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Otra cosa que torturaba a Nastia era su compasión por el jefe, Víctor Alexéyevich Gordéyev, quien por algún medio se había enterado de que uno de sus subordinados se había dejado corromper y, tal vez, no era uno solo, por lo que ahora les había retirado la confianza a todos pero debía fingir que nada había ocurrido y que seguía respetándoles y queriéndoles como antes. Era igual que en una obra de teatro, pensó Nastia recordando el ensayo de Grinévich. Con la única diferencia de que para el Buñuelo toda su vida tenía que ser un espectáculo mientras no se aclarase la situación, y le tocaba, día tras día, ser un actor encima de un escenario. Para él la vida verdadera se reducía a aquello que pasaba en su interior, en su alma. Mientras un actor, al terminar la función, podía quitarse el maquillaje, irse a casa y vivir durante unas horas su vida real, el Buñuelo carecía de tal posibilidad porque incluso estando en casa tenía muy presente que alguien a quien quería y en quien confiaba le estaba traicionando. ¿Cómo podía vivir con este peso encima?

Por alguna razón, Nastia no pensó ni por un instante que a partir de ese momento también a ella le tocaba vivir con este peso aplastándole el corazón…

El coronel Gordéyev estaba irreconocible. Hombre enérgico, inquieto, que para reflexionar necesitaba ponerse a dar rápidas vueltas por el despacho, ahora, sentado completamente inmóvil detrás de la mesa y sosteniendo la cabeza con las manos, parecía petrificado. Daba la impresión de ser presa de emociones tormentosas y temer que un solo movimiento negligente hiciera desbordar todo lo que estaba bullendo en su interior. Por primera vez en todos los años que llevaba trabajando en Petrovka, la presencia del jefe incomodó a Nastia.

– ¿Cómo va el caso de Yeriómina? -preguntó Víctor Alexéyevich.

Su voz sonó calmosa, desapasionada. Sin reflejar ni siquiera una pizca de curiosidad.

– No va, Víctor Alexéyevich -confesó Nastia con llaneza-. No me sale nada. Estoy en un atolladero.

– Vale, vale -masculló el Buñuelo, la mirada clavada en algún punto lejano por encima de la cabeza de Nastia.

Ella tuvo la sensación de que el jefe, absorto en sus pensamientos, no la había oído.

– ¿Necesitas ayuda? -preguntó él de pronto-. ¿O de momento os apañáis los dos solitos?

– La necesitaré si se me ocurren otras hipótesis. Hasta el momento hemos comprobado…

– Déjalo -la interrumpió Gordéyev con la misma indiferencia-. Te creo, sé que no haces chapuzas. ¿Van bien tus relaciones con Olshanski?

– No nos hemos peleado -contestó con sequedad notando que dentro de ella crecían el enfado y la perplejidad.

– Vale, vale -volvió a cabecear el coronel.

Y Nastia volvió a tener la impresión de que le hacía las preguntas con el único fin de crear la apariencia de que supervisaba su trabajo. Las respuestas de Nastia le traían sin cuidado, estaba pensando en algo suyo.

– ¿No has olvidado que para el 1 de diciembre tienen que mandarnos a un estudiante de la Academia de Policía de Moscú, a hacer prácticas?

– Lo recuerdo.

– Pues no lo parece. Sólo faltan diez días y aún no has ido a hablar con esa gente. ¿A qué esperas?

– Hoy mismo les llamaré y lo hablaré con ellos. No se preocupe, Víctor Alexéyevich.

Nastia procuraba mantener un tono de voz neutro aunque lo que más le apetecía en estos momentos era salir corriendo del despacho de Gordéyev, encerrarse en el suyo y romper a llorar. ¿Por qué le hablaba de ese modo? ¿Qué le había hecho? En todos los años de trabajo ni una sola vez le había podido reprochar un olvido. Cierto, había muchas cosas que no sabía hacer, no dominaba las armas de fuego ni la defensa personal, era incapaz de detectar si alguien la seguía y despistar al que la vigilaba, también era mala corredora, pero la memoria la tenía fenomenal. Anastasia Kaménskaya no se olvidaba nunca de nada.

– No lo dejes para más tarde -continuaba entretanto Gordéyev-. Piensa que eliges al estudiante para ti, no para el vecino del quinto. Le pondrás a trabajar en el caso de Yeriómina. No creo que en estos diez días vayamos a resolver el asesinato. De modo que trabajarás con él y al mismo tiempo le enseñarás. Si aciertas con la elección, lo admitiremos en el departamento, nos falta gente. Ahora, otra cosa. Esta primavera ha estado aquí una delegación de funcionarios de la policía italiana. Para diciembre está previsto que les devolvamos la visita. Tú irás también.

