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Supo que la mujer, Keiko, y el hijo, Mamoru, se habían marchado de la casa subvencionada que el Estado ponía a disposición de los funcionarios. Por lo visto, vivían en un diminuto apartamento. Yoshitake decidió acercarse. Era un edificio vetusto, decrépito, y se preguntó qué tipo de soborno estaría pagando el propietario para poder seguir alquilando la tambaleante construcción.

Mientras aguardaba en la callejuela, el niño y su madre aparecieron. Ambos llevaban unas bolsas de la compra en las que destacaba el nombre de una tienda que quedaba a las afueras de la ciudad. Yoshitake supuso que ninguno de los dos era bienvenido en los comercios del barrio.

El niño estaba contando algo a su madre, y los dos estallaron en comedidas carcajadas. A su paso, un vecino cerró con violencia la ventana.

La familia Kusaka subió la escalera del maltrecho inmueble. Conforme avanzaban, Yoshitake les exhortaba en silencio: «¿Por qué no os marcháis de la ciudad? ¿Por qué razón seguís aquí? Sabéis que todo será más fácil y aun así os negáis a iros. ¿Por qué?».

Keiko y Mamoru permanecieron en el corazón de Yoshitake desde ese momento. Por más que su vida en Tokio siguiera adelante, no pudo olvidarse de ellos ni un solo minuto.

Recurrió con suma discreción a sus contactos como miembro de una familia muy arraigada en Hirakawa para encontrar un trabajo a Keiko. Nadie se atrevió a contradecirlo cuando alegó que la familia no tenía la culpa, que los demás debían compadecerse de ellos. Continuó con sus pesquisas mediante diferentes medios para averiguar cómo le iban las cosas a los dos, y siempre se aseguró de que se les echaba una mano en épocas de escasez.

Cuanto más se reforzaban esos lazos secretos, más se distanciaba de su mujer. Naomi lo achacaba a su incapacidad de tener hijos, pero se equivocaba. En realidad, cuando no estaba trabajando, Koichi se veía consumido por el recuerdo de la familia Kusaka. En su corazón, ya no quedaba espacio para nadie más.

Cinco años después de la desaparición de Toshio, Keiko y Mamoru seguían sin marcharse de Hirakawa. Yoshitake guardaba una colección de fotografías que había tomado a hurtadillas. Cuando estaba solo en su estudio, mirando las fotos, se sentía en paz, envuelto, junto con los remordimientos, por una misteriosa sensación de unidad. Era como si Keiko fuese su propia esposa y Mamoru, su hijo.

Keiko tenía una mirada triste engastada en un rostro bondadoso. Su sufrimiento, sin embargo, no le había arrebatado su delicadeza innata. Había crecido y gozaba de buena salud. Las fotografías mostraban a un chico espabilado, con una sonrisa de oreja a oreja que infundía vida a Yoshitake. Deseaba conocer a aquel muchacho. Y fue ese anhelo el que le dio una renovada esperanza.

Ocho años después del accidente, la primavera del año que fue ascendido al equipo directivo de Shin Nippon, decidió hacer un viaje muy especial con destino a Hirakawa. En el mes de abril, todas las escuelas del país celebraban su fiesta al aire libre. Se trataba de una especie de festival en el que se ponía punto y final a un largo invierno.

Yoshitake quería ver al chico, que ahora tenía doce años, aunque fuese desde lejos.

Aguardó detrás de la valla que rodeaba el patio de la escuela. Perdió la noción del tiempo mientras observaba las idas y venidas del muchacho. El plato fuerte de aquella fiesta de primavera era la tradicional carrera de relevos entre los niños de sexto curso. Mamoru, último relevista de su equipo, aguardaba su turno, con una banda roja alrededor del pecho.

En cuanto recibió el testigo y echó a correr, Yoshitake se quedó sin aliento y sus dedos se aferraron con fuerza a la malla de la verja. ¡El chico corría como el viento! Había empezado la vuelta desde la quinta posición y avanzaba con una tranquilidad digna de admiración. Cuando se acercaba la recta final, ya había adelantado a tres corredores. Desde el otro extremo de la valla, Yoshitake vio cómo su protegido, por los pelos, lograba cruzar primero la línea de meta. Los alumnos estallaron en vítores, y Yoshitake se unió a la ovación con nutridos aplausos y gritos de felicitación.

