El gélido terror que la había dominado durante los últimos días se derritió bajo los rayos abrasadores de la tensión inhumana que le producía a Nastia la nueva e inesperada situación. Hubiese hecho gustosa cualquier cosa con tal de que a Nadiusa Lártseva no le pasase nada. Cualquiera. Que el crimen siguiese sin resolver, que los criminales quedasen impunes, que la echasen del trabajo, cualquier cosa antes que perjudicar a la niña.
Pero Nastia no hubiese sido Nastia si hubiese dejado que sus emociones anularan su preocupación profesional por completo. ¿Había alguna forma de resolver el crimen a pesar de todo? ¿Había alguna forma de hacer todo lo posible e imposible por la niña y, al mismo tiempo, trincar por lo menos a un asesino?
La solución de un problema generaba la necesidad de resolver otro. Junto con Liosa había trazado varios esquemas que permitían mantener la comunicación obviando el contacto directo. El mejor fue, a su modo de ver, aquel que contaba con la complicidad de varios funcionarios de una sucursal de la compañía telefónica (según sus cálculos, hacían falta cuatro personas como máximo) y un ayudante más, que viviese en el área que dicha sucursal atendía. Aunque Nastia se había dedicado a buscar solución a este problema sólo para matar el tiempo, la entristeció el haber alcanzado una conclusión que confirmaba sus peores sospechas. Montar un sistema así con el único fin de impedir la investigación de un caso criminal aislado hubiera sido tan absurdo como dedicar años a tejer un tapiz de complicado diseño con el único fin de utilizarlo un día para recoger en él las bolsas de basura que había que sacar fuera de casa. De manera que Lártsev no iba descaminado al afirmar que se trataba de un intermediario que no tenía ningún interés particular en el caso de Yeriómina.
¿Quién era ese intermediario? ¿El director del club El Varego, entre cuyos subordinados estaba Diakov? Era muy posible. Grádov le conocía, eran vecinos de escalera, parecía lógico que en caso de apuro extremo Serguey Alexándrovich le pidiese ayuda precisamente a él. Pero si no era él, ¿quién, entonces? ¿Y qué papel interpretaban en todo esto Fistín y sus varegos?
A Nastia la corroía la incertidumbre sobre el tiempo que podría seguir entreteniendo al intermediario con sus exigencias de traerle a Diakov. Tarde o temprano, su engaño saldría a la luz. Le daba miedo sólo pensar en lo que pasaría luego.
Sasha Diakov había sido detenido y puesto a buen recaudo en el momento de coger el tren que debía llevarle lejos de Moscú. Los policías que le habían estado vigilando fueron informados de que Saniok andaba avisando a todo el mundo de su inminente ausencia, que se prolongaría de tres a cuatro meses. Un prófugo no se comportaría de este modo, decidieron, todo parecía anunciar que se quería quitar a Diakov de en medio y se estaba preparando el terreno para evitar que alguien empezara a buscarle en seguida. Por eso siguieron al jovencito hasta el tren, dando posibilidad a sus acompañantes, si los hubiera, de comprobar que había ocupado su asiento sin novedad, y un minuto antes de ponerse el tren en marcha le sacaron por una plataforma cerrada al pasaje a las vías del otro lado del andén.
