Ahora, sin embargo, Sano esperaba poder descansar de los rigores de su trabajo; el sogún le había garantizado un mes de vacaciones. Tras un compromiso de un año, Sano acogía de buen grado la perspectiva de tener vida privada, con una esposa dócil y dulce que se erigiese en refugio del mundo exterior. Ansiaba tener hijos, sobre todo un varón que diese continuidad a su nombre y heredase su posición. Aquella ceremonia no era un rito de mero trámite social, sino un portal hacia todo lo que Sano más quería.
El segundo sacerdote tocó una serie de notas agudas y lastimeras con una flauta, mientras el primero lo acompañaba con un tambor de madera. Se acercaba la parte más solemne y sagrada del ritual del matrimonio. Cesó la música. Una acólita vertió el sake consagrado en un cazo metálico y se lo llevó a Sano y a Reiko. La otra les puso delante una bandeja con tres cuencos de madera de diferentes tamaños, metidos el uno dentro del otro. Las acólitas llenaron el primer cuenco, el más pequeño, con el cazo; hicieron una reverencia y se lo tendieron a la novia. Los allí presentes atendían en expectante silencio.
Harume abrió el estuche laqueado y sacó una navaja larga y recta de centelleante filo acerado, un cuchillo con mango de nácar y un frasco cuadrado y esmaltado en negro con su nombre pintado en oro en la tapa. Al disponer aquellos objetos frente a ella, un temblor de miedo le atenazó la garganta. Temía el dolor, odiaba la sangre. ¿Y si alguien interrumpía la ceremonia o, lo que es peor, descubría su relación secreta y prohibida? Su vida transcurría bajo la sombra de peligrosas intrigas, y había quien quería verla deshonrada y desterrada del castillo. Pero el amor exigía sacrificio y requería del riesgo. Con manos inseguras vertió el sake en los dos cuencos: uno para ella y otro, ritual, para su amante ausente. Alzó su cuenco y apuró la bebida. Lagrimeó con la garganta abrasada, pero el potente licor la inflamó de valor y determinación. Cogió la navaja.
Con cuidadosas pasadas, Harume se rasuró el pubis por completo y dejó caer al suelo el vello cortado. Después puso a un lado la navaja y alzó el cuchillo.
Reiko, con la cara aún oculta por el velo blanco, se llevó a los labios el cuenco de sake y bebió. Repitió el proceso tres veces. A continuación, las acólitas lo rellenaron y se lo dieron a Sano. Este tomó sus tres sorbos imaginando que sentía el calor pasajero de los delicados dedos de su prometida en la madera pulida y que saboreaba la dulzura de su carmín en el borde del cuenco: un primer, si bien indirecto, contacto.
¿Sería su matrimonio, como él esperaba, la unión de dos almas afines al tiempo que una satisfacción sensual?
Un suspiro colectivo recorrió a los presentes. El san-san-ku-do -el voto de «tres-veces-tres-sorbos» que sellaba el enlace matrimonial- nunca dejaba de despertar conmovedoras emociones. Los ojos del propio Sano ardían de lágrimas contenidas; se preguntaba si Reiko compartía sus esperanzas.
La acólita dejó a un lado el cuenco y llenó el segundo. En aquella ocasión bebió primero Sano tres veces, antes de que Reiko hiciera lo propio. Después de que les pasaran el tercer y mayor de los cuencos y se bebieran su contenido, la flauta y el tambor reanudaron la música. Sano se sentía casi superado por la alegría. Ahora él y Reiko estaban unidos en matrimonio. Pronto vería de nuevo su cara…
El contacto del filo acerado del cuchillo contra su sensible piel rasurada provocó en Harume un escalofrío. El corazón le estallaba, le temblaban las manos. Dejó el cuchillo y bebió otro trago. Después, cerró los ojos e invocó la imagen de su amante, el recuerdo de sus caricias. El humo del incienso empapó sus pulmones de aroma a jazmín. El ardor la inundó de osadía. Cuando abrió los ojos, su cuerpo estaba en reposo, su mente en calma. Cogió de nuevo el cuchillo. Cortó con lentitud el primer trazo en el pubis, justo encima de la hendidura de su femineidad.
