Lentamente, Sano alzó la mano y le tocó la suave mejilla. Por un largo y tenso momento, sus alientos se confundieron. De repente, Reiko se desasió de él y salió corriendo de la sala.
– ¡Reiko, espera! -gritó Sano.
Sus pasos veloces se alejaban por el pasillo. Se oyó un portazo. Presa de un caos de emociones, con el cuerpo aún rebosante de deseo, Sano se quedó paralizado, con las manos cerradas sobre el vacío que ella había dejado atrás.
En el santuario de su cámara privada, Reiko echó el pestillo y exhaló un trémulo suspiro. Notaba el corazón desbocado en el pecho; le temblaban los músculos. Con agitación febril, corrió hacia la puerta de la galería y salió.
Una luna asimétrica y marfileña derramaba una luz tenue sobre los árboles, las rocas y el pabellón del jardín. Cantaban los grillos; ladraban los perros. En algún lugar de la noche, los guardias patrullaban la finca y el castillo; pasos, ruido de cascos y voces bajas recorrían el aire nítido y frío que olía a escarcha y a humo de carbón. Reiko daba vueltas por la habitación en gélida soledad, tratando de poner en orden sus tumultuosos sentimientos.
¡Cómo odiaba a Sano por menospreciar sus deseos, por burlarse de su inteligencia y sus habilidades! Y qué enfadada estaba con ella misma por manejar tan mal la situación. Tendría que haberse tomado las cosas con más calma, hacerse la esposa sumisa y ganarse su afecto antes de abogar por su causa. Pero sentía que no habría supuesto ninguna diferencia. Sano era como todos los hombres, y había sido una insensata por pensar lo contrario.
– ¡Samurái pomposo e ignorante! Darme órdenes a mí como si fuera una criada o una niña -masculló, henchida de rabia. Bajo su furia, yacía el sufrimiento sombrío del desengaño: qué infantil y alocado parecía su sueño de resolver crímenes y alcanzar la gloria-. ¡Mejor sería que me hubiese hecho el haraquiri antes que casarme!
Mientras caminaba, una cálida sensación de humedad se deslizó entre sus muslos. Pensando que le había llegado el periodo, se tanteó bajo las faldas. Su mano salió manchada de una secreción transparente y almizcleña: el fluido de la excitación, la respuesta involuntaria de su cuerpo a la confrontación con Sano. Se horrorizó al cobrar conciencia de una pesadez en el bajo vientre, del sordo y cálido latido entre sus piernas. Acuclillada en la galería, afrontó la suma de sus temores.
No temía las palizas, el castigo habitual a las mujeres indisciplinadas -el entrenamiento en artes marciales le había proporcionado una elevada tolerancia al dolor-, y sabía de manera instintiva que Sano no era del tipo de hombres que harían daño a una mujer en un momento de furia. Pero temía el acto sexual, un campo de batalla donde la naturaleza la había hecho vulnerable a la posesión del hombre. Y el deseo podía someterla al marido que ya la poseía, destruyendo su preciada independencia.
Aun así, la aterrorizaba que Sano se divorciara de ella. Si lo hacía, todos la culparían del fracaso de su matrimonio; ningún otro hombre la aceptaría. Ella y su familia padecerían una humillación pública. El espectro de un futuro sombrío como solterona caída en desgracia que vivía de la caridad de los parientes se cernía sobre Reiko. Y a pesar de la rabia que le daba la tiranía de Sano, no quería dejarlo. Quería experimentar los peligrosos placeres del amor. Cuerpo y espíritu lo anhelaban, aunque su pensamiento se encogiera ante la perspectiva de una vida de reclusión doméstica y aburrimiento.
Reiko observó el juego de la luna en ascenso sobre las ramas de un alto pino. De entre la maraña de emociones en conflicto había una que identificaba a la perfección: tenía que hacer que el matrimonio funcionase, pero con sus propias condiciones.
