Con esta actitud sólo lograba aumentar mis dudas acerca de la naturaleza de su amor, puesto que yo me preguntaba si ella no habría estado haciendo la comedia y entonces poder ella argüir que el vínculo físico era pernicioso y de ese modo evitarlo en el futuro; siendo la verdad que lo detestaba desde el comienzo y, por lo tanto, que era fingido su placer. Naturalmente, sobrevenían otras peleas y era inútil que ella tratara de convencerme: sólo conseguía enloquecerme con nuevas y más sutiles dudas, y así recomenzaban nuevos y más complicados interrogatorios.
Lo que más me indignaba, ante el hipotético engaño, era el haberme entregado a ella completamente indefenso, como una criatura.
– Si alguna vez sospecho que me has engañado -le decía con rabia- te mataré como a un perro.
Le retorcía los brazos y la miraba fijamente en los ojos, por si podía advertir algún indicio, algún brillo sospechoso, algún fugaz destello de ironía. Pero en esas ocasiones me miraba asustada como un niño, o tristemente, con resignación, mientras comenzaba a vestirse en silencio.
Un día la discusión fue más violenta que de costumbre y llegué a gritarle puta. María quedó muda y paralizada. Luego, lentamente, en silencio, fue a vestirse detrás del biombo de las modelos; y cuando yo, después de luchar entre mi odio y mi arrepentimiento, corrí a pedirle perdón, vi que su rostro estaba empapado en lágrimas. No supe qué hacer: la besé tiernamente en los ojos, le pedí perdón con humildad, lloré ante ella, me acusé de ser un monstruo cruel, injusto y vengativo. Y eso duró mientras ella mostró algún resto de desconsucio, pero apenas se calmó y comenzó a sonreír con felicidad, empezó a parecerme poco natural que ella no siguiera triste: podía tranquilizarse, pero era sumamente sospechoso que se entregase a la alegría después de haberle gritado una palabra semejante y comenzó a parecerme que cualquier mujer debe sentirse humillada al ser calificada así, hasta las propias prostitutas, pero ninguna mujer podría volver tan pronto a la alegría, a menos de haber cierta verdad en aquella calificación.
Escenas semejantes se repetían casi todos los días. A veces terminaban en una calma relativa y salíamos a caminar por la Plaza Francia como dos adolescentes enamorados. Pero esos momentos de ternura se fueron haciendo más raros y cortos, como inestables momentos de sol en un cielo cada vez más tempestuoso y sombrío. Mis dudas y mis interrogatorios fueron envolviéndolo todo, como una liana que fuera enredando y ahogando los árboles de un parque en una monstruosa trama.
XVII
MIS interrogatorios, cada día más frecuentes y retorcidos, eran a propósito de sus silencios, sus miradas, sus palabras perdidas, algún viaje a la estancia, sus amores. Una vez le pregunté por qué se hacía llamar "señorita Iribarne", en vez de "señora de Allende". Sonrió y me dijo:
– ¡Qué niño sos! ¿Qué importancia puede tener eso?
– Para mí tiene mucha importancia -respondí examinando sus ojos.
– Es una costumbre de familia -me respondió, abandonando la sonrisa.
– Sin embargo -aduje-, la primera vez que hablé a tu casa y pregunté por la "señorita Iribarne" la mucama vaciló un instante antes de responderme.
– Te habrá parecido.
– Puede ser. Pero ¿por qué no me corrigió?
María volvió a sonreír, esta vez con mayor intensidad.
– Te acabo de explicar -dijo- que es costumbre nuestra, de manera que la mucama también lo sabe. Todos me llaman María Iribarne.
– María Iribarne me parece natural, pero menos natural me parece que la mucama se extrañe tan poco cuando te llaman "señorita".
– Ah… no me di cuenta de que era eso lo que te sorprendía. Bueno, no es lo acostumbrado y quizá eso explica la vacilación de la mucama.
Se quedó pensativa, como si por primera vez advirtiese el problema.
