Las acólitas dieron a la pareja unas ramas del árbol saka con tiras de papel blanco sujetas, y los condujeron hasta la hornacina para realizar las tradicionales ofrendas matrimoniales a los dioses. Menuda y delgada, Reiko apenas le llegaba a Sano a los hombros. Sus largas mangas y la cola de su vestido se arrastraban por el suelo. Hicieron a la vez una reverencia y depositaron las ramas en el altar. Las acólitas se inclinaron dos veces frente a éste y dieron dos palmadas. Los asistentes las imitaron.
– La ceremonia ha sido completada de forma satisfactoria -anunció el sacerdote que había llevado a cabo la invocación-. Ahora la novia y el novio pueden empezar a construir un hogar armonioso.
Acosada por los demonios, Harume logró orientarse de algún modo por los sinuosos corredores de las dependencias de las mujeres y alcanzar la puerta que llevaba al edificio principal del palacio. Allí estaban las damas del castillo, vestidas con brillantes y coloridos quimonos, atendidas por las criadas y por unos cuantos guardas. A Harume empezaban a abandonarle las fuerzas. Entre resuellos, asfixiada, se desplomó en el suelo.
La multitud se volvió con un sonoro frufrú de adornos de seda. Se alzó una barahúnda de exclamaciones:
– ¡Es la dama Harume!
– ¿Qué le pasa?
– ¡Tiene la boca llena de sangre!
Sobre Harume pendía un mosaico cambiante de caras atónitas y espantadas. Unas manchas púrpuras ocultaban los rasgos de aquellas caras conocidas. Las narices se alargaban, los ojos se encendían, bocas lascivas descubrían sus colmillos. De los hombros surgían alas negras que se sacudían en el aire. Los adornos de seda se convirtieron en el plumaje chillón de unos pájaros monstruosos. Hacia ella se extendían ávidas las garras.
– Demonios -dijo Harume entre boqueadas-. No os acerquéis más. ¡No!
La aferraron unas manos fuertes; unas autoritarias voces masculinas proferían órdenes.
– Está enferma. Avisad a un médico.
– No dejéis que interrumpa la boda del sosakan-sama.
– Llevadla a su habitación.
El pánico dotó de fuerza a los músculos de Harume. Mientras lanzaba golpes a diestro y siniestro y trataba de respirar, su voz acudió a ella en un grito de terror:
– ¡Socorro! ¡Demonios! ¡No dejéis que me maten!
– Está loca. No os acerquéis, ¡apartaos! Es violenta.
La transportaron por el pasillo, seguida de la horda vociferante y agitada. Harume luchó por soltarse. Sus captores por fin la tumbaron y la inmovilizaron de brazos y piernas. Estaba atrapada. Los demonios iban a despedazarla y a devorarla después.
Asaltada por aquellos pensamientos escalofriantes, Harume sintió agolparse en su cuerpo una fuerza aún más terrorífica. Una convulsión desmedida se apoderó de sus huesos, sus músculos y sus nervios, le tiró de los tendones y le atenazó los órganos internos con cadenas invisibles. Presa de la agonía, gritó mientras su espalda se arqueaba y los miembros rígidos se extendían sin control. Con una cacofonía de chillidos, los demonios la soltaron, expelidos por la fuerza de sus movimientos involuntarios. Una segunda convulsión, más fuerte, y su visión se inundó de penumbra. Las sensaciones externas se desvanecían; no veía a los demonios ni oía sus voces. El golpeteo errático y desbocado de su propio corazón colmaba sus oídos. Otra convulsión. Con la boca completamente abierta, Harume era incapaz de respirar. Su último pensamiento fue para su amante: con un pesar tan agónico como el dolor, supo que nunca volvería a verlo en esa vida. Un último jadeo. Una súplica inarticulada más:
«Ayuda…»
Después, la nada.
