– No sé inglés – expliqué.
– Es una carta de Chicago. Nos acredita como la única sociedad de psicoanálisis en la Argentina.
Puse cara de admiración y profundo respeto.
Luego salimos y fuimos en automóvil hasta el local. Había una cantidad de gente. A algunos los conocía de nombre, como al doctor Goldenberg, que últimamente había tenido mucho renombre a raíz de haber intentado curar a una mujer los metieron a los dos en el manicomio. Acababa de salir. Lo miré atentamente, pero no me pareció peor que los demás, hasta me pareció más calmo, tal vez como resultado del encierro. Me elogió los cuadros de tal manera que comprendí que los detestaba.
Todo era tan elegante que sentí vergüenza por mi traje viejo y mis rodilleras. Y sin embargo, la sensación de grotesco que experimentaba no era exactamente por eso sino por algo que no terminaba de definir. Culminó cuando una chica muy fina, mientras me ofrecía unos sandwiches, comentaba con un señor no sé qué problema de masoquismo anal. Es probable, pues, que aquella sensación resultase de la diferencia de potencial entre los muebles modernos, limpísimos, funcionales, y damas y caballeros tan aseados emitiendo palabras génito-urinarias.
Quise buscar refugio en algún rincón, pero resultó imposible. El departamento estaba atestado de gente idéntica que decía permanentemente la misma cosa. Escapé entonces a la calle. Al encontrarme con personas habituales (un vendedor de diarios, un chico, un chofer), me pareció de pronto fantástico que en un departamento hubiera aquel amontonamiento.
Sin embargo, de todos los conglomerados detesto particularmente el de los pintores. En parte, naturalmente, porque es el que más conozco y ya se sabe que uno puede detestar con mayor razón lo que se conoce a fondo. Pero tengo otra razón: los críticos. Es una plaga que nunca pude entender. Si yo fuera un gran cirujano y un señor que jamás ha manejado un bisturí, ni es médico ni ha entablillado la pata de un gato, viniera a explicarme los errores de mi operación, ¿qué se pensaría?. Lo mismo pasa con la pintura. Lo singular es que la gente no advierte que es lo mismo y aunque se ría de las pretensiones del crítico de cirugía, escucha con un increíble respeto a esos charlatanes. Se podría escuchar con cierto respeto los juicios de un crítico que alguna vez haya pintado, aunque más no fuera que telas mediocres. Pero aun en ese caso sería absurdo, pues ¿cómo puede encontrarse razonable que un pintor mediocre dé consejos a uno bueno?
me he apartado de mi camino. Pero es por mi maldita costumbre de querer justificar cada uno de mis actos. ¿A qué diablos explicar la razón de que no fuera a salones de pintura? Me parece que cada uno tiene derecho a asistir o no, si le da la gana, sin necesidad de presentar un extenso alegato justificatorio. ¿A dónde se llegaría, si no, con semejante manía? Pero, en fin, ya está hecho, aunque todavía tendría mucho que decir acerca de ese asunto de las exposiciones, las habladurías de los colegas, la ceguera del público, la imbecilidad de los encargados de preparar el salón y distribuir los cuadros. Felizmente (o desgraciadamente) ya todo eso no me interesa; de otro modo quizá escribiría un largo ensayo titulado De la forma en que el pintor debe defenderse de los amigos de la pintura.
Debía descartar, pues, la posibilidad de encontrarla en una exposición.
Podía suceder, en cambio, que ella tuviera un amigo que a su vez fuese amigo mío. En ese caso, bastaría con una simple presentación. Encandilado con la desagradable luz de la timidez, me eché gozosamente en brazos de esa posibilidad. ¡Una simple presentación! ¡Qué fácil se volvía todo, qué amable! El encandilamiento me impidió ver inmediatamente lo absurdo de semejante idea. No pensé en aquel momento que encontrar a un amigo suyo era tan difícil como encontrarla a ella misma, porque es evidente que sería imposible encontrar un amigo sin saber quién era ella. Pero si sabía quién era ella ¿para qué recurrir a un tercero? Quedaba, es cierto, la pequeña ventaja de la presentación, que yo no desdeñaba. Pero, evidentemente, el problema básico era hallarla a ella y luego, en todo caso, buscar un amigo común para que nos presentara.
