No vio la cara de su padre. Intentó con todas sus fuerzas recordarla, pero no lo logró. Cuando estaba despierto, escuchaba las conversaciones entre Yoriko y Maki.
– ¿Por qué haría algo tan estúpido? Ni siquiera se llevó un paraguas y con esta nevada…
Maki, sentada a su lado, le miraba a la cara.
– ¿Mamá? -dijo con tono sosegado-. ¿Alguna vez has tenido la sensación de que nos oculta algo?
Yoriko se tomó su tiempo para contestar.
– Pues ahora que lo mencionas…
– A menudo me pregunto por qué, pero no logro dar con una respuesta. No tengo ni idea de qué puede tratarse.
– Yo tampoco.
– He llegado a la conclusión de que nos oculta algo que, quizás, sea mejor no mencionar. Ha decido no contarnos lo que quiera que sea por nuestro bien, y se lo ha guardado para sí mismo. Me apena mucho, pero estoy segura de que esa es la explicación. He pensado, mamá -prosiguió Maki-; que quizá intenta protegernos. Así que prométeme que no le harás ninguna pregunta. Esperaremos hasta que decida contárnoslo. Es lo único que podemos hacer.
– Te lo prometo -repuso Yoriko.
Entonces, Taizo entró en la habitación.
– ¿Dónde has estado, papá?
– He salido a comprar hielo.
Cuando Mamoru empezó a recuperarse, se sucedieron varias visitas.
Anego prorrumpió en llanto en cuanto asomó por la puerta.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Mamoru con debilidad-. Me pones los pelos de punta -bromeó.
– ¡Idiota! -Ni siquiera se molestó en enjugarse la cara-. Pero dado que aún sigues con esa bocaza tuya, supongo que no vas a morirte.
– Yo no. Me moriría de vergüenza si una neumonía acabase conmigo.
– ¿Sabes qué?
– ¿Qué?
– Tenía la impresión de que te encontrabas muy lejos de aquí.
– Pues estuve aquí todo este tiempo.
– No, estabas en otra parte.
– Bueno, ya he vuelto. Y seré todo oídos cada vez que hables. Claro que con la voz tan chillona que tienes, sería imposible no hacerlo.
Cuando Yoichi Miyashita fue a verlo, Mamoru tenía un favor que pedirle.
– ¿Podrías conseguirme una copia de ese dibujo, Las musas inquietantes?
– Claro, lo recortaré de cualquier libro.
– Me encantaría tenerlo.
– Tus deseos son órdenes. -Yoichi parecía feliz, pero algo desconcertado-. Pero ¿cómo es que de repente te gusta?
– No sé si me gusta o no, pero creo que por fin ha dejado de carecer de sentido.
Cuando Takano fue a visitarlo, lo primero que hizo el chico fue preguntar por las pantallas de vídeo.
– Todavía estoy en pie de guerra y seguiré enfrentándome a los mandamases de los almacenes -contestó Takano-. Pero no es más que una batalla. Y el rumor se extiende como la pólvora entre los empleados.
– ¿Les has contado a todos el asunto de la publicidad subliminal?
– Verás, tengo que encontrar apoyo. He entrado a formar parte del sindicato. Cuando les muestre a los líderes sindicales el vídeo, se levantarán de un salto de sus sillas. Y puesto que eso casi acaba conmigo, seguro que no me falta fuerza de persuasión.
»Tienes que recuperarte pronto, todos te esperamos. Sato se muere por contarte su último viaje al desierto. Algo sobre que el viento es un ente viviente…
La mente de Mamoru se asemejaba al péndulo de un reloj antiguo en su perpetuo balanceo. No podía pensar en otra cosa que no fuese en Yoshitake o Harasawa. Quería poder dejar la mente en blanco.
A finales de febrero, la zona de Kanto se vio sorprendida por otra fuerte nevada.
Esa misma mañana, en cuanto Taizo vio a Mamoru y a Maki marcharse de casa, les dijo que ojalá tuviese aún su licencia para llevarles él mismo a la oficina y al instituto.
