– Acá hay varios dormitorios. En realidad la casa es bastante cómoda, aunque está hecha con un criterio muy gracioso.
Recordé que Hunter era arquitecto. Habría que ver qué entendía por construcciones no graciosas.
– Este es el viejo dormitorio del abuelo y ahora lo ocupo yo -me explicó señalando el del medio, que estaba frente a la escalera.
Después me abrió la puerta de un dormitorio.
– Este es su cuarto -explicó.
Me dejó solo en la pieza y dijo que me esperaría abajo para el té. Apenas quedé solo, mi corazón comenzó a latir con fuerza pues pensé que María podría estar en cualquiera de esos dormitorios, quizá en el cuarto de al lado. Parado en medio de la pieza, no sabía qué hacer. Tuve una idea: me acerqué a la pared que daba al otro dormitorio (no al de Hunter) y golpeé suavemente con mi puño. Esperé respuesta, pero no me contestó. Salí al corredor, miré si no había nadie, me acerqué a la puerta de al lado y mientras sentía una gran agitación levanté el puño para golpear. No tuve valor y volví casi corriendo a mi cuarto. Después decidí bajar al jardín. Estaba muy desorientado.
XXIV
fue una vez en la mesa que la flaca me preguntó a qué pintores prefería. Cité torpemente algunos nombres: Van Gogh, el Greco. Me miró con ironía y dijo, como para sí:
– Tiens. Después agregó:
– A mí me disgusta la gente demasiado grande. Te diré -prosiguió dirigiéndose a Hunter- que esos tipos como Miguel Ángel o el Greco me molestan. ¡ Es tan agresiva la grandeza y el dramatismo! ¿No crees que es casi mala educación? Yo creo que el artista debería imponerse el deber de no llamar jamás la atención. Me indignan los excesos de dramatismo y de originalidad. Fíjate que ser original es en cierto modo estar poniendo de manifiesto la mediocridad de los demás, lo que me parece de gusto muy dudoso. Creo que si yo pintase o escribiese haría cosas que no llamasen la atención en ningún momento.
– No lo pongo en duda -comentó Hunter con malignidad.
Después agregó:
– Estoy seguro de que no te gustaría escribir, por ejemplo, Los hermanos Karamazov.
– Quelle horreur! -exclamó Mimí, dirigiendo los ojitos hacia el cielo. Después completó su pensamiento-: Todos parecen nouveaux-riches de la conciencia, incluso ese moine ¿cómo se llama?… Zozime.
– ¿Por qué no decís Zózimo, Mimí? A menos que te decidas a decirlo en ruso.
– Ya empiezas con tus tonterías puristas. Ya sabes que los nombres rusos pueden decirse de muchas maneras. Como decía aquel personaje de una farce: "Tolstói o Tolstuá, que de las dos maneras se puede y se debe decir."
– Será por eso -comentó Hunter- que en una traducción española que acabo de leer (directa del ruso, según la editorial) ponen Tolstoi con diéresis en la /'.
– Ay, me encantan esas cosas -comentó alegremente Mimí-. Yo leí una vez una traducción francesa de Tchékhov donde te encontrabas, por ejemplo, con una palabra como ichvochnik. (o algo por el estilo) y había una llamada. Te ibas al pie de la página y te encontrabas con que significaba, pongo por caso, porteur. Imagínate que en esc caso no se explica uno por qué no ponen en ruso también palabras como malgré o avant. ¿No te parece? Te diré que las cosas de los traductores me encantan, sobre todo cuando son novelas rusas. ¿Usted aguanta una novela rusa?