– Y sin embargo no me corrigió -insistí.
– ¿Quién? -preguntó ella, como volviendo a la conciencia.
– La mucama. No me corrigió lo de señorita.
– Pero, Juan Pablo, todo eso no tiene absolutamente ninguna importancia y no sé qué querés demostrar.
– Quiero demostrar que probablemente no era la primera vez que se te llamaba señorita. La primera vez la mucama habría corregido.
María se echó a reír.
– Sos completamente fantástico -dijo casi con alegría, acariciándome con ternura. Permanecí serio.
– Además -proseguí-, cuando me atendiste por primera vez tu voz era neutra, casi oficinesca, hasta que cerraste la puerta. Luego seguiste hablando con voz tierna. ¿ Por qué ese cambio?
– Pero, Juan Pablo -respondió, poniéndose seria-, ¿ cómo podía hablarte así delante de la mucama?
– Sí, eso es razonable; pero dijiste: "cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme". Esa frase no podía referirse a mí, puesto que era la primera vez que te hablaba. Tampoco se podía referir a Hunter, puesto que lo podes ver cuantas veces quieras en!a estancia. Me parece evidente que debe de haber otras personas que te hablan o que te hablaban. ¿No es así?
María me miró con tristeza.
– En vez de mirarme con tristeza podrías contestar -comenté con irritación.
– Pero, Juan Pablo, todo lo que estás diciendo es una puerilidad. Claro que hablan otras personas: primos, amigos de la familia, mi madre, qué sé yo…
– Pero me parece que para conversaciones de ese tipo no hay necesidad de esconderse.
– ¡ Y quién te autoriza a decir que yo me escondo! -respondió con violencia.
– No te excites. Vos misma me has hablado en una oportunidad de un tal Richard, que no era ni primo, ni amigo de la familia, ni tu madre.
María quedó muy abatida.
– Pobre Richard -comentó dulcemente.
– ¿Por qué pobre?
– Sabes bien que se suicidó y que en cierto modo yo tengo algo de culpa. Me escribía canas terribles, pero nunca pude hacer nada por él. Pobre, pobre Richard.
– Me gustaría que me mostrases alguna de esas cartas.
– ¿Para qué, si ya ha muerto?
– No importa, me gustaría lo mismo.
– Las quemé todas.
– Podías haber dicho de entrada que las habías quemado. En cambio me dijiste "¿para qué, si ya ha muerto?" Siempre lo mismo. Además ¿por qué las quemaste, si es que verdaderamente lo has hecho? La otra vez me confesaste que guardas todas tus cartas de amor. Las cartas de ese Richard debían de ser muy comprometedoras para que hayas hecho eso. ¿ O no?
– No las quemé porque fueran comprometedoras, sino porque eran tristes. Me deprimían.
– ¿Por qué te deprimían?
– No sé… Richard era un hombre depresivo. Se parecía mucho a vos.
– ¿Estuviste enamorada de él?
– Por favor…
– ¿Por favor qué?
– Pero no, Juan Pablo. Tenés cada idea…
– No veo que sea descabellada. Se enamora, te escribe cartas tan tremendas que juzgas mejor quemarlas, se suicida y pensás que mi idea es descabellada. ¿Por qué?
– Porque a pesar de todo nunca estuve enamorada de él.
– ¿Porqué no?
– No sé, verdaderamente. Quizá porque no era mi tipo.
– Dijiste que se parecía a mí.
– Por Dios, quise decir que se parecía a vos en cierto sentido, pero no que fuera idéntico. Era un hombre incapaz de crear nada, era destructivo, tenía una inteligencia mortal, era un nihilista. Algo así como tu parte negativa.
– Está bien. Pero sigo sin comprender la necesidad de quemar las cartas.
– Te repito que las quemé porque me deprimían.
– Pero podías tenerlas guardadas sin leerlas. Eso sólo prueba que las releíste hasta quemarlas. Y si las releías sería por algo, por algo que debería atraerte en él.
– Yo no he dicho que no me atrajese.