Una mujer que encabezaba la multitud de padres se volvió para mirarlo. Era la madre del chico, Keiko Kusaka. El anciano robusto que la acompañaba también aplaudía.

Los cerezos en flor despedían pétalos que aterrizaban sobre los hombros de Yoshitake. No era un día frío y lluvioso como cuando tuvo lugar el accidente, sino un cálido día de primavera cuyo aire quedaba impregnado de la fragancia de los cerezos. Keiko Kusaka reparó en el, sonrió y asintió en su dirección. Tuvo aprecio por aquel desconocido que aplaudía a su hijo.

Ese mismo día, Yoshitake fue a ver a su madre, y fue recibido por una mirada acusadora.

– ¿Qué estás haciendo aquí? Tu hogar está en Tokio.

Más tarde, sentado solo en la oscuridad de la noche, Yoshitake supo que no podía hacer otra cosa sino reconocer su amor por la familia Kusaka. Su valiente resolución y su fuerza de voluntad le inspiraban respeto. Admiraba cómo se las habían ingeniado para seguir con sus vidas. Se negaron a dejar que la situación les afectara, cosa que él, por su parte, no había logrado tras el día del accidente. Y sabía que nunca lo conseguiría.

Su madre murió seis meses más tarde. Después del funeral y antes de que vendiera su casa, Yoshitake levantó las tablas de madera del suelo para sacar la bolsa de papel que se escondía bajo ellas, y quemó el contenido en la hoguera que prendió para deshacerse de algunos de los trastos de su madre. No sabía qué hacer con el único objeto vinculado con aquel día que marcó un antes y un después en su vida. Al final, decidió quedárselo. Era el anillo de boda de Toshio Kusaka.

Se lo probó. No fue más allá de la falange del dedo anular, como si el propietario original se opusiera.

Fue el último viaje de Yoshitake a Hirakawa, aunque continuó haciendo un estrecho seguimiento de la familia desde Tokio. Su esposa, Naomi, ya no lo trataba sino como a un ejecutivo más de la compañía.

Keiko Kusaka murió repentinamente el año que Yoshitake fue ascendido a vicepresidente. El se encerró en su habitación para llorar. Jamás tendría la oportunidad de compensarla por el mal que le había causado.

Mamoru tenía dieciséis años y unos parientes iban a encargarse de él. Yoshitake contrató a un detective privado para que indagara en la vida de su familia de adopción. En parte, se sintió aliviado al saber que el chico viviría en un hogar feliz. Aquella sensación de serenidad no iba a durar mucho, se hizo añicos con el accidente que acabó con la vida de Yoko Sugano.

Yoshitake tenía un amigo en el departamento de policía al que pidió información sobre el caso. Supo de la ausencia de testigos y, por lo tanto, de la delicada situación en la que se encontraba el tío de Mamoru.

Por aquel entonces, Yoshitake tenía una amante llamada Hiromi Ida. Esa relación extraconyugal había brotado de un matrimonio cansado, de una planta sin flores. Una noche, mientras observaba la cara libre de maquillaje de Hiromi cuando esta salía del baño, descubrió algo. Hiromi Ida se parecía a Keiko Kusaka. El apartamento que había encontrado para ella no quedaba en los lujosos vecindarios de Azabu o Daikanyama, sino en un antiguo distrito shitamachi [8] salpicado por estrechas calles y edificios antiguos. Hizo oídos sordos de las protestas de Hiromi. Sabía la razón por la que había dado ese paso: poder estar más cerca de Mamoru.

«Ha llegado el momento.»

Sí, estuvo con Hiromi la noche del accidente, pero no había atravesado la intersección donde tuvo lugar el atropello. Y, desde luego, tampoco había presenciado nada. No se enteró del suceso hasta que lo leyó en el periódico a la mañana siguiente.

Fue entonces cuando se le ocurrió desempeñar el papel de testigo clave y simular que lo había visto todo. Los habitantes de los shitamachi eran conocidos por el interés que mostraban ante cualquier incidente acontecido en sus calles, y Yoshitake hizo buen uso de la tarjeta de visita que le dejó un reportero del periódico al que conocía para recabar información acerca del suceso: qué ropa llevaba la víctima, de qué color era el coche o cualquier otro detalle que pudiera añadir crédito a su testimonio. Memorizó los datos, estudió a fondo su papel, se puso en la piel del personaje y ensayó la versión que daría durante el interrogatorio.

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[8] Barrios populares del antiguo Tokio. (N. de la T.)