«Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio.»
Yoshitake alcanzó al chico.
– ¿Qué dices?
Mamoru estaba cansado de intentar tomar una decisión.
– Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio.
Yoshitake ladeó la cabeza, y el chico contuvo la respiración. Durante un instante, pensó que el anciano se la había jugado. No estaba sucediendo nada.
Pero de repente la mirada de Yoshitake se extravió y, acto seguido, sus ojos se abrieron, con violencia, para estudiar con atención los alrededores. No tardaron en encontrar la sombra del invisible perseguidor. Comenzó a alejarse, deprisa, dejando atrás la nieve, Mamoru y la congelada ciudad.
«¿Te parece bien lo que estás haciendo?». Algo en el interior de Mamoru intentaba captar su atención. Mamá. Su madre creyó en su padre. Creyó en el hombre que había dejado sobre la mesa los papeles del divorcio pero que nunca llegó a quitarse el anillo de boda. Por esa razón, lo había esperado siempre. Ella sabía que ese anillo era la prueba de sus verdaderos sentimientos.
No fue una jugada digna de orgullo, tal vez… Fue lo correcto, eso era todo.
«Si no puedo compensarle aunque sea por una insignificante fracción de todo el daño que le he causado…»
La nieve caía sobre el cuello de Mamoru. Una pareja que compartía un paraguas volvió la vista atrás para mirarlo y, tras intercambiar una mirada, se marchó apresurada.
«Gracias por encargarte de Yoko Sugano. Gracias por asesinarla. Se lo estaba buscando.»
Y Kazuko se había mostrado aterrada, presa de los remordimientos.
«¡Dímelo! ¿Tan malo fue lo que hicimos?».
«Lo único que hice fue darles su merecido.»
¡No!
Mamoru corrió en la dirección que había tomado Yoshitake. Había desaparecido. El semáforo de peatones parpadeó cuando Mamoru cruzó a toda velocidad la calle y se dirigió hacia las dependencias de Shin Nippon.
Las puertas de la entrada estaban cerradas. Mamoru resbaló y se golpeó la rodilla. Cual resorte, volvió a ponerse en pie y buscó la entrada nocturna. Se tropezó con un peatón y el impacto hizo que la nieve acumulada sobre el paraguas de este le cayera encima.
Había luz en la oficina de seguridad. Golpeó la ventana.
– ¿Dónde está la oficina del vicepresidente?
– ¿Quién eres? -respondió una voz cautelosa.
– Me llamo Kusaka. ¿Dónde está?
– ¿Qué has venido a hacer aquí?
– ¿En qué planta se encuentra?
– En la quinta planta, pero…
Mamoru salió corriendo hacia el ascensor. El guarda de seguridad lo seguía de cerca. Presionó el botón y vio que el ascensor se había detenido en la quinta planta. Ahora descendía lentamente. Mamoru decidió subir por la escalera.
La quinta planta. Las puertas se alineaban a ambos lados del pasillo. Encontró un mapa en la pared. El despacho de Yoshitake quedaba a mano izquierda, al final de pasillo. Con movimientos ralentizados por el peso de su chaqueta mojada, se dirigió hacia la oficina dejando las húmedas huellas de sus pisadas sobre la moqueta.
Para cuando atravesó corriendo la oficina de la secretaria y abrió de golpe la puerta de su despacho, Yoshitake ya estaba saliendo por la ventana que quedaba detrás de su mesa.
– ¡Señor Yoshitake! -No lo escuchaba. Ya tenía las rodillas en el alféizar de la ventana.
Mamoru no creyó poder lograrlo pero, aun así, se abalanzó sobre él y lo agarró por el dobladillo del abrigo. Oyó que la tela se desgarraba. Un botón salió volando por los aires. Por fin, los dos cayeron al suelo. Con todo el alboroto, la silla giratoria de Yoshitake se deslizó hacia el otro extremo de la habitación.
Mamoru se sentó e inclinó contra la mesa. Yoshitake parpadeó.
El guarda de seguridad apareció entonces, sin aliento.
– Señor Yoshitake, ¿qué…? ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.
El estado hipnótico se vio suspendido. La palabra clave ya no tenía validez alguna. Mamoru lo supo en cuanto reparó en los ojos de Yoshitake.
– Yo, yo… -Yoshitake, boquiabierto, miró al chico-. Mamoru, ¿qué estás haciendo aquí?
