear, comprobar, dar palos de ciego y… ¿qué habéis obtenido? Ni para un alivio. ¿Te has puesto en contacto con la comisaría del distrito donde vivía Yeriómina?

– Bueno… en realidad… -balbuceó Nastia.

Quien estuvo desde el principio a cargo de la búsqueda de la desaparecida Yeriómina en la Comisaría era el capitán Morózov, por lo que le encargaron también colaborar con el grupo que investigaba el asesinato. En los primeros días, Nastia intentó confiarle algunas tareas pero Morózov le explicó en términos que no podrían ser más claros que, además de ese asesinato, perpetrado, por cierto, en un lugar desconocido y, probablemente, en otro distrito de Moscú o en sus afueras (Morózov, sólo estaba obligado a ocuparse de crímenes cometidos en su circunscripción), tenía que investigar dieciocho atracos, dos decenas de robos de coches, una infinidad de asaltos a mano armada, peleas y unos cuantos asesinatos sin resolver, de los que Petrovka se había desentendido y que le tocaba apañar mal que bien a él sólito. Los cometidos que Nastia le encomendaba a Morózov los cumplía sin ganas, sin prisas y de aquella manera. En cambio, demostró una rara habilidad para darle esquinazo, de modo que encontrarse con el capitán no le resultaba nada fácil. Pasados tres o cuatro días, Nastia dejó de buscarlo, y a partir de entonces ella y Chernyshov apechaban con el descomunal trabajo solos.

Pero Kaménskaya nunca había sido ni quejica ni acusica, por lo que se limitó a mascullar algo ininteligible por toda respuesta a la pregunta del jefe.

– Ya veo -murmuró el Buñuelo, que había comprendido el problema al instante-. Tendré que llamar a la comisaría y meterles un varapalo. Pon a Morózov a trabajar, no te andes con miramientos. ¡Cualquiera diría que tiene más trabajo que Chernyshov! Pasado mañana viene el estudiante, te ayudará. No tengas inconveniente en utilizar a nuestros chicos. Lo único que te pido es que lo hagas a través de mí. ¿Entendido? A través de mí exclusivamente. Soy el jefe, soy quien reparte tareas, y punto. No tengo por qué rendirle cuentas a nadie. Tú, en cambio, no podrás darles la callada por respuesta si se ponen a hacer preguntas, ¿a que no?

– Así es, no podré. Creerían que se me han subido los humos.

– Eso es, eso es -cabeceó el coronel pensativo.

Nastia comprendió que volvía a olvidarse por unos segundos de la conversación, se levantó de la mesa y recogió sus apuntes.

– ¿Puedo irme, Víctor Alexéyevich? -medio anunció, medio preguntó ella.

– Eso es, eso es -repitió Gordéyev, y de repente dirigió a Nastia una mirada extrañísima y en voz muy baja le dijo-: Ten mucho cuidado, Stásenka. Eres la única que me queda.

A diferencia de Gordéyev, el juez de instrucción Olshanski se deshizo en sonrisas al saludar a Nastia pero puso trabas a la mayor parte de sus requerimientos. Nastia tenía pocas dudas en cuanto a las causas de su hostilidad. Durante la primera semana de incoar la causa del asesinato de Yeriómina, los que trabajaban con el juez eran Misha Dotsenko y Volodya Lártsev. Mientras Konstantín Mijáilovich trataba a Dotsenko con indiferencia, Lártsev era uno de sus favoritos, por lo demás, merecidamente. A Olshanski y Lártsev les unía también una amistad personal, cada uno había estado varias veces en casa del otro, y sus mujeres eran buenas amigas. Cuando, hacía un año y medio, la mujer de Lártsev y su niño recién nacido murieron de sobreparto, y Volodya se quedó solo con su hija de diez años, fueron los Olshanski quienes le ayudaron a superar el dolor y a encauzar más o menos otra vez su vida.

Pero la muerte de la mujer no había cambiado sólo la vida privada de Lártsev. También afectó a su rendimiento. Volodya ya no era capaz de entregarse al trabajo por completo y de currar de sol a sol, tal como lo había hecho antes. Ahora tenía más preocupaciones y dolores de cabeza, el tiempo le cundía mucho menos porque durante el día trataba de resolver algunos problemillas del piso y de la compra, pasar por casa para comprobar que todo estaba en orden, marcharse antes para controlar a la hija mientras ésta hacía los deberes y prepararle todas las comidas para el día siguiente. Los colegas se mostraban compasivos ante su dolor y le perdonaban muchas cosas; y más teniendo en cuenta que lo que se resentía de sus cuitas era el volumen del trabajo desempeñado pero en absoluto su calidad. No obstante, Konstantín Mijáilovich Olshanski, que tomaba muy a pecho todo cuanto concernía a su amigo, se ofendía con la menor alusión al hecho de que en ocasiones el rendimiento laboral de Volodya ya no era lo que había sido. Nastia no se sentía nada feliz con el papel de chivo expiatorio que le había tocado interpretar en esta ocasión.

