Sano retrocedió mostrando las palmas de las manos.
– Calmaos -dijo, dándose cuenta de hasta qué peligroso extremo el amor, el sufrimiento y la ira habían desequilibrado el raciocinio del teniente.
– ¡Sin ella, mi vida ha terminado! -chilló-. Arrestadme, encerradme, ejecutadme si lo deseáis, no me importa. Pero, por última vez, ¡yo… no… maté… a… Harume!
Kushida profirió estas últimas palabras entre dientes, y su rostro adoptó la fiera expresión que mostrara durante la práctica de combate. Blandiendo la lanza, arremetió contra Sano, que la asió por el asta. Mientras pugnaban por el control del arma, el teniente escupía maldiciones.
– No, Kushida-san. ¡Deteneos! -Koemon y los otros maestros se precipitaron hacia la puerta. Aferraron al teniente, lo separaron de Sano y le arrebataron el arma. Entre aullidos y sacudidas, lo tumbaron en el suelo de la galería. Hicieron falta cinco hombres para inmovilizarlo. Los alumnos lo contemplaban consternados. Los transeúntes aplaudían y animaban. Kushida se vino abajo entre risas estruendosas e histéricas.
– Harume, Harume -aullaba, y sollozaba de forma incontrolable.
Un mensajero del castillo llegó a toda prisa a la academia. De un asta sujeta a su espalda ondeaba una bandera con el emblema de los Tokugawa. Hizo una reverencia ante Sano y le tendió un estuche laqueado para pergaminos.
– Mensaje para vos, sosakan-sama.
Sano abrió el estuche y leyó la carta que contenía, que había sido enviada a su casa aquella mañana y después llevado hasta allí. Era del doctor Ito; el cadáver de la dama Harume había llegado al depósito de Edo. Ito realizaría el reconocimiento cuando a Sano le resultara más conveniente.
– Asegúrate de que Kushida llegue a casa sano y salvo -le dijo a Koemon. Más adelante ordenaría al comandante de la guardia del castillo de Edo que retrasara la reincorporación del teniente: inocente o culpable, no se hallaba en condiciones para el servicio activo.
Después de una parada para ver a su madre, Sano cabalgó hacia el depósito de cadáveres mientras analizaba su entrevista con Kushida. Qué fácil habría sido que el resentimiento y los celos hubiesen convertido en odio el amor que el perturbado teniente sentía por Harume. Pero había un elemento que hablaba en favor de la inocencia del teniente. Por lo que Sano había observado, su genio se manifestaba en estallidos repentinos y violentos. La lanza era su arma preferida: si hubiera querido matar, ¿acaso no la habría usado? El asesinato de la dama Harume había requerido una previsión fría y retorcida. A su juicio, el envenenamiento parecía un crimen más propio de una mujer. Se preguntó cómo le iría a Hirata en la entrevista con la concubina enemistada con Harume, la dama Ichiteru.
10
El barrio Saru-waka-cho de los teatros estaba situado en las inmediaciones del distrito Ginza de Edo, que debía su nombre al edificio donde se acuñaban las monedas de plata de los Tokugawa. Vistosos carteles anunciaban las representaciones; de las ventanas abiertas de los pisos superiores de los teatros surgían música y vítores. En armazones erigidos como torres sobre los tejados, había hombres que tocaban el tambor para atraer al público. Gente de todas las edades y clases hacía cola delante de las taquillas; los salones de té y los restaurantes estaban llenos a rebosar de clientes. Hirata dejó su caballo en un establo público y siguió a pie entre la bulliciosa muchedumbre. Por orden de Sano, había enviado a un equipo de detectives a la búsqueda del mercader ambulante de drogas Choyei y otro, a registrar el Interior Grande en pos de veneno y otras pruebas. Al llegar a las dependencias de las mujeres para interrogar a la dama Ichiteru, lo habían informado de que ésta iba a pasar el día en el teatro de marionetas Satsuma-za. A medida que se acercaba al edificio, una creciente aprensión le aceleraba el pulso.
