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XXVII

pasaron cosas muy raras. Cuando llegamos a la casa encontramos a Hunter muy agitado (aunque es de esos que creen de mal gusto mostrar las pasiones); trataba de disimularlo, pero era evidente que algo pasaba. Mimí se había ido y en el comedor todo estaba dispuesto para la comida, aunque era claro que nos habíamos retardado mucho, pues apenas llegamos se notó un acelerado y eficaz movimiento de servicio. Durante la comida casi no se habló. Vigilé las palabras y los gestos de Hunter porque intuí que echarían luz sobre muchas cosas que se me estaban ocurriendo y sobre otras ideas que estaban por reforzarse. También vigilé la cara de María; era impenetrable. Para disminuir la tensión, María dijo que estaba leyendo una novela de Sartre. De evidente mal humor, Hunter comentó:

– Novelas en esta época. Que las escriban, vaya y pase… ¡pero que las lean!

Nos quedamos en silencio y Hunter no hizo ningún esfuerzo por atenuar los efectos de esa frase. Concluí que tenía algo contra María. Pero como antes que saliéramos para la costa no había nada de particular, inferí que ese algo contra María había nacido durante nuestra larga conversación; era muy difícil admitir que no fuera a causa de esa conversación o, mejor dicho, a causa del largo tiempo que habíamos permanecido allá. Mi conclusión fue: Hunter está celoso y eso prueba que entre él y ella hay algo más que una simple relación de amistad y de parentesco. Desde luego, no era necesario que María sintiese amor por él; por el contrario: era más fácil que Hunter se irritase al ver que María daba importancia a otras personas. Fuera como fuese, si la irritación de Hunter era originada por celos, tendría que mostrar hostilidad hacia mí, ya que ninguna otra cosa había entre nosotros. Así fue. Si no hubieran existido otros detalles, me habría bastado con una mirada de soslayo que me echó Hunter a propósito de una frase de María sobre el acantilado.

Pretexté cansancio y me fui a mi pieza apenas nos levantamos de la mesa. Mi propósito era lograr el mayor numero de elementos de juicio sobre el problema. Subí la escalera, abrí la puerta de mi habitación, encendí la luz, golpeé la puerta, como quien la cierra, y me quedé en el vano escuchando. En seguida oí la voz de Hunter que decía una frase agitada, aunque no podía discernir las palabras; no hubo respuestas de María; Hunter dijo otra frase mucho más larga y más agitada que la anterior; María dijo algunas palabras en voz muy baja, superpuestas con las últimas de él, seguidas de un ruido de sillas; al instante oí los pasos de alguien que subía por la escalera: me encerré rápidamente, pero me quedé escuchando a través del agujero de la llave; a los pocos momentos oí pasos que cruzaban frente a mi puerta: eran pasos de mujer. Quedé largo tiempo despierto, pensando en lo que había sucedido y tratando de oír cualquier clase de rumor. Pero no oí nada en toda la noche.

No pude dormir: empezaron a atormentarme una serie de reflexiones que no se me habían ocurrido antes. Pronto advertí que mi primera conclusión era una ingenuidad: había pensado (lo que es correcto) que no era necesario que María sintiese amor por Hunter para que él tuviera celos; esta conclusión me había tranquilizado. Ahora me daba cuenta de que si bien no era necesario tampoco era un inconveniente.

María podía querer a Hunter y sin embargo éste sentir celos.

Ahora bien: ¿había motivos para pensar que María tenía algo con su primo? ¡ Ya lo creo que había motivos! En primer lugar, si Hunter la molestaba con celos y ella no lo quería, ¿por qué venía a cada rato a la estancia? En la estancia no vivía, ordinariamente, nadie más que Hunter, que era solo (yo no sabía si era soltero, viudo o divorciado, aunque creo que alguna vez María me había dicho que estaba separado de su mujer; pero, en fin, lo importante era que esc señor vivía solo en la estancia). En segundo lugar, un motivo para sospechar de esas relaciones era que María nunca me había hablado de Hunter sino con indiferencia, es decir con la indiferencia con que se habla de un miembro cualquiera de la familia; pero jamás me había mencionado o insinuado siquiera que Hunter estuviera enamorado de ella y menos que tuviera celos. En tercer lugar, María me había hablado, esa tarde, de sus debilidades. ¿Qué había querido decir? Yo le había relatado en mi carta una serie de cosas despreciables (lo de mis borracheras y lo de las prostitutas) y ella ahora me decía que me comprendía, que también ella no era solamente barcos que parten y parques en el crepúsculo. ¿Qué podía querer decir sino que en su vida había cosas tan oscuras y despreciables como en la mía? ¿No podía ser lo de Hunter una pasión baja de ese género?

Rumié esas conclusiones y las examiné a lo largo de la noche desde diferentes puntos de vista. Mi conclusión final, que consideré rigurosa, fue: María es amante de Hunter.

Apenas aclaró, bajé las escaleras con mi valija y mi caja de pinturas. Encontré a uno de los mucamos que había comenzado a abrir las puertas y ventanas para hacer la limpieza: le encargué que saludara de mi pane al señor y que le dijera que me había visto obligado a salir urgentemente para Buenos Aires. El mucamo me miró con ojos de asombro, sobre todo cuando le dije, respondiendo a su advertencia, que me iría a pie hasta la estación.

Tuve que esperar varías horas en la pequeña estación. Por momentos pensé que aparecería María; esperaba esa posibilidad con la amarga satisfacción que se siente cuando, de chico, uno se ha encerrado en alguna parte porque cree que han cometido una injusticia y espera la llegada de una persona mayor que venga a buscarlo y a reconocer la equivocación.

Pero Marta no vino. Cuando llegó el tren y miré hacia el camino por última vez, con la esperanza de que apareciera a último momento, y no la vi llegar, sentí una infinita tristeza.

Miraba por la ventanilla, mientras el tren corría hacia Buenos Aires. Pasamos cerca de un rancho; una mujer, debajo del alero, miró el tren. Se me ocurrió un pensamiento estúpido: "A esta mujer la veo por primera y última vez. No la volveré a ver en mi vida." Mi pensamiento flotaba como un corcho en un río desconocido. Siguió por un momento flotando cerca de esa mujer bajo el alero. ¿Qué me importaba esa mujer? Pero no podía dejar de pensar que había existido un instante para mí y que nunca más volvería a existir; desde mi punto de vista era como si ya se hubiera muerto: un pequeño retraso del tren, un llamado desde el interior del rancho, y esa mujer no habría existido nunca en mi vida.

Todo me parecía fugaz, transitorio, inútil, impreciso. Mi cabeza no funcionaba bien y María se me aparecía una y otra vez como algo incierto y melancólico. Sólo horas más tarde mis pensamientos empezarían a alcanzar la precisión y la violencia de otras veces.

XXVIII

Los días que precedieron a la muerte de María fueron los más atroces de mi vida. Me es imposible hacer un relato preciso de todo lo que sentí, pensé y ejecuté, pues si bien recuerdo con increíble minuciosidad muchos de los acontecimientos, hay horas y hasta días enteros que se me aparecen como sueños borrosos y deformes. Tengo la impresión de haber pasado días enteros bajo el efecto del alcohol, echado en mi cama o en un banco de Puerto Nuevo. Al llegar a la estación Constitución me recuerdo muy bien entrando al bar y pidiendo varios whiskies seguidos; después recuerdo vagamente que me levanté, que tomé un taxi y que me fui a un bar de la calle 2 5 de Mayo o quizá de Leandro Alem. Siguen algunos ruidos, música, unos gritos, una risa que me crispaba, unas botellas rotas, luces muy penetrantes. Después me recuerdo pesado y con un terrible dolor de cabeza en un calabozo de comisaría, un vigilante que abría la puerta, un oficial que me decía algo y después me veo caminando nuevamente por las calles y rascándome mucho. Creo que entré nuevamente a un bar. Horas (o días) más tarde alguien me dejaba en mi taller. Luego tuve unas pesadillas en las que caminaba por los techos de una catedral. Recuerdo también un despertar en mi pieza, en la oscuridad y la horrorosa idea de que la pieza se había hecho infinitamente grande y que por más que corriera no podría alcanzar jamás sus límites. No sé cuánto tiempo pudo haber pasado hasta que las primeras luces del alba entraron por el ventanal. Entonces me arrastré hasta el baño y me metí, vestido, en la bañadera. El agua fría empezó a calmarme y en mi cabeza comenzaron a aparecer algunos hechos aislados, aunque destrozados e inconexos, como los primeros objetos que se ven emerger después de una gran inundación: María en el acantilado, Mimí empuñando su boquilla, la estación Allende, un almacén frente a la estación que se llamaba La confianza o quizá La estancia, María preguntándome por las manchas, yo gritando: "¡Qué manchas!", Hunter mirándome torvamente, yo escuchando arriba, con ansiedad, el diálogo entre los primos, un marinero arrojando una botella, María avanzando hacia mí con ojos impenetrables, Mimí diciendo Tchékhov, una mujer inmunda besándome y yo pegándole un tremendo puñetazo, pulgas que me picaban en todo el cuerpo, Hunter hablando de novelas policiales, el chofer de la estancia. También aparecieron trozos de sueños: nuevamente la catedral en una noche negra, la pieza infinita.