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– ¿A qué te refieres con «subconsciente»?

– A lo que está aquí -dijo Harasawa, dándose un golpecito en la sien-. La retaguardia encefálica que está en alerta las veinticuatro horas del día. Algunos expertos estiman que el subconsciente es el alma de una persona. La conciencia sería como una pizarra: puedes borrar cualquier cosa que hayas escrito. Por otro lado, el subconsciente es más bien como una caja negra: las cosas que han sido grabadas permanecen ahí para siempre. Imagina un chico que se cae y se rompe la dentadura a los cinco años. Tanto el miedo como el dolor que marcaron ese momento quedarán registrados en su subconsciente para toda la vida hasta que muera, digamos, a la edad de ochenta años. Lo que desencadena la respuesta post-hipnótica es el contacto con el subconsciente del sujeto.

El anciano apagó la cinta para que pudieran continuar su conversación con más tranquilidad.

– Tengo grabaciones de esas cuatro mujeres. Contacté con ellas, las hipnoticé, y les implanté una palabra clave…

– ¿Pero y si alguien dijera accidentalmente esa palabra?

Harasawa sonrió.

– Con Kazuko Takagi cometí un error. Pasó demasiado tiempo desde el momento que la induje al estado hipnótico. Las otras tres escucharon la palabra al poco tiempo de haber sido hipnotizadas. Unas doce horas como máximo. Con Nobuhiko Hashimoto solo tuve que esperar tres horas.

Un brillo astuto iluminó de pronto los ojos de Harasawa.

– Hice un seguimiento de sus rutinas. No quería cometer ningún error. Tras la muerte de las tres mujeres, existía el riesgo de que Kazuko Takagi cayese en la cuenta de lo que estaba pasando y desapareciese, así que me acerqué en cuanto tuve la oportunidad. Fue la noche del velatorio de Yoko.

– Pero…

– Y para asegurarme de que no fuese otra persona quien activase esa orden, utilicé algo más que una palabra clave. Le advertí que no solo pronunciaría esa clave sino que además la escribiría en su mano. Ambas cosas debían suceder simultáneamente para detonar su reacción.

– ¿Entonces la ordenó morir?

– No. -Harasawa negó con la cabeza-. A cada una de ellas le di la orden de huir. Verás, como cualquier animal, poseemos un indefectible instinto de conservación. Por lo tanto, ordenar el suicidio no surtiría efecto alguno. El subconsciente no puede disociarse del ser.

– ¿Huir?

– Eso es. Huir. Escapar. No dejarte atrapar por la persona que te persigue o, de lo contrario, morirás. Supera cualquier obstáculo, atraviesa puertas, rompe ventanas, salta sobre ellas, ¡corre, corre, corre! Porque si no lo haces, morirás. Es el subconsciente quien activa esa respuesta. En definitiva, puede parecer paradójico, pero lo que mató a esas mujeres fue su propio instinto de supervivencia.

Mamoru se quedó sin habla.

La pregunta a la que tantas vueltas había dado, encontraba respuesta por fin.

– ¿Por qué provocar su muerte?

– Tuvieron su merecido -repuso de inmediato el anciano. La sonrisa se le había borrado de la cara-. Hasta hace un año, era director de un grupo de investigación en la universidad. Trabajé allí junto con cinco investigadores que yo mismo había formado. Estudiábamos fenómenos como la hipnosis, el biofeedback, y el Chi Kung de la medicina china tradicional. Estaba convencido de que cuando nuestros esfuerzos diesen su fruto, podríamos ayudar a las personas, sobre todo, a aquellas que padecen depresión o problemas de socialización.

Alzó ambos brazos al aire y, a continuación, los dejó caer, abrumado por la tristeza.

– Y en ese preciso momento de mi vida, me enteré de que tenía cáncer. La investigación me tenía tan absorto que cuando quise recibir atención médica, ya era demasiado tarde. En fin, todos tenemos que morir tarde o temprano -dijo, encogiéndose de hombros, antes de continuar-: Sabía que mis investigadores tomarían el relevo y continuarían con el proyecto que inicié, cuando yo ya no estuviese aquí. Ellos tenían toda la vida por delante, y estaba seguro de que harían cualquier cosa que les pidiese.