Sano apenas oyó los murmullos de bendición de los presentes, porque las acólitas estaban retirando el velo del rostro de su esposa. Se estaba volviendo hacia él…
Reiko tenía veinte años, pero parecía más joven. Poseía un óvalo facial perfecto, de barbilla y nariz delicadas. Sus ojos, como pétalos negros y brillantes, resplandecían con inocencia. Encima de ellos lucían los finos arcos pintados de sus cejas. El polvo blanco de arroz cubría una piel tersa, perfecta, en contraste con el satén negro de su cabello, que descendía desde una raya central hasta las rodillas. Su belleza dejó a Sano sin aliento. Entonces Reiko le sonrió: un tímido esbozo en unos labios rojos y delicados, antes de bajar la mirada con recato. El corazón de Sano se encogió con una ternura feroz y posesiva cuando le devolvió la sonrisa. Era todo lo que deseaba. Su vida en pareja iba a ser pura dicha conyugal, que empezaría en cuanto terminaran las formalidades de la ceremonia.
Los presentes se pusieron en pie cuando las acólitas escoltaron a Sano y Reiko desde el altar hasta sus familias. Sano hizo una reverencia ante el magistrado Ueda y le dio las gracias por el honor de unirse a su clan, mientras Reiko hacía lo mismo con la madre de Sano. Juntos agradecieron al sogún su protección y a los invitados, su asistencia. Después, tras un sinfín de felicitaciones, agradecimientos y bendiciones, la comitiva, encabezada por el sogún, atravesó las puertas labradas y recorrió el amplio pasillo que llevaba al salón dispuesto para el banquete de bodas, donde esperaban más invitados.
De repente, de las profundidades del castillo llegaron unos gritos agudos y el sonido de pasos a la carrera. El sogún se paró y detuvo la procesión.
– ¿Qué son esos ruidos? -preguntó, con las facciones aristocráticas ensombrecidas por la irritación. Dirigiéndose a sus sirvientes, ordenó-: Id y, ah, averiguad la causa, y poned fin a…
Por el pasillo se abalanzaban hacia la comitiva de la boda centenares de mujeres vociferantes, algunas ataviadas con brillantes ropajes de seda; otras, con los sencillos quimonos de algodón de las sirvientas; y todas, con las mangas sobre la nariz y la boca y los ojos desorbitados por el terror. Tras ellas irrumpió el personal de palacio gritando instrucciones y tratando de restablecer el orden, aunque las mujeres no les prestaban atención.
– ¡Dejadnos salir! -gritaban, y empujaban a los miembros de la comitiva contra las paredes para abrirse camino.
– ¿Cómo osan tratarme con tan poco respeto estas mujeres? -gritó Tokugawa Tsunayoshi-. ¿Se han vuelto todas locas? ¡Guardias, detenedlas!
El magistrado Ueda y las criadas protegieron a Reiko de la estampida, que aumentó hasta incluir a invitados que, presas del pánico, salían en aluvión del salón del banquete. Chocaron contra la madre de Sano, quien la aferró antes de que cayera.
– ¡Si no corremos, estamos perdidas! -gritaban las mujeres.
En aquel momento apareció un ejército de guardias que las condujo de vuelta al interior del castillo. La comitiva de la boda y los invitados se apiñaron en el salón del banquete, en cuyo suelo se habían dispuesto mesas y cojines; un conjunto de músicos asustados se aferraba a sus instrumentos, mientras las doncellas esperaban para servir la comida.
– ¿Qué significa esto? -El sogún se enderezó el alto tocado negro, que había quedado ladeado en la refriega-. Ah, ¡exijo una explicación!
El comandante de la guardia se inclinó ante Tokugawa Tsunayoshi.
– Mis disculpas, excelencia, pero se ha producido un revuelo en las dependencias de las mujeres. Una de vuestras concubinas, la dama Harume, acaba de morir.
El médico mayor del castillo, vestido con los ropajes azul oscuro propios de su profesión, añadió:
– Su muerte fue causada por una repentina enfermedad violenta. El resto de las damas huyeron presas del pánico, por temor al contagio.
Se alzó un murmullo entre los presentes. Tokugawa Tsunayoshi esbozó un gesto de sorpresa.
– ¿Contagio? -Su cara empalideció, y se tapó la nariz y la boca con ambas manos para evitar la entrada del espíritu de la enfermedad-. ¿Significa eso que hay una, ah, epidemia en el castillo?
Dictador de delicada salud y escaso talento para el liderazgo, el sogún se volvió hacia Sano y el magistrado Ueda, los dos hombres de más alta posición de los allí presentes.