VI
"¿EN la oficina?", me pregunté de pronto en voz alta, casi a gritos, sintiendo que las piernas se me aflojaban de nuevo. ¿Y quién me había dicho que trabajaba en esa oficina? ¿Acaso sólo entra en una oficina la gente que trabaja allí? La idea de perderla por varios meses más, o quizá para siempre, me produjo un vértigo y ya sin reflexionar sobre las conveniencias corrí como un desesperado; pronto me encontré en la puerta de la Compañía T. y ella no se veía por ningún lado. ¿Habría tomado ya el ascensor? Pensé interrogar al ascensorista, pero ¿cómo preguntarle? Podían haber subido ya muchas mujeres y tendría entonces que especificar detalles: ¿qué pensaría el ascensorista? Caminé un rato por la vereda, indeciso. Luego crucé a la otra vereda y examiné el frente del edificio, no comprendo por qué. ¿Quizá con la vaga esperanza de ver asomarse a la muchacha por una ventana?. Sin embargo era absurdo pensar que pudiera asomarse para hacerme señas o cosas por el estilo. Sólo vi el gigantesco cartel que decía: COMPAÑÍA T.
Juzgué a ojo que debería abarcar unos veinte metros de frente; este cálculo aumentó mi malestar. Pero ahora no tenía tiempo de entregarme a ese sentimiento: ya me torturaría más tarde, con tranquilidad. Por el momento no vi otra solución. que entrar. Enérgicamente, penetré en el edificio y esperé que bajara el ascensor; pero a medida que bajaba noté que mi decisión disminuía, al mismo tiempo que mi habitual timidez crecía tumultuosamente. De modo que cuando la puerta del ascensor se abrió ya tenía perfectamente decidido lo que debía hacer: no diría una sola palabra. Claro que, en ese caso, ¿para qué tomar el ascensor? Resultaba violento, sin embargo, no hacerlo, después de haber esperado visiblemente en compañía de varias personas. ¿Cómo se interpretaría un hecho semejante? No encontré otra solución que tomar el ascensor, manteniendo, claro, mi punto de vista de no pronunciar una sola palabra; cosa perfectamente factible y hasta más normal que lo contrario: lo corriente es que nadie tenga la obligación de hablar en el interior de un ascensor, a menos que uno sea amigo del ascensorista, en cuyo caso es natural preguntarle por el tiempo o por el hijo enfermo. Pero como yo no tenía ninguna relación y en verdad jamás hasta ese momento había visto a ese hombre, mi decisión de no abrir la boca no podía producir la más mínima complicación. El hecho de que hubiera varias personas facilitaba mi trabajo, pues lo hacía pasar inadvertido.
Entré tranquilamente al ascensor, pues, y las cosas ocurrieron como había previsto, sin ninguna dificultad; alguien comentó con el ascensorista el calor húmedo y este comentario aumentó mi bienestar, porque confirmaba mis razonamientos. Experimenté una ligera nerviosidad cuando dije "octavo", pero sólo podría haber sido notada por alguien que estuviera enterado de los fines que yo perseguía en ese momento.
Al llegar al piso octavo, vi que otra persona salía conmigo, lo que computaba un poco la situación; caminando con lentitud esperé que el otro entrara en una de las oficinas mientras yo todavía caminaba a lo largo del pasillo. Entonces respiré tranquilo; di unas vueltas por el corredor, fui hasta el extremo, miré el panorama de Buenos Aires por una ventana, me volví y llamé por fin el ascensor. Al poco rato estaba en la puerta del edificio sin que hubiera sucedido ninguna de las escenas desagradables que había temido (preguntas raras del ascensorista, etcétera). Encendí un cigarrillo y no había terminado de encenderlo cuando advertí que mi tranquilidad era bastante absurda: era cierto que no había pasado nada desagradable, pero también era cierto que no había pasado nada en absoluto. En otras palabras más crudas: la muchacha estaba perdida, a menos que trabajase regularmente en esas oficinas; pues si había entrado para hacer una simple gestión podía ya haber subido y bajado, desencontrándose conmigo. "Claro que -pensé- si ha entrado por una gestión es también posible que no la haya terminado en tan corto tiempo." Esta reflexión me animó nuevamente y decidí esperar al pie del edificio.
Durante una hora estuve esperando sin resultado. Analicé las diferentes posibilidades que se presentaban:
1. La gestión era larga; en ese caso había que seguir esperando.
2. Después de lo que había pasado, quizá estaba demasiado excitada y habría ido a dar una vuelta antes de hacer la gestión; también correspondía esperar.
3. Trabajaba allí; en este caso había que esperar hasta la hora de salida.
"De modo que esperando hasta esa hora -razoné- enfrento las tres posibilidades."
Esta lógica me pareció de hierre y me tranquilizó bastante para decidirme a esperar con serenidad en el café de la esquina, desde cuya vereda podía vigilar la salida de la gente. Pedí cerveza y miré el reloj: eran las tres y cuarto.
A medida que fue pasando el tiempo me fui afirmando en la última hipótesis: trabajaba allí. A las seis me levanté, pues me parecía mejor esperar en la puerta del edificio: seguramente saldría mucha gente de golpe y era posible que no la viera desde el café.
A las seis y minutos empezó a salir el personal.
A las seis y media habían salido casi todos, como se infería del hecho de que cada vez raleaban más. A las siete menos cuarto no salía casi nadie: solamente, de vez en cuando, algún alto empleado; a menos que ella fuera un alto empleado ("Absurdo", pensé) o secretaria de un alto empleado ("Eso sí", pensé con una débil esperanza). A las siete todo había terminado.
VII
mientras volvía a mi casa profundamente deprimido, trataba de pensar con claridad. Mi cerebro es un hervidero, pero cuando me pongo nervioso las ideas se me suceden como en un vertiginoso ballet; a pesar de lo cual, o quizá por eso mismo, he ido acostumbrándome a gobernarlas y ordenarlas rigurosamente; de otro modo creo que no tardaría en volverme loco.
Como dije, volví a casa en un estado de profunda depresión, pero no por eso dejé de ordenar y clasificar las ideas, pues sentí que era necesario pensar con claridad si no quería perder para siempre a la única persona que evidentemente había comprendido mi pintura.
O ella entró en la oficina para hacer una gestión, o trabajaba allí; no había otra posibilidad. Desde luego, esta última era la hipótesis más favorable. En este caso, al separarse de mí se habría sentido trastornada y decidiría volver a su casa. Era necesario esperarla, pues, al otro día, frente a la entrada.
Analicé luego la otra posibilidad: la gestión. Podría haber sucedido que, trastornada por el encuentro, hubiera vuelto a la casa y decidido dejar la gestión para el otro día. También en este caso correspondía esperarla en la entrada.
Estas dos eran las posibilidades favorables. La otra era terrible: la gestión había sido hecha mientras yo llegaba al edificio y durante mi aventura de ida y vuelta en el ascensor. Es decir, que nos habíamos cruzado sin vernos. El tiempo de todo este proceso era muy breve y era muy improbable que las cosas hubieran sucedido de este modo, pero era posible: bien podía consistir la famosa gestión en entregar una carta, por ejemplo. En tales condiciones creí inútil volver al otro día a esperar.
Había, sin embargo, dos posibilidades favorables y me aferré a ellas con desesperación.