El cometido de Anastasia Kaménskaya era el minucioso trabajo analítico y, al preguntar al jefe quién estaba a cargo del caso del asesinato de Victoria Yeriómina, había esperado oír dos o tres nombres de sus compañeros, a los que llamaría esa misma noche. Había esperado oír cualquier cosa menos ese «tú».
– ¿Puedo pasar a verle? -preguntó.
– Te llamaré -fue la breve respuesta de Gordéyev, y Nastia comprendió que no estaba solo en el despacho.
Cuando por fin la invitó a pasar y Nastia entró en el despacho de su superior, le encontró de pie delante de la ventana, dando golpecitos contra el cristal con una moneda, pensativo.
– Tenemos un gran problema, Stásenka -le dijo sin volverse-. Uno de nuestros chicos no juega limpio. Quizá incluso sean varios. Quizá todos. Menos tú.
– ¿Cómo lo sabe?
– No he oído esta pregunta.
– No la he hecho. Me refería a otra cosa: ¿por qué menos yo? ¿A qué se debe tanta confianza?
– No es confianza sino puro cálculo. No tienes oportunidades de trampear, ni tratos directos con la gente. Podrías hacer mal un trabajo pero esto no sería de mucha ayuda para el que quisiera sobornarte. Supongamos que finges no haber sacado conclusiones correctas, haber pasado por alto algo importante, algo crucial para el caso. ¿Cómo puedes estar segura de que el inspector que lleva la investigación falle también, que no saque esas conclusiones y también pase por alto ese dato crucial? No, bonita, eres peligrosa por lo que haces. Pero tu inactividad, incluso deliberada, no cambia nada. Para la gente que paga sobornos no eres nadie.
– Muchas gracias -repuso Nastia con una media sonrisa-. Así que resulta que confía en mí por interés y no por amor. Vale pues.
Gordéyev se volvió y Nastia vio que su cara estaba retorcida por un dolor tal que sintió vergüenza.
– Sí, confío en ti por interés y no por amor -declaró su jefe ásperamente-. Y hasta que encontremos un remedio a nuestro mal, tengo que olvidar lo buenos que sois todos vosotros y cuánto os quiero. Me resulta insoportable la idea de que uno de vosotros esté jugando con dos barajas, porque os aprecio y respeto, porque fui yo personalmente quien os introdujo en el departamento, quien os ha enseñado y formado. Todos sois mis hijos. Pero tengo que borrar todo esto de mi corazón y atenerme a mi interés para que el amor o la simple simpatía no me dejen a oscuras, para que no me cieguen. En cuanto superemos este mal momento, volverá el amor. Pero no antes. Ahora hablemos de trabajo.
Víctor Alexéyevich se apartó de la ventana despacio y se sentó a la mesa. Era bajito, ancho de hombros, de barriga prominente y cabeza redonda y casi calva. Los subalternos le llamaban cariñosamente el Buñuelo, mote que Gordéyev llevaba desde hacía unos treinta años y que tanto sus colegas como los criminales transmitían escrupulosamente de generación en generación. Nastia le miró y pensó que el apodo cariñoso se avenía mal con su aspecto en ese momento, cuando, henchido de dolor, daba la impresión de una pesadez plomiza.
– A la vista de lo que acabo de decirte, no quiero confiar el caso del asesinato de Yeriómina a nadie más que a ti. De aquí que me alegra saber que quieres interrumpir tus vacaciones. Es un caso asqueroso, despide una peste que se nota a la legua. La empresa, los dólares, el banquete, los socios extranjeros, una secretaria guapetona a la que encuentran estrangulada y con marcas de tortura, su extraño novio bohemio… no me gusta nada de todo esto. Hasta que averigüe cuál de nuestros chicos se ha dejado comprar por los delincuentes para que no resuelva asesinatos, te ocuparás del caso de Yeriómina. Si no lo resuelves, al menos tendré la seguridad de que se ha hecho todo lo posible. Ve mañana por la mañana a la Fiscalía, para que Olshanski te deje ver el expediente, y podrás empezar.
– Víctor Alexéyevich, yo sola no podré hacer nada. ¿Está de broma? ¿Dónde se ha visto que un inspector investigue un asesinato a solas?
– ¿Quién dice que vas a trabajar sola? Hay policía criminal de la DGI de la provincia, hay comisaría del distrito donde Yeriómina estaba domiciliada y donde se abrió el expediente de su desaparición. Hay colaboradores de nuestro departamento a los que puedes encargar misiones a través de mí, sin descubrirles las cartas. Piensa, espabila. Tienes buena cabeza, va siendo hora de que adquieras experiencia.