Esta última pregunta la dirigió imprevistamente a mí, pero no esperó respuesta y siguió diciendo, mirando de nuevo a Hunter:
– Fíjate que nunca he podido acabar una novela rusa. Son tan trabajosas… Aparecen millares de tipos y al final resulta que no son más que cuatro o cinco. Pero claro, cuando te empiezas a orientar con un señor que se llama Alexandre, luego resulta que se llama Sacha y luego Sachka y luego Sa-chenka, y de pronto algo grandioso como Alexandre Alexan-drovitch Bunine y más tarde es simplemente Alexandre Ale-xandrovitch. Apenas te has orientado, ya te despistan nuevamente. Es cosa de no acabar: cada personaje parece una familia. No me vas a decir que no es agotador, mismo para ti.
– Te vuelvo a repetir, Mimí, que no hay motivos para que digas los nombres rusos en francés. ¿Por qué en vez de decir Tchékhov no decís Chéjov, que se parece más al original? Además, ese "mismo" es un horrendo galicismo.
– Por favor -suplicó Mimí-, no te pongas tan aburrido, Luisito. ¿Cuándo aprenderás a disimular tus conocimientos? Eres tan abrumador, tan épuisant… ¿no le parece? -concluyó de pronto, dirigiéndose a mí.
– Sí -respondí casi sin darme cuenta de lo que decía.
Hunter me miró con ironía.
Yo estaba horriblemente triste. Después dicen que soy impaciente. Todavía hoy me admira que haya oído con tanta atención todas esas idioteces y, sobre todo, que las recuerde con tanta fidelidad. Lo curioso es que mientras las oía trataba de alegrarme haciéndome esta reflexión: "Esta gente es frívola, superficial. Gente así no puede producir en María más que un sentimiento de soledad. gente así no puede ser rival." Y sin embargo no lograba ponerme alegre. Sentía que en lo más profundo alguien me recomendaba tristeza. Y al no poder darme cuenta de la raíz de esta tristeza me ponía malhumorado, nervioso; por más que trataba de calmarme prometiéndome examinar el fenómeno cuando estuviese solo. Pensé, también, que la causa de la tristeza podía ser la ausencia de María, pero me di cuenta de que esa ausencia más me irritaba que entristecía. No era eso.
Ahora estaban hablando de novelas policiales: oí de pronto que la mujer preguntaba a Hunter si había leído la ultima novela del Séptimo círculo.
– ¿Para qué? -respondió Hunter-. Todas las novelas policiales son iguales. Una por año, está bien. Pero una por semana me parece demostrar poca imaginación en el lector.
Mimí se indignó. Quiero decir, simuló que se indignaba.
– No digas tonterías -dijo-. Son la única clase de novela que puedo leer ahora. Te diré que me encantan. Todo tan complicado y detectives tan maravillosos que saben de todo: arte de la época de Ming, grafología, teoría de Einstein, baseball, arqueología, quiromancia, economía política, estadísticas de la cría de conejos en la India. Y después son tan infalibles que da gusto. ¿No es cierto? -preguntó dirigiéndose nuevamente a mí.
Me tomó tan inesperadamente que no supe que responder.
– Sí, es cierto -dije, por decir algo.
Hunter volvió a mirarme con ironía.
– Le diré a Georgie que las novelas policiales te revientan -agregó Mimí, mirando a Hunter con severidad.
– Yo no he dicho que me revienten: he dicho que me parecen todas semejantes.
– De cualquier manera se lo diré a Georgie. Menos mal que no todo el mundo tiene tu pedantería. Al señor Castel, por ejemplo, le gustan ¿no es cierto?
– ¿A mí? -pregunté horrorizado.
– Claro -prosiguió Mimí, sin esperar mi respuesta y volviendo la vista nuevamente hacia Hunter- que si todo el mundo fuera tan savant como tú no se podría ni vivir. Estoy segura que ya debes tener toda una teoría sobre la novela policial.
– Así es -aceptó Hunter, sonriendo.
– ¿No le decía? -comentó Mimí con severidad, dirigiéndose de nuevo a mí y como poniéndome de testigo-. No, si yo a éste lo conozco bien. A ver, no tengas ningún escrúpulo en lucirte. Te debes estar muriendo de las ganas de explicarla.