¿Qué debía hacer? ¿Ir a todos los grandes almacenes, cines y restaurantes de Ginza y exigir que la llamasen por megafonía?
Eran las dos y media.
Kazuko se aferraba al brazo de Mitamura mientras subían la escalera que conducía hasta la salida del metro de Yurakucho Mullion. Eran las tres menos veinte.
– El mensaje decía que viniese sola. Tal vez no se acerque si me ve acompañada por otra persona.
– Pero si nos separamos ahora, te perderé entre tanta gente.
Justo entonces, Mitamura divisó un vendedor de globos.
– Ya sé. Te compraré un globo. Así sabré dónde te encuentras en todo momento.
Pagó al vendedor, y este dio a Kazuko un globo rojo.
– ¡Me siento como una niña!
– Considéralo como un amuleto que te protegerá.
Eran las tres menos cuarto.
Mamoru se sentó en el borde de un parterre para descansar un poco, aunque no dejaba de barrer la intersección con la mirada. No le quedaba otra que quedarse ahí esperando a que el reloj marcase las tres. Estaría preparado para ponerse de pie de un salto y abalanzarse sobre la primera chica que, de súbito, empezara a actuar de modo extraño.
Se trataba del cruce donde confluía el mayor número de peatones de todo Tokio. A intervalos regulares, las señales de tráfico detenían el flujo de circulación en todas direcciones y permitía que las personas que aguardaban en las cuatro esquinas cruzaran de una sola vez. Un agente que lucía un brazalete blanco controlaba el tráfico y se valía del silbato para advertir a los vehículos que se entretenían demasiado en la intersección o a los peatones acuciados por cruzar antes de que el semáforo se lo permitiese.
¿Por qué habría elegido ese punto en concreto?
Las dos y cincuenta y tres minutos, y veinte segundos.
Alguien dio un golpecito en el hombro de Mamoru. El chico se dio la vuelta y se encontró cara a cara con una joven que cargaba con un sujetapapeles y esbozaba una sonrisa entusiasta.
– ¡Vaya, te he asustado! ¿Estás solo? -preguntó con demasiadas confianzas.
Los vendedores aguardaban en cada esquina todos los días del año, imaginó Mamoru. La fulminó con la mirada y se levantó en un gesto amenazante.
– ¡Eh! ¿De qué vas, bicho raro? -dijo la joven antes de marcharse.
Las dos y cincuenta y seis.
Kazuko Takagi aguardaba en la pasarela cubierta de Yurakucho Mullion que conectaba los grandes almacenes de Seibu y Hankyu con la estación. Casi como por arte de magia, el lugar pareció abarrotarse de gente y, de repente, perdió de vista a Mitamura. Sostuvo con fuerza al hilo del globo e intentó apartarse a una zona menos concurrida. Rodeada por una muralla humana, apenas podía avanzar. Kazuko se sentía irritada. «¿Por qué no dejan de moverse?».
– Disculpe, necesito pasar. -Una pareja joven, absorta en algo, le abrió paso.
– Disculpe… Perdone… ¡Necesito pasar!
Las dos y cincuenta y nueve.
Alguien apareció por detrás de Kazuko y la agarró por la muñeca. Entonces, le susurró al oído:
– Perdona, ¿tienes hora?
Kazuko dejó escapar el globo.
Las tres en punto.
Mamoru oyó el sonido de un carrillón. Era el reloj de Yurakucho Mullion marcando la hora. Se volvió sobre sí mismo para contemplarlo. La multitud aglutinada en la esquina empezó a ponerse en movimiento cuando el semáforo del paso de peatones se puso en verde.
El carrillón seguía tocando la familiar melodía. Cada día, a ciertas horas, unos coloridos autómatas surgían desde un hueco en el muro y se movían al ritmo de la música. Eran las tres, una de las horas señaladas. Todos se detuvieron para observar el espectáculo. ¡Por eso había tantísima gente!
¿Explicaba eso la elección de aquel lugar? Eran tantas las caras, que sería imposible reconocer a alguien entre la multitud. Ese hombre quería cerciorarse de que Mamoru no pudiese encontrar a Kazuko Takagi.
– ¡Mira, un globo! -exclamó una niña que pasaba, señalando un globo rojo que flotaba en el aire, sobre la multitud. Como por reflejo, Mamoru lo observó.