Taizo renunció a su puesto en Shin Nippon y se reincorporó a Tokai Taxis. Pretendía empezar a conducir en cuanto le restituyeran su carné. La muerte de Yoko Sugano supuso un golpe tan duro para él que necesito algo mucho más fuerte para volver a querer conducir un automóvil.
Y ese algo le llegó bajo la forma de una carta.
Con una caligrafía hermosa, fue remitida por la mujer que Taizo había llevado en su taxi la noche del accidente. La misma a la que, pese a estar ya fuera de servicio, recogió en esa urbanización.
Ella quería llegar cuanto antes al aeropuerto para tomar el primer avión que saliese hacia el país donde se encontraba su marido, el cual acababa de sufrir un infarto. Cuando finalmente llegó al hospital, el médico le dijo que no podían hacer nada para salvarlo. La última esperanza, añadió este, lo único que tal vez podía traerle de vuelta a la vida, era escucharla decir su nombre.
La mujer tomó a su marido de la mano y pronunció su nombre con todo el amor que encerraba su corazón. Le dijo una y otra vez que estaba a su lado y no se apartaría de él hasta que volviese en sí. Su marido la escuchó y respondió. No tardó en recuperarse.
De no llegar al hospital cuando lo hice, de no haberme recogido usted en su taxi, habría llegado al aeropuerto más tarde y me habría visto obligada a tomar el siguiente vuelo. Jamás habría conseguido traer de vuelta a mi marido.
Le escribo esta carta para darle las gracias. Por favor, no abandone nunca su trabajo porque hay personas que realmente lo necesitan. Señor Asano, en su taxi, usted trajo consigo la vida de mi marido.
La misiva permitió a Taizo izar y hacer ondear de nuevo la bandera de su dignidad que, hasta ese momento, se había quedado estancada a media asta.
Llegó el mes de marzo sin ninguna noticia de la supuesta confesión de Harasawa.
Pese a la preocupación que mostró la familia Asano, Mamoru hizo un viaje a Hirakawa el primer fin de semana del mes. Quería averiguar qué había sido de su padre esa mañana de hacía doce años.
Las flores de los ciruelos empezaban a abrirse en Hirakawa, y las cimas de las montañas seguían cubiertas por un manto de nieve. Mamoru empezó su búsqueda en la biblioteca de la ciudad, donde sacó prestado un mapa de la época. Con el dedo, trazó el camino que había recorrido su padre entonces y, por extrapolación, averiguó sus intenciones antes de que ese coche sellara su destino.
Aún quedaba nieve en la colina que custodiaba el cementerio público donde descansaban los restos de Keiko Kusaka y de Gramps.
– Ya sé hacia dónde se dirigía papá -les informó Mamoru a sus seres queridos.
Doce años atrás, había un pequeño edificio a los pies de esa misma montaña. La carretera por la que Toshio caminaba no era sino un atajo para llegar hasta allí. Y se marchó tan temprano para no provocar confusión alguna en su trabajo. Ese edificio no era otro que la comisaría de policía. La comisaría de la prefectura de Hirakawa.
«Iba a entregarse por el delito de malversación.»
En el expreso de vuelta a Tokio, Mamoru entendía por fin lo que Gramps había querido decirle. «Tu padre no era malo sino débil. Todos ocultamos en nuestro interior esa debilidad. Tú también. Y cuando te des cuenta de que está ahí, entenderás lo que hizo tu padre».
Su padre fue débil, pero no cobarde. Intentó enmendar todo el daño que había causado al apropiarse de algo que no le pertenecía. Con esa conclusión se quedaba el chico.
«Hice lo correcto. Papá, ¿crees que hice lo correcto? No maté a Yoshitake. No pude. Sí. Eso fue lo correcto.»
La confesión de Harasawa llegó a manos de la policía a finales del mes de marzo. Causó gran sensación e incluso sorprendió a Mamoru que ya lo había dado por imposible. La policía, entre la desenfrenada expectación de los periodistas y todos los vecinos, procedió al registro del apartamento del asesino confeso.
Las fotografías de las cuatro mujeres fueron mostradas en periódicos y revistas, y encabezaron los titulares de programas sensacionalistas en televisión.