Entró en su estancia y se arrodilló frente al escritorio. Sobre él descansaban en un estante las espadas que había recuperado aquella tarde. Molió tinta, preparó una hoja y cogió su pincel. La desesperación reforzaba su determinación. Iba a probarle a Sano que una esposa podía ser detective. Iba a demostrarle que le convenía tenerla como partícipe de su trabajo en vez de como esclava glorificada del hogar. Haría que la amara por lo que era, no por su idea de lo que debería ser.
Llevándose la lengua a su diente mellado, Reiko empezó a redactar una lista de planes para sus indagaciones secretas sobre el asesinato de la dama Harume.
A solas, Sano decidió a regañadientes no salir en pos de Reiko: en su presente estado de furia, confusión y deseo insatisfecho, sólo conseguiría empeorar las cosas entre ellos. Acabó de comer, aunque la cena se había enfriado y había perdido el apetito. Cansinamente se levantó, fue a su habitación y se quitó la ropa. En el cuarto de baño se frotó, se aclaró, se sumergió en la bañera y después se envolvió en una bata de algodón. Recorrió el pasillo y dejó atrás la estancia donde había planeado pasar la primera noche con su esposa. En la puerta contigua, la pared de papel de la cámara privada de su mujer resplandecía a la luz de una lámpara. Sano se detuvo en el exterior.
La sombra borrosa de Reiko se despojaba de la ropa y se peinaba. Era evidente que pensaba pasar la noche allí. A Sano le quemaban las entrañas de deseo. Un fiero afán de posesión inflamó su furia. A pesar de la pelea, era su esposa. Tenía derecho a exigir su presencia en el lecho nupcial. Aferró el picaporte…… y después dejó que su mano cayera, sacudiendo la cabeza a medida que la razón aplacaba a la lujuria furiosa. No podía sojuzgar a Reiko por medio de la fuerza bruta, porque no quería una pareja resentida que lo obedeciese tan sólo porque la sociedad estipulaba que la mujer debía someterse al hombre. Seguía anhelando una unión de amor mutuo. Había sido un día largo y difícil, probablemente no menos para Reiko que para él. Habían arrancado con un mal principio, pero al día siguiente empezarían de nuevo, tras una noche de descanso. Le mostraría todas las atenciones posibles. Ella se daría cuenta de que su sitio estaba en casa, no en una investigación de asesinato. Y entonces aprendería a amarlo como su marido y su superior.
Fue de mala gana a sus aposentos pero, enfrascado en recrear la discusión con Reiko y pensar en lo que tendría que haber dicho, se sentía demasiado tenso para dormir. Entre los pliegues de ropa tirada en el suelo estaba el diario que había encontrado en la habitación de la dama Harume. Lo recogió con un suspiro. No había nada como el trabajo para apartar el pensamiento de los problemas domésticos, y tal vez descubriera algo útil en el registro que la concubina asesinada había llevado de su vida y sus pensamientos íntimos. Se tumbó en el futón y se acercó la lámpara. Apoyado en el codo, abrió la cubierta malva y verde con estampado de tréboles del diario y pasó la primera página.
El texto estaba escrito con un trazo torpe y plagado de tachones. Como muchas mujeres, la dama Harume apenas había tenido estudios. Tal vez fuera mejor para ellas, pensó Sano, a la vista de cómo la educación superior de Reiko había dado alas a su espíritu rebelde. Sin embargo, a medida que Sano hojeaba el diario, despuntó el talento natural de Harume para la prosa descriptiva:
Entro en el Interior Grande. Los guardias me conducen por los pasillos como a una prisionera a su celda. Cientos de mujeres se paran a curiosear. Dejan de parlotear a mi paso y me miran: ¡cuánto desdén! Miran y miran, animales codiciosos y enjaulados que se preguntan si la llegada de la nueva significará menos comida para ellas. Pero sostengo la cabeza bien alta. Puede que sea pobre, pero soy más guapa que cualquiera de las que veo. Algún día no muy lejano seré la concubina favorita del sogún. Y nadie más se atreverá a menospreciarme.