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XXII

como dije, cuando desperté estaba en medio de la habitación, de pie, bañado en un sudor frío.

Miré el reloj: eran las diez de la mañana. Corrí al teléfono. Me dijeron que se había ido a la estancia. Quedé anonadado. Durante largo tiempo permanecí echado en la cama, sin decidirme a nada, hasta que resolví escribirle una carta.

No recuerdo ahora las palabras exactas de aquella carta, que era muy larga, pero más o menos le decía que me perdonase, que yo era una basura, que no merecía su amor, que estaba condenado, con justicia, a morir en la soledad más absoluta.

Pasaron días atroces, sin que llegara respuesta. Le envié una segunda carta y luego una tercera y una cuarta, diciendo siempre lo mismo, pero cada vez con mayor desolación. En la última, decidí relatarle todo lo que había pasado aquella noche que siguió a nuestra separación. No escatimé detalle ni bajeza, como tampoco dejé de confesarle la tentación de suicidio. Me dio vergüenza usar eso como arma, pero la usé. Debo agregar que mientras describía mis actos más bajos y la desesperación de mi soledad en la noche, frente a su casa de la calle Posadas, sentía ternura para conmigo mismo y hasta lloré de compasión. Tenía muchas esperanzas de que María sintiese algo parecido al leer la carta y con esa esperanza me puse bastante alegre. Cuando despaché la carta, certificada, estaba francamente optimista.

A vuelta de correo llegó una carta de María, llena de ternura. Sentí que algo de nuestros primeros instantes de amor volvería a reproducirse, si no con la maravillosa transparencia original, al menos con algunos de sus atributos esenciales, así como un rey es siempre un rey, aunque vasallos infieles y pérfidos lo hayan momentáneamente traicionado y enlodado. Quería que fuera a la estancia. Como un loco, preparé una valija, una caja de pinturas y corrí a la estación Constitución.

XXIII

la estación Allende es una de esas estaciones de campo con unos cuantos paisanos, un jefe en mangas de camisa, una volanta y unos tarros de leche.

Me irritaron dos hechos: la ausencia de María y la presencia de un chofer.

Apenas descendí, se me acercó y me preguntó:

– ¿ Usted es el señor Castel?

– No -respondí serenamente-. No soy el señor Castel.

En seguida pensé que iba a ser difícil esperar en la estación el tren de vuelta; podría tardar medio día o cosa así. Resolví, con malhumor, reconocer mi identidad.

– Sí -agregué, casi inmediatamente-, soy el señor Castel.

El chofer me miró con asombro.

– Tome -le dije, entregándole mi valija y mi caja de pintura.

Caminamos hasta el auto.

– La señora María ha tenido una indisposición -me explicó el hombre.

"¡Una indisposición!", murmuré con sorna. ¡Cómo conocía esos subterfugios! Nuevamente me acometió la idea de volverme a Buenos Aires, pero ahora, además de la espera del tren había otro hecho: la necesidad de convencer al chofer de que yo no era, efectivamente, Castel o, quizá, la necesidad de convencerlo de que, si bien era el señor Castel, no era loco. Medité rápidamente en las diferentes posibilidades que se me presentaban y llegué a la conclusión de que, en cualquier caso, sería difícil convencer al chofer. Decidí dejarme arrastrar a la estancia. Además, ¿qué pasaría en caso de volverme? Era fácil de prever porque sería la repetición de muchas situaciones anteriores: me quedaría con mi rabia, aumentada por la imposibilidad de descargarla en María, sufriría horriblemente por no verla, no podría trabajar, y todo en honor a una hipotética mortificación de María. Y digo hipotética porque jamás pude comprobar si verdaderamente la mortificaban esa clase de represalias.

Hunter tenía cierto parecido con Allende (creo haber dicho ya que son primos); era alto, moreno, más bien flaco; pero de mirada escurridiza. "Este hombre es un abúlico y un hipócrita", pensé. Este pensamiento me alegró (al menos así lo creí en ese instante).

Me recibió con una cortesía irónica y me presentó a una mujer flaca que fumaba con una boquilla larguísima. Tenía acento parisiense, se llamaba Mimí Allende, era malvada y miope.

¿Pero dónde diablos se habría metido María? ¿Estaría indispuesta de verdad, entonces? Yo estaba tan ansioso que me había olvidado casi de la presencia de esos entes. Pero al recordar de pronto mi situación, me di bruscamente vuelta, en dirección a Hunter, para controlarlo. Es un método que da excelentes resultados con individuos de este género.

Hunter estaba escrutándome con ojos irónicos, que trató de cambiar instantáneamente.

– María tuvo una indisposición y se ha recostado -dijo-. Pero creo que bajará pronto.

Me maldije mentalmente por distraerme: con aquella gente era necesario estar en constante guardia; además, tenía el firme propósito de levantar un censo de sus formas de pensar, de sus chistes, de sus reacciones, de sus sentimientos: todo me era de gran utilidad con María. Me dispuse, pues, a escuchar y ver y traté de hacerlo en el mejor estado de ánimo posible. Volví a pensar que me alegraba el aspecto de general hipocresía de Hunter y la flaca. Sin embargo, mi estado de ánimo era sombrío.

– Así que usted es pintor -dijo la mujer miope, mirándome con los ojos semicerrados, como se hace cuando hay viento con tierra. Ese gesto, provocado seguramente por su deseo de mejorar la miopía sin anteojos (como si con anteojos pudiera ser más fea) aumentaba su aire de insolencia e hipocresía.

– Sí, señora -respondí con rabia. Tenía la certeza de que era señorita.

– Castel es un magnífico pintor -explicó el otro.

Después agregó una serie de idioteces a manera de elogio, repitiendo esas pavadas que los críticos escribían sobre mí cada vez que había una exposición: "sólido", etcétera. No puedo negar que al repetir esos lugares comunes revelaba cierto sentido del humor. Vi que Mimí volvía a examinarme con los ojitos semicerrados y me puse bastante nervioso, pensando que hablaría de mí. Aún no la conocía bien.

– ¿Qué pintores prefiere? -me preguntó como quien está tomando examen.

No, ahora que recuerdo, eso me lo preguntó después que bajamos. Apenas me presentó a esa mujer, que estaba sentada en el jardín, cerca de una mesa donde se habían puesto las cosas para el té, Hunter me llevó adentro, a la pieza que me habían destinado. Mientras subíamos (la casa tenía dos pisos) me explicó que la casa, con algunas mejoras, era casi la misma que había construido el abuelo en el viejo casco de la estancia del bisabuelo. "¿Y a mí qué me importa?", pensaba yo. Era evidente que el tipo quería mostrarse sencillo y franco, aunque ignoro con qué objeto. Mientras él decía algo de un reloj de sol o de algo con sol, yo pensaba que María quizá debía estar en alguna de las habitaciones de arriba. Quizá por mi cara escrutadora, Hunter me dijo: