Estábamos en la cama, cuando de pronto cruzó por mi cabeza una idea tremenda: la expresión de la rumana se parecía a una expresión que alguna vez había observado en María.
– ¡Puta! -grité enloquecido, apartándome con asco-. ¡Claro que es una puta!
La rumana se incorporó como una víbora y me mordió el brazo hasta hacerlo sangrar. Pensaba que me refería a ella. Lleno de desprecio a la humanidad entera y de odio, la saqué a puntapiés de mi taller y le dije que la mataría como a un perro si no se iba en seguida. Se fue gritando insultos a pesar de la cantidad de dinero que le arrojé detrás.
Por largo tiempo quedé estupefacto en el medio del taller, sin saber qué hacer y sin atinar a ordenar mis sentimientos ni mis ideas. Por fin tomé una decisión: fui al baño, llené la bañadera de agua fría, me desnudé y entré. Quería aclarar mis ideas, así que me quedé en la bañadera hasta refrescarme bien. Poco a poco logré poner el cerebro en pleno funcionamiento. Traté de pensar con absoluto rigor, porque tenía la intuición de haber llegado a un punto decisivo. ¿Cuál era la idea inicial? Varias palabras acudieron a esta pregunta que yo mismo me hacía. Esas palabras fueron: rumana, María, prostituta, placer, simulación. Pensé: estas palabras deben de representar el hecho esencial, la verdad profunda de la que debo partir. Hice repetidos esfuerzos para colocarlas en el orden debido, hasta que logré formular la idea en esta forma terrible, pero indudable: Marta y la prostituta han tenido una expresión semejante; la prostituta simulaba placer; María, pues, simulaba placer; Marta es una prostituta.
– ¡Puta, puta, puta! -grité saltando de la bañadera.
Mi cerebro funcionaba ya con la lúcida ferocidad de los mejores días: vi nítidamente que era preciso terminar y que no debía dejarme embaucar una vez más por su voz dolorida y su espíritu de comediante. Tenía que dejarme guiar únicamente por la lógica y debía llevar, sin temor, hasta las últimas consecuencias, las frases sospechosas, los gestos, los silencios equívocos de María.
Fue como si las imágenes de una pesadilla desfilaran vertiginosamente bajo la luz de un foco monstruoso. Mientras me vestía con rapidez, pasaron ante mí todos los momentos sospechosos: la primera conversación por teléfono, con la asombrosa capacidad de simulación y el largo aprendizaje que revelaban sus cambios de voz; las oscuras sombras en torno de María que se delataban a través de tantas frases enigmáticas; y ese temor de ella de "hacerme mal", que sólo podía significar "te haré mal con mis mentiras, con mis inconsecuencias, con mis hechos ocultos, con la simulación de mis sentimientos y sensaciones", ya que no podría hacerme mal por amarme de verdad; y la dolorosa escena de los fósforos; y cómo al comienzo había rehuido hasta mis besos y como sólo había cedido al amor físico cuando la había puesto ante el extremo de confesar su aversión o, en el mejor de los casos, el sentido maternal o fraternal de su cariño, lo que, desde luego, me impedía creer en sus arrebatos de placer, en sus palabras y en sus rostros de éxtasis; y además su precisa experiencia sexual, que difícilmente podía haber adquirido con un filósofo estoico como Allende; y las respuestas sobre el amor a su marido, que sólo permitían inferir una vez más su capacidad para engañar con sentimientos y sensaciones apócrifos; y el círculo de familia, formado por una colección de hipócritas y mentirosos; y el aplomo y la eficacia con que había engañado a sus dos primos con las inexistentes manchas del puerto; y la escena durante la comida, en la estancia, la discusión allá abajo, los celos de Hunter; y aquella frase que se le había escapado en el acantilado: "como me había equivocado una vez"; ¿con quién, cuándo, cómo? y "los hechos tormentosos y crueles" con ese otro primo, palabras que también se escaparon inconscientemente de sus labios, como lo reveló al no contestar mi pedido de aclaración, porque no me oía, simplemente no me oía, vuelta como estaba hacia su infancia, en la quizá única confesión auténtica que había tenido en mi presencia; y, finalmente, esta horrenda escena con la rumana, o rusa, o lo que fuera. ¡ Y esa sucia bestia que se había reído de mis cuadros y la frágil criatura que me había alentado a pintarlos tenían la misma expresión en algún momento de sus vidas! ¡ Dios mío, si era para desconsolarse por la naturaleza humana, al pensar que entre ciertos instantes de Brahms y una cloaca hay ocultos y tenebrosos pasajes subterráneos!
XXXII
muchas de las conclusiones que extraje en aquel lúcido pero fantasmagórico examen eran hipotéticas, no las podía demostrar, aunque tenía la certeza de no equivocarme. Pero advertí, de pronto, que había desperdiciado, hasta ese momento, una importante posibilidad de investigación: la opinión de otras personas. Con satisfacción feroz y con claridad nunca tan intensa, pensé por primera vez en ese procedimiento y en la persona indicada: Lartigue. Era amigo de Hunter, amigo íntimo. Es cierto que era otro individuo despreciable: había escrito un libro de poemas acerca de la vanidad de todas las cosas humanas, pero se quejaba de que no le hubieran dado el premio nacional. No iba a detenerme en escrúpulos. Con viva repugnancia, pero con decisión, lo llamé por teléfono, le dije que tenía que verlo urgentemente, lo fui a ver a su casa, le elogié el libro de versos y (con gran disgusto suyo, que quería que siguiésemos hablando de él), le hice a boca de jarro una pregunta ya preparada:
– ¿Cuánto hace que María Iribarne es amante de Hunter?
Mi madre no preguntaba nunca si habíamos comido una manzana, porque habríamos negado; preguntaba cuántas, dando astutamente por averiguado lo que quería averiguar: si habíamos comido o no la fruta; y nosotros, arrastrados sutilmente por ese acento cuantitativo respondíamos que sólo habíamos comido una manzana.
Lartigue es vanidoso pero no es zonzo: sospechó que había algo misterioso en mi pregunta y creyó evadirla contestando:
– De eso no sé nada.
Y volvió a hablar del libro y del premio. Con verdadero asco, le grité:
– ¡Qué gran injusticia han cometido con su libro!
Me fui corriendo. Lartigue no era zonzo, pero no advirtió que sus palabras eran suficientes.
Eran las tres de la tarde. Ya debía estar María en Buenos Aires. Llamé por teléfono desde un café: no tenía paciencia para ir hasta el taller. En cuanto me atendió, le dije:
– Tengo que verte en seguida.
Traté de disimular mi odio porque temía que sospechara algo y no viniese a la cita. Convinimos en vernos a las cinco en la Recoleta, en el lugar de siempre.
– Aunque no veo qué saldremos ganando -agregó tristemente.
– Muchas cosas -respondí-, muchas cosas.
– ¿ Lo crees? -preguntó con acento de desesperanza.
– Desde luego.
– Pues yo creo que sólo lograremos hacernos un poco más de daño, destruir un poco más el débil puente que nos comunica, herirnos con mayor crueldad… He venido porque lo has pedido tanto, pero debía haberme quedado en la estancia: Hunter está enfermo.
"Otra mentira", pense.
– Gracias -contesté secamente-. Quedamos, pues, en que nos vemos a las cinco en punto. María asintió con un suspiro.
XXXIII
antes de las cinco estuve en la Recoleta, en el banco donde solíamos encontrarnos. Mi espíritu, ya ensombrecido, cayó en un total abatimiento al ver los árboles, los senderos y los bancos que habían sido testigos de nuestro amor. Pensé, con desesperada melancolía, en los instantes que habíamos pasado en aquellos jardines de la Recoleta y de la Plaza Francia y cómo, en aquel entonces que parecía estar a una distancia innumerable, había creído en la eternidad de nuestro amor. Todo era milagroso, alucinante, y ahora todo era sombrío y helado, en un mundo desprovisto de sentido, indiferente. Por un segundo, el espanto de destruir el resto que quedaba de nuestro amor y de quedarme definitivamente solo, me hizo vacilar. Pensé que quizá era posible echar a un lado todas las dudas que me torturaban. ¿Qué me importaba lo que fuera María más allá de nosotros? Al ver esos bancos, esos árboles, pensé que jamás podría resignarme a perder su apoyo, aunque más no fuera que en esos instantes de comunicación, de misterioso amor que nos unía. A medida que avanzaba en estas reflexiones, más iba haciéndome a la idea de aceptar su amor así, sin condiciones y más me iba aterrorizando la idea de quedarme sin nada, absolutamente nada. Y de ese terror fue naciendo y creciendo una modestia como sólo pueden tener los seres que no pueden elegir. Finalmente, empezó a poseerme una desbordante alegría, al darme cuenta de que nada se había perdido y que podía empezar, a partir de ese instante de lucidez, una nueva vida.