Me saludó con una expresión muy medida, como queriendo probar ante los dos primos que entre nosotros no había más que una simple amistad. Recordé, con un malestar de ridículo, una actitud que había tenido con ella unos días antes. En uno de esos arrebatos de desesperación, le había dicho que algún día quería, al atardecer, mirar, desde una colina, las torres de San Gemignano. Me miró con fervor y me dijo: "¡Qué maravilloso, Juan Pablo!" Pero cuando le propuse que nos escapásemos esa misma noche, se espantó, su rostro se endureció y dijo, sombríamente: "No tenemos derecho a pensar en nosotros solos. El mundo es muy complicado." Le pregunté qué quería decir con eso. Me respondió, con acento aún más sombrío: "La felicidad está rodeada de dolor." La dejé bruscamente, sin saludarla. Más que nunca, sentí que jamás llegaría a unirme con ella en forma total y que debía resignarme a tener frágiles momentos de comunión, tan melancólicamente inasibles como el recuerdo de ciertos sueños, o como la felicidad de algunos pasajes musicales.
Y ahora llegaba y controlaba cada movimiento, calculaba cada palabra, cada gesto de su cara. ¡ Hasta era capaz de sonreír a esa otra mujer!
Me preguntó si había traído las manchas.
– ¡ Qué manchas! -exclamé con rabia, sabiendo que malograba alguna complicada maniobra, aunque fuera en favor nuestro.
– Las manchas que prometió mostrarme -insistió con tranquilidad absoluta-. Las manchas del puerto.
La miré con odio, pero ella mantuvo serenamente mi mirada y, por un décimo de segundo, sus ojos se hicieron blandos y parecieron decirme: "Compadéceme de todo eso." ¡Querida, querida María! ¡Cómo sufrí por ese instante de ruego y de humillación! La miré con ternura y le respondí:
– Claro que las traje. Las tengo en el dormitorio.
– Tengo mucha ansiedad por verlas -dijo, nuevamente con la frialdad de antes.
– Podemos verlas ahora mismo -comenté adivinando su idea.
Temblé ante la posibilidad de que se nos uniera Mimí. Pero María la conocía más que yo, de modo que añadió en seguida algunas palabras que impedían cualquier intento de entrometimiento:
– Volvemos pronto -dijo.
Y apenas pronunciadas, me tomó del brazo con decisión y me condujo hacia la casa. Observé fugazmente a los que quedaban y me pareció advertir un relámpago intencionado en los ojos con que Mimí miró a Hunter.
XXVI
pensaba quedarme varios días en la estancia pero sólo pasé una noche. Al día siguiente de mi llegada, apenas salió el sol, escapé a pie, con la valija y la caja. Esta actitud puede parecer una locura, pero se verá hasta qué punto estuvo justificada.
Apenas nos separamos de Hunter y Mimí, fuimos adentro, subimos a buscar las presuntas manchas y finalmente bajamos con mi caja de pintura y una carpeta de dibujos, destinada a simular las manchas. Este truco fue ideado por María.
Los primos habían desaparecido, de todos modos. María comenzó entonces a sentirse de excelente humor, y cuando caminamos a través del parque, hacia la costa, tenía verdadero entusiasmo. Era una mujer diferente de la que yo había conocido hasta ese momento, en la tristeza de la ciudad: más activa, más vital. Me pareció, también, que aparecía en ella una sensualidad desconocida para mí, una sensualidad de los colores y olores: se entusiasmaba extrañamente (extrañamente para mí, que tengo una sensualidad introspectiva, casi de pura imaginación) con el color de un tronco, de una hoja seca, de un bichito cualquiera, con la fragancia del eucalipto mezclada al olor del mar. Y lejos de producirme alegría, me entristecía y desesperanzaba, porque intuía que esa forma de María me era casi totalmente ajena y que, en cambio, de algún modo debía pertenecer a Hunter o a algún otro.
La tristeza fue aumentando gradualmente; quizá también a causa del rumor de las olas, que se hacía a cada instante más perceptible. Cuando salimos del monte y apareció ante mis ojos el cielo de aquella costa, sentí que esa tristeza era ineludible; era la misma de siempre ante la belleza, o por lo menos ante cierto género de belleza. ¿Todos sienten así o es un defecto más de mi desgraciada condición?
Nos sentamos sobre las rocas y durante mucho tiempo estuvimos en silencio, oyendo el furioso batir de las olas abajo, sintiendo en nuestros rostros las partículas de espuma que a veces alcanzaban hasta lo alto del acantilado. El cielo, tormentoso, me hizo recordar el del Tintoretto en el salvamento del sarraceno.
– Cuántas veces -dijo María- soñé compartir con vos este mar y este cielo.
Después de un tiempo, agregó:
– A veces me parece como si esta escena la hubiéramos vivido siempre juntos. Cuando vi aquella mujer solitaria de tu ventana, sentí que eras como yo y que también buscabas ciegamente a alguien, una especie de interlocutor mudo. Desde aquel día pensé constantemente en vos, te soñé muchas veces acá, en este mismo lugar donde he pasado tantas horas de mi vida. Un día hasta pensé en buscarte y confesártelo. Pero tuve miedo de equivocarme, como me había equivocado una vez, y esperé que de algún modo fueras vos el que buscara. Pero yo te ayudaba intensamente, te llamaba cada noche, y llegué a estar tan segura de encontrarte que cuando sucedió, al pie de aquel absurdo ascensor, quedé paralizada de miedo y no pude decir nada más que una torpeza. Y cuando huiste, dolorido por lo que creías una equivocación, yo corrí detrás como una loca. Después vinieron aquellos instantes de la plaza San Martín, en que creías necesario explicarme cosas, mientras yo trataba de desorientarte, vacilando entre la ansiedad de perderte para siempre y el temor de hacerte mal. Trataba de desanimarte, sin embargo, de hacerte pensar que no entendía tus medías palabras, tu mensaje cifrado.
Yo no decía nada. Herniosos sentimientos y sombrías ideas daban vueltas en mi cabeza, mientras oía su voz, su maravillosa voz. Fui cayendo en una especie de encantamiento. La caída del sol iba encendiendo una fundición gigantesca entre las nubes del poniente. Sentí que ese momento mágico no se volvería a repetir nunca. "Nunca más, nunca más", pensé, mientras empecé a experimentar el vértigo del acantilado y a pensar qué fácil sería arrastrarla al abismo, conmigo.
Oí fragmentos: "Dios mío… muchas cosas en esta eternidad que estamos juntos… cosas horribles… no sólo somos este paisaje, sino pequeños seres de carne y huesos, llenos de fealdad, de insignificancia…"
El mar se había ido transformando en un oscuro monstruo. Pronto, la oscuridad fue total y el rumor de las olas allá abajo adquirió sombría atracción: ¡Pensar que era tan fácil! Ella decía que éramos seres llenos de fealdad e insignificancia; pero, aunque yo sabía hasta qué punto era yo mismo capaz de cosas innobles, me desolaba el pensamiento de que también ella podía serlo, que seguramente lo era. ¿Cómo? -pensaba-, ¿con quiénes, cuándo? Y un sordo deseo de precipitarme sobre ella y destrozarla con las uñas y de apretar su cuello hasta ahogarla y arrojarla al mar iba creciendo en mí. De pronto oí otros fragmentos de frases: hablaba de un primo, Juan o algo así; habló de la infancia en el campo; me pareció oír algo de hechos "tormentosos y crueles", que habían pasado con ese otro primo. Me pareció que María me había estado haciendo una preciosa confesión y que yo, como un estúpido, la había perdido.
– ¡Qué hechos, tormentosos y crueles! -grité.
Pero, extrañamente, no pareció oírme: también ella había caído en una especie de sopor, también ella parecía estar sola.
Pasó un largo tiempo, quizá media hora.
Después sentí que acariciaba mi cara, como lo había hecho en otros momentos parecidos. Yo no podía hablar. Como con mi madre cuando chico, puse la cabeza sobre su regazo y así quedamos un tiempo quieto, sin transcurso, hecho de infancia y de muerte:
¡Qué lástima que debajo hubiera hechos inexplicables y sospechosos! ¡ Cómo deseaba equivocarme, cómo ansiaba que María no fuera más que ese momento! Pero era imposible: mientras oía los latidos de su corazón junto a mis oídos y mientras su mano acariciaba mis cabellos, sombríos pensamientos se movían en la oscuridad de mi cabeza, como en un sótano pantanoso; esperaban el momento de salir, chapoteando, gruñendo sordamente en el barro.