El semáforo de peatones se puso en rojo. Los coches emprendieron la marcha y empezaron a acelerar.
En ese preciso momento, alguien salió corriendo desde el gentío que se agolpaba bajo el reloj. Pasó a toda velocidad por su lado. Se trataba de una mujer vestida con un abrigo negro. No hizo ademán de detenerse y se dirigía hacia la barandilla que la separaba del tráfico, ya fluido, de la avenida Harumi.
Mamoru se levantó de un salto y gritó:
– ¡Pare! ¡Qué alguien la detenga!
El tiempo se detuvo. Mamoru distinguió su pantorrilla blanca cuando la chica levantó la pierna y el dobladillo de su abrigo negro se alzó tras ella. En cuanto Mamoru se abalanzó hacia la multitud fue repelido por el impacto de lo que le pareció un puñetazo propinado por cien hombres a la vez. Se tambaleó hacia atrás.
Alguien más asomó de entre la gente. Era un joven que, con semblante aterrado, intentaba a la desesperada abrirse camino hacia la joven. Mamoru llegó a la barandilla justo cuando el otro hombre logró agarrar a Kazuko por el dobladillo del abrigo. Unas cuantas personas se percataron del movimiento y gritaron al ver a los dos hombres tirando con todas sus fuerzas. Finalmente, los tres cayeron hacia atrás.
La mujer, de un pálido enfermizo, abrió los ojos. Era Kazuko Takagi. No cabía duda, esa mujer era igual a la que aparecía en la fotografía de la revista. Mamoru pronunció una silenciosa oración de gracias. Era la primera vez en la vida que se sentía lo suficientemente afortunado como para hacer algo así.
– ¿Qué ha sucedido? -El joven miró a la chica, después a Mamoru y de nuevo a la chica. Estaba tan pálido como ella.
La melodía llegó a su fin y la multitud empezó a dispersarse. Unas cuantas personas les lanzaron miradas de desaprobación mientras los tres permanecían en el suelo, a un lado de la carretera. La mayoría, sin embargo, siguió su camino sin inmutarse.
La voz del joven pareció despertar a Kazuko que empezó a agitarse, a parpadear y por fin a mirarlo.
– Has estado a punto de meterte en la carretera -dijo el hombre entre jadeos.
– ¿Yo?
– Es usted Kazuko Takagi, ¿verdad? -Mamoru logró por fin tomar aliento y articular palabra.
Ella volvió la cabeza para mirar al chico y asintió.
– ¿Qué me ha pasado?
– Ahora estás a salvo. Soltaste el globo y no podía encontrarte -explicó el hombre-. Pero oí a este chico gritar y ambos salimos corriendo tras de ti.
– ¿Me has salvado? -preguntó a Mamoru.
– El también. ¿Se conocen, entonces?
El hombre asintió.
– Un chico… ¿Fuiste tú el chico que estuvo en casa de Nobuhiko Hashimoto? -preguntó Kazuko mientras tendía la mano para agarrar a Mamoru de la manga-. Después de que muriera en esa explosión. ¿Eras tú, verdad?
– Sí, fui allí y, desde entonces, he estado buscándola.
– Yo también quería conocerte. ¿Quién eres? ¿Qué relación tenías con Hashimoto? ¿Sabes algo? ¿Fuiste tú quien escribió la carta para citarme hoy aquí?
– ¿Una carta? -Mamoru se apresuró a añadir-: ¿Alguien le dijo que viniese aquí?
– Eso es -repuso el hombre-. El autor del mensaje dijo que podía ayudarla.
Mamoru se puso en pie, y después ayudó a Kazuko a levantarse. Miró al hombre.
– ¡Sujete a la señorita Takagi y márchense de aquí ahora mismo! ¿Tienen algún lugar al que ir? ¿Cómo podré contactar con ustedes?
– Ven a mi local -respondió el joven, sujetando ya a Kazuko. Dio al chico las señas para llegar hasta el Cerberus.
– Hablaremos más tarde. Pero ahora tiene que sacarla de aquí.
Cuando se marcharon, Mamoru seguía registrando los alrededores en busca de cualquier pista. Quienquiera que fuese aquel desconocido, no podía andar muy lejos. Debía de haber presenciado toda la escena.
Mamoru sintió que la mano de alguien se aferraba a su brazo derecho.