– ¿Lo conoce? -preguntó el guarda de seguridad.
– Pues sí, pero… -Yoshitake se concentró en Mamoru y después alzó la mirada hacia la ventana por la que la nieve se estaba filtrando-. Puede marcharse -despidió al guarda de seguridad que, antes de abandonar la habitación, lanzó a Mamoru una mirada suspicaz.
Los dos estaban solos.
Mamoru miró a Yoshitake a la cara. En el rabillo de los ojos se marcaban algunas arrugas, y su rostro había palidecido de tal modo que casi no quedaba rastro de su bronceado. El abrigo abierto le daba un aspecto descuidado, callejero.
– Hay algo que olvidé decirle.
Mamoru se agarró al borde de la mesa para ponerse en pie. Se acercó a la ventana y miró hacia la calle que se extendía blanca y cubierta por un arcoíris de paraguas que se deslizaban hacia un lado y otro.
Cerró la ventana y echó los postigos. Entonces, se volvió sobre sí mismo para encararse con Yoshitake.
– Ya no volveremos a vernos. Esta es la última vez. -Antes de marcharse del despacho, lo miró por encima del hombro. Todavía sentado en el suelo, parecía encogido, carcomido por los remordimientos.
Mamoru bajó con tranquilidad la escalera y aun así tuvo que sentarse una vez para tomar aliento. Para cuando salió del edificio, la nieve caía con muchísima fuerza. Tanto su chaqueta como sus pantalones no tardaron en teñirse de blanco. Pensó que no estaría mal quedarse allí plantado para siempre, como un muñeco de nieve.
Sin embargo, emprendió la marcha. Contemplaba las huellas que dejaba sobre la nieve a medida que avanzaba. Se había dado por vencido antes de coronar la cima.
Encontró una cabina telefónica, marcó un número y dejó que sonara. ¿Se encontraría Harasawa demasiado débil como para coger el teléfono?
– ¿Sí? -respondió, por fin, una voz afónica.
– Soy yo.
Siguió un largo silencio.
– ¿Oye? ¿Puedes oírme? Esta noche no tenemos niebla, sino nieve. -A Mamoru empezó a temblarle la barbilla-. ¿Me oyes? Está nevando. No pude hacerlo. Creí que sería capaz, pero fracasé. ¿Lo entiendes? No pude hacer lo que tú hiciste. No permití que Yoshitake muriese. -La nieve que le cubría el pómulo comenzó a derretirse y a caerle por la mejilla-. No pude matarlo… No pude matar al hombre que asesinó a mi padre. ¡Tiene gracia!
Mamoru se echó a reír mientras golpeaba el interior de la cabina telefónica con el puño. No podía parar.
– ¡Eres un hombre muy perspicaz! Loco de remate, pero hiciste lo que consideraste correcto. Yo ni siquiera sé discernir lo que está bien de lo que está mal. No quiero saber nada más de este asunto. Habría preferido permanecer al margen de todo. Hijo de puta, ¡ojalá te hubiese matado a ti!
Fuera, la nieve se había vuelto ventisca y arremetía con fuerza contra la cabina telefónica, rugiendo. Mamoru apoyó el auricular sobre su cabeza y cerró los ojos.
– Adiós, chico -dijo la voz. Y entonces, se oyó un suave clic, como si el anciano hubiese colgado el teléfono con suma delicadeza.
En el largo viaje de vuelta a casa, Mamoru tuvo un nebuloso sueño. Se había transformado en un mago que zarandeaba su varita mágica en un intento por atraer a un conejo que no tenía intención de aparecer.
Era el sueño de un viejo loco y decrépito.
En cuanto Mamoru entró por la puerta de su casa, se desplomó. Su familia lo instaló en su cama, donde permaneció diez días.
Tenía neumonía, y el médico recomendó la hospitalización inmediata. A una fiebre muy alta se le sumaba el profundo sueño en el que quedó atrapado. De vez en cuando, mascullaba algo y se removía, pero ninguno de los Asano comprendía sus palabras.
No estaba inconsciente del todo. Tenía una vaga impresión de lo que sucedía a su alrededor y podía distinguir las diferentes caras que emergían en su campo de visión. Reconoció a Taizo y a Yoriko, y a Maki que le palpaba la frente. A veces, estaba seguro de que su madre se sentaba junto a él, y en cuanto tenía esa sensación, intentaba incorporarse.