Había mentido al decirle a Sano que no pasaba nada, tratando de convencerse de que era capaz de manejar la entrevista con la dama Ichiteru. Las mujeres no siempre lo intimidaban, como había pasado la noche anterior con la dama Keisho-in y con Chizuru; le gustaban, y había disfrutado de muchos romances con doncellas e hijas de tenderos. Sin embargo, las damas de hombres poderosos despertaban en él un profundo sentimiento de incompetencia. Por lo común, Hirata se enorgullecía de sus orígenes humildes y de lo que había logrado pese a ellos. En valor, inteligencia y habilidad con las artes marciales, se sabía a la altura de muchos samuráis de alto rango; en consecuencia, podía vérselas con sus superiores varones sin perder el aplomo. Pero las mujeres…
Su elegante belleza le inspiraba un anhelo imposible. Soltero a la avanzada edad de veintiún años, Hirata había aplazado el matrimonio con la esperanza de prosperar lo suficiente para desposar algún día a una dama distinguida que no tuviera que esclavizarse como su madre, llevando la casa y cuidando de la familia sin la ayuda de criados. Como vasallo mayor de Sano, había logrado su meta; su familia había recibido propuestas de clanes destacados que buscaban una relación más estrecha con la corte del sogún y le ofrecían a sus hijas como posibles esposas. Sano actuaría de mediador y concertaría un enlace. Pero, aun así, Hirata aplazaba su boda. Las damas de clase alta le hacían sentirse tosco, sucio e inferior, como si ninguno de sus logros valiera para nada; jamás sería lo bastante bueno para relacionarse con ellas, por no hablar de merecer a una como esposa.
Se detuvo en el exterior del Satsuma-za, un recinto grande al aire libre formado por paredes de madera erigidas en torno a un patio. Sobre la entrada, cinco flechas emplumadas -símbolo del teatro de marionetas- atravesaban una reja de la que pendían unas cortinas de color añil con el emblema del establecimiento. Las obras representadas se anunciaban en unas banderas verticales. Un criado sentado sobre una plataforma cobraba las entradas, mientras que otro vigilaba el acceso, una angosta hendidura horizontal en la pared que impedía que la concurrencia entrara sin pagar. Hirata decidió que no iba a dejar que la dama Ichiteru lo alterase como lo había hecho la madre del sogún. El envenenamiento -un crimen indirecto, retorcido- era el clásico método de las mujeres asesinas, y eso convertía a Ichiteru en la principal sospechosa del crimen.
– Una, por favor -le dijo al criado, y le tendió el dinero. Agachó la cabeza para pasar por la puerta y se encontró en el acceso al teatro. Había llegado en uno de los intermedios que jalonaban la serie de representaciones que ocupaban el día entero, y el espacio estaba atestado de parroquianos que compraban en los puestos de comida té, sake, pasteles de arroz, frutas y pepitas asadas de melón. Hirata dejó sus zapatos junto con otros muchos y se abrió paso entre la multitud, preguntándose cómo iba a dar con la dama Ichiteru, a la que no conocía.
– ¿Hirata-san?
Se volvió hacia el sonido de una voz femenina que lo llamaba por su nombre. Delante de él había una joven dama varios años menor que él. Ataviada con un quimono de seda rojo brillante con un estampado de parasoles azules y dorados, tenía una negra y lustrosa melena que le llegaba hasta los hombros, mejillas redondas y ojos brillantes y alegres. Hizo una reverencia y dijo:
– Soy Niu Midori. -Tenía la voz aguda, cantarina, infantil-. Sólo quería presentarle mis respetos a vuestro señor. -Una sonrisa curvó sus generosos labios encarnados y alumbró unos hoyuelos en sus mejillas-. En una ocasión me hizo un gran favor, y le estoy sinceramente agradecida.
– Sí, lo sé… Me lo contó. -Hirata le devolvió la sonrisa, cautivado por sus modales nada afectados, lo que no había esperado en una mujer de la condición social de Midori. Su padre era un «señor externo», un daimio cuyo clan había sido derrotado en la batalla de Sekigahara, y más tarde había jurado lealtad a la facción victoriosa de los Tokugawa. Los Niu, aunque despojados de su feudo ancestral y trasladados a la remota Kyushu, seguían siendo una de las familias más acaudaladas y poderosas de Japón. Pero Midori parecía tan sencilla como las chicas con las que Hirata se había relacionado. Sintiéndose de repente alegre e importante, hizo una reverencia y añadió-: Es un placer conoceros.