Quedaba el camino inverso, ver si alguno de mis amigos era, por azar, amigo de ella. Y eso sí podía hacerse sin hallarla previamente, pues bastaría con interrogar a cada uno de mis conocidos acerca de una muchacha de tal estatura y de pelo así y así. Todo esto, sin embargo, me pareció una especie de frivolidad y lo deseché, me avergonzó el sólo imaginar que hacía preguntas de esa naturaleza a gentes como Mapelli o Lartigue.
Creo conveniente dejar establecido que no descarté esta variante por descabellada, sólo lo hice por las razones que acabo de exponer. Alguno podría creer, efectivamente, que es descabellado imaginar la remota posibilidad de que un conocido mío fuera a la vez conocido de ella. Quizá lo parezca a un espíritu superficial, pero no a quien está acostumbrado a reflexionar sobre los problemas humanos. Existen en la sociedad estratos horizontales, formados por las personas de gustos semejantes, y en estos estratos los encuentros casuales (?) no son raros, sobre todo cuando la causa de la estratificación es alguna característica de minorías. Me ha sucedido encontrar una persona en un barrio de Berlín, luego en un pequeño lugar casi desconocido de Italia y, finalmente, en una librería de Buenos Aires. ¿Es razonable atribuir al azar estos encuentros repetidos? Pero estoy diciendo una trivialidad, lo sabe cualquier persona aficionada a la música, al esperanto, al espiritismo.
Había que caer, pues, en la posibilidad más temida, al encuentro en la calle. ¿Cómo demonios hacen ciertos hombres para detener a una mujer, para entablar conversación y hasta para iniciar una aventura?. Descarté sin más cualquier combinación que comenzara con una iniciativa mía; mi ignorancia de esa técnica callejera y mi cara me indujeron a tomar esa decisión melancólica y definitiva.
No quedaba sino esperar una feliz circunstancia, de esas que suelen presentarse cada millón de veces; que ella hablara primero. De modo que mi felicidad estaba librada a una remotísima lotería, en la que había que ganar una vez para tener derecho a jugar nuevamente y sólo recibir el premio en el caso de ganar en esta segunda jornada. Efectivamente, tenía que darse la posibilidad de encontrarme con ella y luego la posibilidad, todavía más improbable, de que ella me dirigiera la palabra. Sentí un especie de vértigo, de tristeza y desesperanza. Pero, no obstante, seguí preparando mi posición.
Imaginaba, pues, que ella me hablaba, por ejemplo para preguntarme una dirección o acerca de un ómnibus; y a partir de esa frase inicial yo construí durante meses de reflexión, de melancolía, de rabia, de abandono y de esperanza, una serie interminable de variantes. En alguna yo era locuaz, dicharachero (nunca lo he sido, en realidad); en otra era parco; en otras me imaginaba risueño. A veces, lo que es sumamente singular, contestaba bruscamente a la pregunta de ella y hasta con rabia contenida; sucedió (en alguno de esos encuentros imaginarios) que la entrevista se malograra por irritación absurda de mi parte, por reprocharle casi groseramente una consulta que yo juzgaba inútil o irreflexiva. Estos encuentros fracasados me dejaban lleno de amargura, y durante varios días me reprochaba la torpeza con que había perdido una oportunidad tan remota de entablar relaciones con ella; felizmente, terminaba por advertir que todo eso era imaginario y que al menos seguía quedando la posibilidad real. Entonces volvía a prepararme con más entusiasmo y a imaginar nuevos y más fructíferos diálogos callejeros. En general, la dificultad mayor estribaba en vincular la pregunta de ella con algo tan general y alejado de las preocupaciones diarias como la esencia general del arte o, por lo menos, la impresión que le había producido mi ventanita. Por supuesto, si se tiene tiempo y tranquilidad, siempre es posible establecer lógicamente, sin que choque, esa clase de vinculaciones; en una reunión social sobra el tiempo y en cierto modo se está para establecer esa clase de vinculaciones entre temas totalmente ajenos; pero en el ajetreo de una calle de Buenos Aires, entre gentes que corren colectivos y que lo llevan a uno por delante, es claro que había que descartar casi ese tipo de conversación. Pero por otro lado no podía descartarla sin caer en una situación irremediable para mi destino. Volvía, pues, a imaginar diálogos, los más eficaces y rápidos posibles, que llevaran desde la frase: "¿Dónde queda el Correo Central?" hasta la discusión de problemas del expresionismo o del superrealismo. No era nada fácil.