Cuando Gordéyev empezó a cantarle a Nastia por teléfono baladas sobre «alguien que nos está presionando desde arriba», comprendió en el acto que también el Buñuelo había intuido la posibilidad de un intermediario y había hecho un intento de sembrar la discordia entre éste y Grádov. Por su parte, Nastia trató de provocar un choque entre el intermediario y Fistín, al obligarles a buscar, sin esperanza alguna de encontrarle, a Diakov. Mientras andaban en su busca, se podía considerar que la niña estaba a salvo de peligro. Siempre que, por supuesto, no le hubieran hecho nada después de llevársela. Pero la noticia de que Diakov estaba detenido podía salir a la luz en cualquier momento, y el intermediario se daría cuenta de que Nastia estaba tomándole el pelo. No podía ignorar por mucho tiempo el hecho de la detención del joven, que se había producido antes de que Nastia quedara incomunicada. En ese momento, su única esperanza era Gordéyev el Buñuelo, quien tal vez sabría evitar que se fíltrase la información sobre Diakov, aunque sólo Dios sabía cómo iba a conseguirlo si el intermediario tenía sus agentes sentados poco menos que en cada despacho de Petrovka, o como mínimo, en cada planta y en cada subdivisión. «A lo mejor no son tantos -se decía para animarse-, a lo mejor el susto ha llevado a Lártsev a exagerar su número, desde luego que los hay, de esto no hay ninguna duda, pero el contingente de esos monstruitos no puede incluir a tantísima gente.» Entretanto, la búsqueda de Diakov proseguía, y eso le infundía cierta esperanza. Por lo menos, le daba tiempo de inventar alguna treta más que la ayudara a seguir con dilatorias.
Ni se le pasaba por la cabeza la idea de que tenían a la niña drogada y que todo estaba desarrollándose «con altísima precisión en sentido inverso». Si a la mañana siguiente Diakov continuaba sin aparecer, Arsén daría la orden de administrarle una inyección más. Diakov representaba un peligro sólo potencial, mientras tanto, necesitaba mantener pulsada la clavija que le permitía presionar a Lártsev. Para la niña, la inyección de la mañana podía resultar la última. Si Nastia Kaménskaya lo hubiese sabido…
La noche del 30 al 31 de diciembre, Nikolay Fistín salió corriendo de casa, se montó en un Zhigulí común y corriente y a toda prisa fue a la calle Obreros Metalúrgicos, donde vivía Slávik, el corredor de coches. Hacía media hora le habían llamado los chicos a los que había ordenado ajustarles las cuentas a los hombres de Arsén agazapados en el campamento, abandonado en invierno, y le comunicaron con perplejidad que habían encontrado allí a una niña enferma.
Al principio creyeron que estaba dormida pero no lograron despertarla. A todas luces, estaba inconsciente.
«Una rehén -se espantó Fistín-. Ahora te daré la vida, renacuajo apestoso. ¡A ti sí que te meterán el zapatazo en los morros!»
– Llevad a la niña a casa de Slávik, que vive solo -ordenó el tío Kolia.
Había pasado la noche junto a la pequeñaja, buscando el modo de hacerla volver en sí, pero sus esfuerzos no sirvieron de nada. Su pulso era lento aunque firme. No abría los ojos y no daba señales de oír su voz.
Por la mañana, Nikolay consideró llamar una ambulancia, y lo único que frenó ese impulso fue la ausencia de una explicación convincente: qué niña era ésta y cómo había ido a parar al piso de Slávik.
Contarles lo del campamento equivaldría al suicidio: allí había más sangre que en un matadero. Se podría decir que la habían encontrado en la calle pero parecería demasiado raro y no era de descartar que avisaran a la policía, Dios no lo quiera. A Fistín no le iría nada bien entablar tratos con la policía precisamente en esos momentos.
Estaba sucumbiendo a la exasperación, cuando, poco a poco, la niña empezó a regresar a la vida. Hacia las nueve de la mañana abrió los ojos e intentó decir algo aunque sus labios sólo emitieron un silbido ininteligible. El tío Kolia se animó un poco. No tenía ni idea sobre cómo ayudar a la niña pero había leído en alguna parte que a los enfermos que se encontraban bajo los efectos de la anestesia (no le cabía duda de que se trataba de una anestesia o de algo por el estilo) había que darles de beber en abundancia, para que el fármaco saliese del organismo junto con el líquido. Tenía preparadas varias botellas de agua mineral, que Slávik había comprado por orden suya al amanecer.
Después de alternar el agua con un té caliente y muy azucarado, llegó a escuchar las primeras palabras de la niña: