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– El placer es mío. -La expresión de Midori se tiñó de nostalgia-. ¿Se encuentra bien el sosakan-sama?

Cuando quedó convencida de que Sano gozaba de perfecta salud, comentó:

– Así que ahora está casado. -Su suspiro le indicó a Hirata que Sano le gustaba y que en algún momento había albergado esperanzas de casarse con él. Después lo contempló con vivo interés-. He oído hablar mucho de vos. Erais policía, ¿verdad? ¡Qué emocionante!

Midori compró una bandeja de té y pasteles en un puesto de comidas.

– Permitidme que os ayude -se ofreció Hirata.

– Gracias. -Sonrió mostrando sus hoyuelos-. Debéis de ser muy valiente para ser detective.

– No tanto -dijo Hirata con modestia. Ocuparon un sitio vacío, y le relató algunas historias heroicas de su carrera policial.

– ¡Qué maravilla! -Midori batió palmas-. Y me han dicho que ayudasteis a capturar a una banda de contrabandistas de Nagasaki. Oh, cómo desearía haberlo visto.

– No fue nada -aseveró Hirata, crecido ante su franca admiración. Realmente era dulce y muy guapa-. Ahora investigo el asesinato de la dama Harume, y necesito hablar con la dama Ichiteru. También tengo algunas preguntas para vos -añadió, recordando las instrucciones de Sano.

– ¡Oh, bien! Os diré todo lo que pueda -sonrió Midori-. Venid a sentaros con nosotras. Podemos hablar hasta que empiece la obra.

Hirata la siguió hacia el interior del teatro, rebosante de confianza. Le había parecido tan fácil charlar con Midori; con la dama Ichiteru todo iba a salir a pedir de boca.

El suelo del soleado patio del teatro estaba cubierto de tatamis. Braseros de carbón caldeaban el aire. El público arrodillado charlaba en grupos. Enfrente, el escenario consistía en una larga valla de madera de la que colgaba una cortina negra para ocultar de la vista a los titiriteros, al cantor y a los músicos. Midori condujo a Hirata hasta los asientos preferentes situados delante del escenario, que estaban ocupados por una hilera de damas de ricos vestidos, con sus doncellas y sus guardias.

– La del extremo es la dama Ichiteru. -De repente Midori parecía tímida, vacilante-. Hirata-san, os ruego que me disculpéis si me estoy entrometiendo, pero… debo advertiros de que vayáis con mucho cuidado. No sé nada a ciencia cierta, pero yo…

Siguió balbuciendo, pero en aquel instante la dama Ichiteru se volvió y cruzó una mirada con Hirata.

Con su cara larga y afilada, su nariz alta y los ojos estrechos e inclinados, su belleza clásica parecía sacada de las antiguas pinturas de la corte, o de los folletos baratos que anunciaban a las cortesanas del barrio Yoshiwara del placer. Todo en ella reflejaba esa pasmosa combinación de refinamiento de clase alta y vulgar sensualidad. Llevaba pintados unos delicados labios rojos sobre una boca generosa y exuberante que el maquillaje blanco de la cara no alcanzaba a ocultar. Su peinado, recogido en ondas por los lados y suelto por detrás, era sencillo y austero, pero estaba sujeto por un elaborado ornamento de flores de seda y peinetas laqueadas al estilo de las prostitutas de alto nivel. Su quimono burdeos de brocado le caía por los hombros a la última moda provocativa, pero la piel de su largo cuello y sus hombros redondeados parecía pura, blanca, intacta por ningún hombre. La mirada de Ichiteru era a la par velada y ausente, ladina e inteligente.

A Hirata le temblaban las rodillas, y un calor embarazoso se extendía por todo su cuerpo. Avanzó hacia la dama Ichiteru como un sonámbulo. Apenas era consciente de que Midori estaba haciendo las presentaciones y explicando el motivo de su presencia. Todo lo que lo rodeaba se fundió en una sombra borrosa, mientras que sólo Ichiteru permanecía nítida y vívida. Jamás había sentido una atracción tan inmediata por una mujer.

La dama Ichiteru hablaba con el deje afectado y lánguido de las mujeres de alta cuna:

– Es un placer conoceros… Desde luego, os ayudaré con vuestras pesquisas en todo lo que esté en mi mano…

Su voz era un murmullo ronco que se infiltraba en el cerebro de Hirata como un humo oscuro y embriagador. Alzó un abanico de seda que ocultó la mitad inferior de su cara, y con una caída de párpados y una inclinación de cabeza, invitó a Hirata a que tomara asiento a su lado. Eso hizo él, dirigiendo una mirada ausente a Midori cuando ésta cogió la bandeja de té y empezó a repartir los refrescos entre el grupo, con cara de pena. Después se olvidó de ella por completo.

– Yo… yo quisiera saber… -balbució, tratando de poner sus ideas en orden. El perfume de la dama Ichiteru lo envolvía en el poderoso y agridulce aroma de las flores exóticas. A su pesar, Hirata era consciente de su cortísimo pelo, el disfraz que le había salvado la vida en Nagasaki y que le confería más aspecto de campesino que de samurái-. ¿Cuál era vuestra relación con la dama Harume?

– Harume era una chiquilla pizpireta… -Ichiteru se encogió de hombros con delicadeza, y su quimono resbaló un poco más, revelando el nacimiento de sus pechos generosos. Hirata, devolviendo la mirada a su cara con un esfuerzo sobrehumano, notó que empezaba a tener una erección-, pero era una vulgar campesina. Para nada se trataba de una persona con la que un miembro de la familia imperial…, como es mi caso…, pudiera tener el menor interés en relacionarse.

Ichiteru resopló con altivo desdén. Entre una neblina de deseo, Hirata recordó la declaración de Chizuru.

– Pero ¿no os sentisteis celosa cuando Harume llegó al castillo y… y… su excelencia le otorgó vuestro sitio en su, esto, alcoba?

No bien había dicho la última palabra, sintió deseos de tragársela. ¿Por qué no había dicho «afecto», o algún otro eufemismo cortés para describir las relaciones de la dama Ichiteru con el sogún? Mortificado por su falta de tacto, Hirata lamentaba que su experiencia policial no hubiese incluido nada que lo preparase para tratar asuntos íntimos con mujeres de clase alta. ¡Tendría que haber dejado que fuese Sano el que interrogase a la dama Ichiteru! Contra su propia voluntad, se imaginó una escena en los aposentos privados de Tokugawa Tsunayoshi: la dama Ichiteru en el futón, desvistiéndose, y en lugar del sogún, el propio Hirata. La excitación le enardecía la sangre.

Una sonrisa juguetona asomó a los labios de la concubina; ¿sabría lo que Hirata pensaba? Con ojos mansamente bajos, dijo:

– ¿Qué derecho tengo yo…, una simple mujer…, a opinar sobre la compañía elegida por mi señor? Y de no haberme sucedido Harume, habría sido alguna otra. -Una sombra de emoción surcó sus rasgos serenos-. Tengo veintinueve años.

– Ya comprendo. -Hirata recordó que las concubinas se retiraban pasada esa edad, para casarse, convertirse en funcionarias de palacio o regresar con sus familias. Así que Ichiteru le llevaba ocho años. De pronto las castas jovencitas a las que había sopesado como posibles esposas le parecían sosas, carentes de atractivo-. Bien, pues, esto… -dijo, intentando encontrar la línea de interrogatorio que había emprendido.

Una doncella le pasó a la dama Ichiteru un plato de cerezas secas. Cogió una y le dijo a Hirata:

– ¿Compartiréis nuestro refrigerio?

– Sí, gracias. -Agradecido por la distracción, se llevó una cereza a la boca.

Ichiteru frunció los labios y los abrió. Lentamente insertó la fruta, empujándola con la punta de un dedo. Hirata se tragó la cereza entera sin querer. Había visto a bastantes mujeres comer de aquella forma, con cuidado de que la comida no les tocase los labios y borrara el carmín. Pero, en el caso de la dama Ichiteru, parecía el colmo del erotismo. Sus dedos largos y suaves parecían diseñados para coger, acariciar, introducirse en orificios corporales… Avergonzado por sus pensamientos, dijo: