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– Sí, sonriendo: a mí no se me engaña tan fácilmente. Me fijo mucho en los detalles.

– ¿En qué detalles te has fijado? -preguntó.

– Quedaba algo en tu cara. Rastros de una sonrisa.

– ¿Y de qué podía sonreír? -volvió a decir con dureza.

– De mi ingenuidad, de mi pregunta si me querías verdaderamente o como a un chico, qué sé yo… Pero habías estado sonriendo. De eso no tengo ninguna duda.

María se levantó de golpe.

– ¿Qué pasa? -pregunté asombrado.

– Me voy -repuso secamente. Me levanté como un resorte.

– ¿Cómo, que te vas?

– Sí, me voy.

– ¿Cómo, que te vas? ¿Por qué?

No respondió. Casi la sacudí con los dos brazos.

– ¿Por qué te vas?

– Temo que tampoco vos me entiendas. Me dio rabia.

– ¿Cómo? Te pregunto algo que para mí es cosa de vida o muerte, en vez de responderme sonreís y además te enojas. Claro que es para no entenderte.

– Imaginas que he sonreído -comentó con sequedad.

– Estoy seguro.

– Pues te equivocas. Y me duele infinitamente que hayas pensado eso.

No sabía qué pensar. En rigor, yo no había visto la sonrisa sino algo así como un rastro en una cara ya seria.

– No sé, María, perdóname -dije abatido-. Pero tuve la seguridad de que habías sonreído.

Me quedé en silencio; estaba muy abatido. Al rato sentí que su mano tomaba mi brazo con ternura. Oí en seguida su voz, ahora débil y dolorida:

– ¿Pero cómo pudiste pensarlo?

– No sé, no sé -repuse casi llorando. Me hizo sentar nuevamente y me acarició la cabeza como lo había hecho al comienzo.

– Te advertí que te haría mucho mal -me dijo al cabo de unos instantes de silencio-. Ya ves como tenía razón.

– Ha sido culpa mía -respondí.

– No, quizá ha sido culpa mía -comentó pensativamente, como si hablase consigo misma. "Qué extraño", pensé.

– ¿Qué es lo extraño? -preguntó María.

Me quedé asombrado y hasta pensé (muchos días después) que era capaz de leer los pensamientos. Hoy mismo no estoy seguro de que yo haya dicho aquellas palabras en voz alta, sin darme cuenta.

– ¿Qué es lo extraño? -volvió a preguntarme, porque yo, en mi asombro, no había respondido.

– Qué extraño lo de tu edad.

– ¿De mi edad?

– Sí, de tu edad. ¿Qué edad tenés? Rió.

– ¿Qué edad crees que tengo?

– Eso es precisamente lo extraño -respondí-. La primera vez que te vi me pareciste una muchacha de unos veintiséis años.

– ¿Y ahora?

– No, no. Ya al comienzo estaba perplejo, porque algo no físico me hacía pensar…

– ¿Qué te hacía pensar?

– Me hacía pensar en muchos años. A veces siento como si yo fuera un niño a tu lado.

– ¿Qué edad tenés vos?

– Treinta y ocho años.

– Sos muy joven, realmente.

Me quedé perplejo. No porque creyera que mi edad fuese excesiva sino porque, a pesar de todo, yo debía de tener muchos más años que ella; porque, de cualquier modo, no era posible que tuviese más de veintiséis años.

– Muy joven -repitió, adivinando quizá mi asombro.

– Y vos, ¿qué edad tenés? -insistí.

– ¿Qué importancia tiene eso? -respondió seriamente.

– ¿Y por qué has preguntado mi edad? -dije, casi irritado.

– Esta conversación es absurda -replicó-. Todo esto es una tontería. Me asombra que te preocupes de cosas así.

¿Yo preocupándome de cosas así? ¿Nosotros teniendo semejante conversación? En verdad ¿cómo podía pasar todo eso? Estaba tan perplejo que había olvidado la causa de la pregunta inicial. No, mejor dicho, no había investigado la causa de la pregunta inicial. Sólo en mi casa, horas después, llegué a darme cuenta del significado profundo de esta conversación aparentemente tan trivial.

XVI

durante más de un mes nos vimos casi todos los días. No quiero rememorar en detalle todo lo que sucedió en ese tiempo a la vez maravilloso y horrible. Hubo demasiadas cosas tristes para que desee rehacerlas en el recuerdo.

María comenzó a venir al taller. La escena de los fósforos, con pequeñas variaciones, se había reproducido dos o tres veces y yo vivía obsesionado con la idea de que su amor era, en el mejor dé los casos, amor de madre o de hermana. De modo que la unión física se me aparecía como una garantía de verdadero amor.

Diré desde ahora que esa idea fue una de las tantas ingenuidades mías, una de esas ingenuidades que seguramente hacían sonreír a María a mis espaldas. Lejos de tranquilizarme, el amor físico me perturbó más, trajo nuevas y torturantes dudas, dolorosas escenas de incomprensión, crueles experimentos con María. Las horas que pasamos en el taller son horas que nunca olvidaré. Mis sentimientos, durante todo ese período, oscilaron entre el amor más puro y el odio más desenfrenado, ante las contradicciones y las inexplicables actitudes de María; de pronto me acometía la duda de que todo era fingido. Por momentos parecía una adolescente púdica y de pronto se me ocurría que era una mujer cualquiera, y entonces un largo cortejo de dudas desfilaba por mi mente: ¿dónde? ¿cómo? ¿quiénes? ¿cuándo?

En tales ocasiones, no podía evitar la idea de que María representaba la más sutil y atroz de las comedias y de que yo era, entre sus manos, como un ingenuo chiquillo al que se engaña con cuentos fáciles para que coma o duerma. A veces me acometía un frenético pudor, corría a vestirme y luego me lanzaba a la calle, a tomar fresco y a rumiar mis dudas y aprensiones. Otros días, en cambio, mi reacción era positiva y brutaclass="underline" me echaba sobre ella, le agarraba los brazos como con tenazas, se los retorcía y le clavaba la mirada en sus ojos, tratando de forzarle garantías de amor, de verdadero amor.

Pero nada de todo esto es exactamente lo que quiero decir. Debo confesar que yo mismo no sé lo que quiero decir con eso del "amor verdadero", y lo curioso es que, aunque empleé muchas veces esa expresión en los interrogatorios, nunca hasta hoy me puse a analizar a fondo su sentido. ¿ Qué quería decir? ¿Un amor que incluyera la pasión física? Quizá la buscaba en mi desesperación de comunicarme más firmemente con María. Yo tenía la certeza de que, en ciertas ocasiones, lográbamos comunicarnos, pero en forma tan sutil, tan pasajera, tan tenue, que luego quedaba más desesperadamente solo que antes, con esa imprecisa insatisfacción que experimentamos al querer reconstruir ciertos amores de un sueño. Sé que, de pronto, lográbamos algunos momentos de comunión. Y el estar juntos atenuaba la melancolía que siempre acompaña a esas sensaciones, seguramente causada por la esencial incomunicabilidad de esas fugaces bellezas. Bastaba que nos miráramos para saber que estábamos pensando o, mejor dicho, sintiendo lo mismo.

Claro que pagábamos cruelmente esos instantes, porque todo lo que sucedía después parecía grosero o torpe. Cualquier cosa que hiciéramos (hablar, tomar café) era doloroso, pues señalaba hasta qué punto eran fugaces esos instantes de comunidad. Y, lo que era mucho peor, causaban nuevos distanciamientos porque yo la forzaba, en la desesperación de consolidar de algún modo esa fusión, a unirnos corporalmente; sólo lográbamos confirmar la imposibilidad de prolongarla o consolidarla mediante un acto material. Pero ella agravaba las cosas porque, quizá en su deseo de borrarme esa idea fija, aparentaba sentir un verdadero y casi increíble placer; y entonces venían las escenas de vestirme rápidamente y huir a la calle, o de apretarle brutalmente los brazos y querer forzarle confesiones sobre la veracidad de sus sentimientos y sensaciones. Y todo era tan atroz que cuando ella intuía que nos acercábamos al amor físico, trataba de rehuirlo. Al final había llegado a un completo escepticismo y trataba de hacerme comprender que no solamente era inútil para nuestro amor sino hasta pernicioso.