Ese día, el 11 de noviembre, Nastia Kaménskaya, al salir del trabajo pasadas ya las nueve, decidió ir a dormir al piso de sus padres, que quedaba mucho más cerca de Petrovka, 38, la sede de la Policía Criminal de Moscú, que su apartamento. Además, así podría contar con una cena caliente, ya que su padrastro, Leonid Petróvich, a quien Nastia llamaba a sus espaldas simplemente Lionia, era un hombre que, al contrario que ella misma, no conocía la pereza a la hora de ocuparse de las cosas de la casa. La prolongada estancia en el extranjero de su mujer, la profesora Kaménskaya, no había afectado ni a la limpieza ni al orden en que se mantenía el piso, ni a la presencia en el menú diario de platos nutritivos y ricamente guisados.
Aparte de la cena, Nastia tenía otro motivo. Al fin se había decidido a hablar con el padrastro -a quien llamaba papá y amaba sinceramente desde que tenía uso de razón- sobre un asunto nada sencillo y sumamente delicado. Pero iniciar la conversación resultó ser casi tan difícil como lo había sido decidirse a mantenerla. Nastia fue aplazando el momento entreteniéndose en saborear sin prisas el asado, en preparar cuidadosamente el té, en fregar los platos larga y metódicamente, frotando a conciencia las ollas y las sartenes. Pero Leonid Petróvich conocía a su hijastra suficientemente bien como para darse cuenta de que tenía que echarle una mano.
– ¿Qué es lo que te corroe, pequeña? Venga, cuéntamelo.
– Papi, ¿no crees que mamá tiene a alguien en Suecia? -soltó Nastia sin mirar al padrastro.
Leonid Petróvich mantuvo un largo silencio mientras daba vueltas por la habitación, luego se detuvo y la miró con calma.
– Sí, lo creo. Pero también creo que, primero, a ti no tiene por qué importarte y, segundo, no es ninguna tragedia.
– ¿Qué quieres decir?
– Te lo explicaré. Tu mamá se casó joven, quizá recuerdes que se casó con un compañero de colegio. Justo, justo acababa de cumplir los dieciocho años. Se casaron porque ibas a nacer tú. Aquel matrimonio estaba condenado al fracaso desde el primer día. Mamá se divorció de tu padre antes de que cumplieras dos años. ¡Una estudiante de veinte con una cría a su cargo! Pañales, enfermedades infantiles, excelentes notas en los exámenes, el posgrado, la tesis, una labor científica original, artículos, conferencias, viajes de trabajo, el doctorado, las monografías… ¿No te parece demasiado para una mujer? Yo poco podía hacer por ella, estaba trabajando en la policía, salía de casa a primera hora, regresaba a las tantas, mamá tenía que darnos de comer y cuidarnos a los dos. Incluso cuando fuiste lo suficientemente mayor para ayudar en casa, no te obligó ni a hacer la compra, ni a pelar patatas ni a pasar la aspiradora por las alfombras, porque se daba cuenta de lo que disfrutabas leyendo, estudiando matemáticas e idiomas, y estaba convencida de que dar a la niña una posibilidad de entrenar el cerebro era mucho más importante que acostumbrarla a llevar la casa. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la vida que tu madre ha tenido? Ahora, que ha cumplido los cincuenta y uno, sigue siendo guapísima aunque sólo Dios sabe cómo ha podido conservarse tan bien con la vida que lleva. Cuando le ofrecieron ir a trabajar a Suecia, por fin obtuvo la oportunidad de conocer la vida tranquila y, por así decirlo, bonita. Sí, sí, una vida bonita, no pongas esa cara, te lo ruego, no hay nada malo en esto. Ya sé que no te hizo ninguna gracia cuando mamá aceptó prorrogar su contrato para quedarse un año más en el extranjero. Crees que no nos quiere, que no nos echa de menos, y esto no te gusta. Nástenka, mi niña querida, simplemente se ha cansado de nosotros. Empezábamos a aburrirla. Claro, esto, más que nada, se aplica a mí. Pero da igual, dejémosla que descanse. Se lo ha merecido. E incluso si tiene allí una historia, enhorabuena. También esto se lo ha merecido. Siempre he sido un buen marido pero una nulidad como amante. Hará unos veinte años que no le regalo ni flores ni presentes sorpresa, nunca he podido ofrecerle viajes a lugares interesantes porque mi tiempo libre y el suyo no coincidían prácticamente nunca. Y si ahora tiene todo esto allí, en Suecia, enhorabuena. Se lo ha ganado.