El anciano se acercó a la estantería y sacó un álbum de recortes. Pasó las páginas hasta dar con lo que quería mostrar a Mamoru.

– Fíjate en esto. De los cinco posibles candidatos a mi sucesión, este era mi orgullo y devoción. -En el margen izquierdo de la página, aparecía un joven con unas gruesas gafas de montura negra y una sonrisa que revelaba una hilera de dientes blancos y perfectos. Tenía la frente ancha, la nariz recta y unos ojos llenos de luz tras los cristales de sus gafas-. Se llamaba Kenichi Tazawa. Era un investigador nato y contaba con una insaciable curiosidad natural.

– Hablas de él en tiempo pasado.

– Se suicidó. Ingirió unos barbitúricos que yo guardaba en el laboratorio. Sucedió el pasado mayo.

Mamoru alzó la vista. El anciano lo miró y asintió.

– Estaba enamorado. Yo había esperado que la chica a la que tanto amaba fuese la adecuada para él. Pero su relación no le trajo más que desgracias.

– ¿Quién era la chica? -preguntó Mamoru.

– Kazuko Takagi. -Tras un breve silencio, el anciano continuó-: Cuando lo perdí, pensé que me volvería loco. Tuve que enterrar al joven que supuestamente iba a ser mi sucesor.

– ¿Y cómo averiguaste que su amada era Kazuko Takagi?

– Tazawa me dejó una carta en la que describió el daño que esa mujer le había causado.

– Pero no tenía por qué morir. Tenía un futuro prometedor por delante.

– ¿Es eso lo que piensas? ¿Que fue demasiado cobarde? ¿Que no tuvo el valor suficiente? -El hombre negó con la cabeza-. Chico, ¿qué crees que es el amor? ¿Por qué nos enamoramos de una determinada persona y no de otra? Es un misterio: ni siquiera los expertos lo comprenden. El caso es que Kazuko Takagi sacó provecho de la pasión que ese chico sentía por ella. -La voz de Harasawa había adoptado un tono más grave-. No fue una mera estafa. Cometió un acto de profanación.

Mamoru no sabía que responder.

– Incluso después de abandonarlo, Tazawa se negó a perder la esperanza de que volviera a su lado, a asumir que lo único que se proponía esta mujer era dejarle sin blanca. Ese es el motivo por el cual ella le envió un ejemplar de Canal de Información.

Mamoru recordó lo que Hashimoto le había dicho sobre aquel artículo. «Pero excepto los pies de foto, yo no añadí nada a lo que dijeron esas zorras. No tuve necesidad de agregar frases ni juegos de palabras para introducir elementos nuevos a la historia. Ellas lo dijeron todo. Todo, hasta el menor detalle.»

– Dejó la revista junto a la carta que me escribió. Yo leí y releí el artículo. Lo leí tantas veces que acabé memorizándolo, palabra por palabra. Y entonces, tomé una decisión.

– Decidiste vengarte y asesinarlas a todas -dijo Mamoru-. ¿Y por qué a todas, en lugar de acabar con la única responsable, Kazuko Takagi?

– Fue algo más que una cuestión personal. Digamos que las utilicé como conejillos de indias.

– ¿Conejillos de indias? ¿Quieres decir que quitarles la vida fue un experimento más para ti?

– Mezquino, lo sé. Pero no más mezquino que lo que hacen esas «amantes de alquiler». Quería que esas cuatro mujeres pagaran el precio por sus despiadadas acciones. Eso es todo.

– Estás loco. -Mamoru estaba fuera de sí-. No me importa lo que digas. Un asesinato es un asesinato.

– Eso le toca juzgarlo a la sociedad. A mí no me queda mucho. Puede que menos de un mes. He dado instrucciones a mi albacea para que remita a las autoridades mi confesión, así como todo el material pertinente que conservo.

Mamoru no tenía nada que añadir. Quería marcharse de allí tan rápido como le fuera posible. Lo único que tenía que hacer era levantarse y salir de esa habitación.