Manó la sangre carmesí. Harume exhaló un agudo silbido de dolor; las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Pero se limpió la sangre con el extremo de su faja, volvió a beber y rasgó el siguiente trazo. Más dolor, más sangre. Once trazos más, y Harume suspiró de alivio. Lo peor estaba hecho. El siguiente paso la enlazaría a su amante de forma irrevocable.
Abrió el frasco laqueado. La cara interna del tapón llevaba incorporada una brocha con mango de bambú cuyas suaves cerdas estaban saturadas de tinta negra y brillante. La extendió con cuidado por los cortes; su fresca humedad era un bálsamo para el dolor. Con la faja ensangrentada secó la tinta sobrante, y tapó la botella. Después, con otro trago de sake, admiró su obra.
El tatuaje completo, grabado en líneas negras, era del tamaño de la uña de su pulgar y adornaba ahora sus partes íntimas: una expresión indeleble de fidelidad y devoción. Hasta que volviera a crecerle el vello, esperaba poder mantenerse a salvo y ocultar su secreto al resto de las concubinas, al personal del palacio y al sogún. Pero incluso cuando el tatuaje quedara convenientemente oculto, ella sería consciente de su presencia. Al igual que él. Atesorarían ese símbolo del único matrimonio que jamás celebrarían. Harume se sirvió otro sake, un brindis privado por el amor eterno.
Pero cuando bebió, fue incapaz de tragar. El sake se le derramó de la boca y cayó por su barbilla. Un extraño cosquilleo le recorrió los labios y la lengua; notaba la garganta atorada e insensible, como si estuviera llena de algodón. Una inquietante sensación de frío le erizó la piel. Le sobrevino un mareo. La habitación daba vueltas y las llamas de las lámparas, demasiado brillantes, danzaban ante sus ojos. Asustada, dejó caer el cuenco. ¿Qué le estaba pasando?
Una náusea repentina se apoderó de ella. Doblada y con las manos sobre el estómago, las arcadas precedieron a un vómito cálido y agrio que le obstruyó la garganta, le subió por la nariz y se derramó por el suelo. Resolló y tosió, incapaz de respirar. Presa del pánico, Harume se levantó y avanzó hacia la puerta, pero los músculos de sus piernas habían perdido la fuerza; tropezó y desparramó los incensarios, la navaja, el cuchillo y el tintero. Tambaleándose, sin dejar de pugnar por respirar, logró llegar a la puerta y abrirla. De sus labios entumecidos brotó un grito ronco.
– ¡Socorro!
El pasillo estaba vacío. Aferrándose la garganta, Harume fue dando tumbos hacia unas voces que sonaban distorsionadas y remotas. Las lámparas del techo refulgían como soles y la cegaban. Se apoyó en las paredes para sostenerse. A través de una neblina de náusea y mareo, Harume distinguió unas formas negras y aladas que la perseguían. Unas garras trataron de cogerla del pelo. En sus oídos sonó el eco de unos estridentes chillidos.
«¡Demonios!»
A continuación las acólitas sirvieron sake a la madre de Sano y al padre de Reiko, en honor de la nueva alianza que se había establecido entre las dos familias, y repartieron cuencos de licor entre los asistentes, que exclamaron al unísono:
– Omedeto gozaimasu. -«¡Felicidades!»
Sano vio rostros de felicidad vueltos hacia ellos. La mirada llena de amor de su madre lo conmovió. Hirata se pasó una mano cohibida por la pelusa negra de su cabeza -afeitada durante su investigación en Nagasaki-y le dedicó una sonrisa radiante. El magistrado Ueda asintió en solemne aprobación; el sogún sonreía.
Sano cogió el documento ceremonial de la mesa que tenía delante y lo leyó con voz temblorosa.
– Acabamos de unirnos como marido y mujer para toda la eternidad. Juramos ejecutar fielmente nuestros deberes conyugales y pasar todos los días de nuestras vidas juntos en sempiterna confianza y afecto. Sano Ichiro, el vigésimo día del noveno mes, tercer año Genroku.
Después Reiko leyó su documento, idéntico al anterior. Tenía la voz aguda, clara y melódica. Era la primera vez que Sano la oía. ¿De qué iban a hablar cuando estuvieran a solas esa noche?