– Las conclusiones peritales de la cinta no están listas todavía -le anunció Olshanski nada más cruzar ella el umbral.

Nastia se había llevado de la casa de Kartashov, además de la última casete, también las dos anteriores, que contenían mensajes grabados, fuera de toda duda, por la propia Vica, y había pedido al juez de instrucción remitir al experto sus preguntas sobre la naturaleza de la inexplicable pausa y sobre si en la última cinta había grabaciones de una voz idéntica a las muestras número 4, 11 y 46 de las dos casetes anteriores. Si decidía desconfiar de Kartashov, desconfiaría de él totalmente, decidió Nastia. Por consiguiente, había que comprobar cada detalle, empezando por el principio. Al oírle decir que las conclusiones peritales no estaban disponibles todavía, dejó escapar un suspiro de desilusión.

– Lástima. Contaba con tenerlas ya. Pero da lo mismo, Konstantín Mijáilovich, hay que seguir investigando a Kartashov.

– Estoy de acuerdo -asintió Olshanski inclinando la cabeza-. ¿Alguna propuesta?

– Varias. En primer lugar, hay que volver a interrogar a esa amiga de Yeriómina, Kolobova, y al psiquiatra. Luego, hablar otra vez con los padres de Kartashov y con todos aquellos que fueron interrogados al comienzo de la investigación.

Había estado a punto de decir: «Con todos aquellos a los que había interrogado Lártsev», pero se mordió la lengua a tiempo.

El juez de instrucción torció el gesto.

– ¿Adónde pretendes ir a parar con estos interrogatorios? Hazme el favor, explícame qué preguntas vas a hacerles que no se les hayan hecho antes?

«Las preguntas serán las mismas pero mucho me temo que las respuestas sean diferentes», dijo Nastia para su capote pero volvió a contenerse.

– El caso está en punto muerto -continuaba entretanto el juez-, sin novedades de ningún género, aunque tú no paras de crear apariencias de actividad y vuelves a hacer una y otra vez lo que ya ha sido hecho. ¿Dónde está tu famosa capacidad analítica? Con la de cosas que me han contado de ti, con la de elogios que he oído, no acabo de ver por ninguna parte tus dotes excepcionales. Como detective eres común y corriente, del montón. Así que seamos claros, Kaménskaya. Puedes tomar a mal lo que te he dicho pero está basado rigurosamente en mis observaciones. Si hay algo que he pasado por alto, la culpa es enteramente tuya. Te lo he advertido, ¿no?, que no se te ocurra jugar a secretitos. Venga, confiesa de una vez, ¿qué es lo que me ocultas?

La paciencia de Nastia había llegado a su límite. «No, no soy Greta Garbo -pensó-. Nunca podría ser actriz. Sólo puedo ser yo misma, soy incapaz de fingir más de cinco minutos.» Decidió decir la verdad.

– Konstantín Mijáilovich, los protocolos de los primeros interrogatorios son una chapuza de la peor especie. Comprendo lo desagradable que le resulta oírlo, sé que Lártsev es su amigo íntimo. Créame, hace varios años que le conozco, le tengo en gran estima y me merece máxima confianza y afecto. Pero en la situación actual, las emociones, ya sean suyas o mías, entorpecen el curso normal de la investigación. Hemos de reconocer que Lártsev tenía prisas, que quería hacer las cosas en el menor tiempo posible y que su trabajo es una chapuza que necesitamos deshacer y rectificar. Como consecuencia, se ha desperdiciado un tiempo que pudo haber sido aprovechado mucho mejor. ¿Qué importa, pues? ¿Acaso tenemos que darnos de cabezazos contra la pared? Lo hecho, hecho está. Volodya tiene una vida difícil, hagamos la vista gorda y procuremos enmendar lo enmendable. Aunque hay cosas que ya es tarde reparar. Se lo ruego encarecidamente, no haga la vista gorda, no finja que todo está como debe estar. Usted, mejor que nadie, puede apreciar que los protocolos de los interrogatorios están por debajo de la mínima. Es un juez de instrucción con experiencia, es imposible que no se haya dado cuenta. ¿Quiere un ejemplo?