– ¿Por qué? -preguntó Nastia desconcertada-. ¿A qué viene esto?

– No le des vueltas. Irás y no hay más que hablar. Considéralo indemnización por las vacaciones que se te han ido al garete. Yo mismo te estuve convenciendo para que fueras al balneario, te conseguí la plaza y me siento responsable de que al final no hayas podido descansar como Dios manda. Irás a Roma.

– ¿Y Yeriómina? -preguntó Nastia anonadada.

– ¿Yeriómina? ¿Qué pasa con Yeriómina? Si no descubres nada en caliente, luego ya, cinco o seis días más o menos no tienen importancia. Sales hacia Roma el 12 de diciembre. Si para entonces no has encontrado al asesino de Yeriómina, no lo encontrarás en tu vida. Eso es evidente. Y ten en cuenta que la vida no se va a detener porque tú no estés. Si es preciso hacer algo, Chernyshov lo hará. Además, también estará el estudiante…

Víctor Alexéyevich trataba la selección del personal con suma seriedad, sin hacer ascos de los recién graduados de los centros de estudios superiores del Ministerio del Interior. Cada año, en vísperas del período de las prácticas y como consecuencia de un acuerdo tácito que existía entre Gordéyev y el jefe del Departamento de Alumnado de la Academia de Policía de Moscú, mandaba allí a Kaménskaya para que seleccionara al estudiante que haría las prácticas en su departamento. Para ello contaba con una tapadera tan cómoda como las clases que en esa época sus subalternos con más experiencia impartían en la academia. Se prestaba especial atención a la criminología, procedimientos penales y las actividades operativa y de detección. A Nastia le correspondía dirigir un coloquio o dar una clase práctica a dos o tres grupos de los últimos cursos. Luego Gordéyev llamaba a la academia y pronunciaba el nombre del estudiante al que le gustaría tener en su departamento durante el período de prácticas. Por supuesto, esto iba en contra de todos los reglamentos pero la gente no solía decirle no al Buñuelo. Era un personaje conocido y, además, tenía muchos buenos amigos. Gracias a este procedimiento entró en la PCM, Policía Criminal de Moscú, el detective más joven del departamento, Misha Dotsenko, a quien Nastia «cazó» nada menos que en la academia de Omsk, aprovechando un viaje de trabajo. Unos diez años atrás el propio Gordéyev encontró a Igor Lesnikov en la academia de Moscú, comprobó si era válido durante las prácticas y le admitió en el departamento. Igor Lesnikov actualmente estaba considerado como uno de los mejores inspectores de todos cuantos trabajaban para el Buñuelo.

Nastia llamó al Departamento de Alumnado de la academia y le ofrecieron escoger entre varios temas de coloquios y clases prácticas previstos para los próximos dos o tres días. Solicitó reservarse la clase práctica dedicada a las peculiaridades psicológicas en las declaraciones de los testigos.

– Nos viene de perlas -fue la respuesta entusiasta del Departamento de Alumnado-. El profesor que debía impartir estas clases está enfermo, de modo que no hay problema alguno. Y nos quita un peso de encima, así no tenemos que buscar un sustituto.

Gracias al conocido test gráfico de Raven, Nastia tenía muy claro cuál iba a ser su criterio para seleccionar al estudiante. El test incluía 60 problemas, 59 de los cuales estaban basados en un mismo principio y se diferenciaban sólo por el grado de complejidad: mientras los primeros seis eran de una sencillez lapidaria; a partir del problema 54 la búsqueda de la solución implicaba un esfuerzo considerable, ya que se requería seguir simultáneamente varios indicadores sin perder de vista ninguno. De este modo, los 59 problemas ponían a prueba la capacidad del individuo para concentrarse y tomar una decisión de prisa, en un tiempo limitado. Entre otras cosas, el test de Raven permitía concluir si el individuo sabía centrar su atención sin dejarse arrastrar por el pánico que ocasionaba la premura de tiempo. En cuanto al problema número 60, el último, tenía trampa, ya que, siendo sorprendentemente fácil, estaba basado en un principio completamente diferente. Si el individuo lograba resolver ese último problema, significaba que había sido capaz de verlo desde cierta perspectiva, de situarse en un nivel superior para reconocer caminos nuevos en lugar de seguir en la misma dirección de antes, obstinándose en abrir el candado con la misma llave sólo porque los candados anteriores se habían dejado abrir con facilidad utilizando esa llave. Por supuesto, se decía Nastia, desde el punto de vista de un físico, 59 experimentos serían suficientes para sacar conclusiones sobre el número 60. Pero desde el punto de vista de un matemático, no era así en absoluto. Y Nastia buscaba entre los estudiantes justamente al que supiera pensar como un matemático.