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– Encontrar a alguien que nos lleve al lugar de la muerte de la dama Harume.

Pero no fue necesario. Un gran alboroto los atrajo hacia las profundidades del sombrío laberinto de habitaciones ocupadas por incontables mujeres invisibles que susurraban y sollozaban tras las puertas cerradas. Se cruzaron con médicos de azules ropajes que correteaban con sus cofres de medicinas a cuestas; les seguían las sirvientas con bandejas de té y remedios de hierbas. Se oían voces que cantaban o gritaban; repiquetear de campanas, tañer de tambores y crujir de papeles. En los pasillos flotaba el olor dulce y alquitranado del incienso. Sano e Hirata localizaron con facilidad el centro del ajetreo, una pequeña cámara al final del pasillo. Entraron.

En el interior, cinco monjes budistas de túnica azafrán tañían campanas, entonaban plegarias, tocaban tambores y agitaban bastones con tiras de papel para ahuyentar a los espíritus de la enfermedad. Las doncellas echaban sal en el alféizar de las ventanas y alrededor de la estancia para purificar unos limites que la contaminación de la muerte no pudiera atravesar. Dos funcionarias de palacio de mediana edad, ataviadas con los ropajes grises característicos de su cargo, ondeaban incensarios. A través de aquella neblina asfixiante, Sano a duras penas podía ver el cuerpo amortajado que yacía en el suelo.

– Por favor, esperad fuera un momento -les dijo a los monjes, a las doncellas y a las funcionarias. Lo obedecieron, y entonces se dirigió a Hirata-: Ve a buscar al médico mayor.

Después abrió la ventana para que entrase la luz del sol y se despejara el humo. Sacó un pañuelo doblado de debajo de la faja y se cubrió la nariz y la boca. Tras envolverse la mano con el extremo de la faja para protegerse de la enfermedad física y la contaminación espiritual, se acuclilló junto al cuerpo y retiró la mortaja blanca.

El cadáver correspondía a una mujer joven, maciza y robusta de cuerpo, con las faldas separadas de forma que quedaban a la vista sus caderas y las piernas desnudas. La tersa piel y los rasgos redondeados de su óvalo facial pudieran haber sido bellos en alguna ocasión, pero en ese momento estaban cubiertos de la sangre y el vómito que manchaban también su quimono rojo de seda y el tatami sobre el que yacía. Sano tragó saliva con dificultad. Por la mañana había estado demasiado nervioso para comer; en ese momento, la sensación de náusea con el estómago vacío era casi abrumadora. Sacudió la cabeza, apiadado. La dama Harume había muerto en la flor de la vida. De pronto, al darse cuenta del extraño estado del cadáver, frunció el entrecejo.

Su cuerpo presentaba la rigidez propia de alguien que llevara muerto muchas horas, en lugar de minutos: la columna arqueada, los puños apretados, los brazos y las piernas extendidos y rígidos, y las mandíbulas en tensión. Con la mano cubierta, Sano le palpó el brazo. Estaba duro al tacto, y no cedía, con los músculos congelados en un espasmo permanente. Y los ojos desorbitados de Harume parecían demasiado oscuros. Al acercarse más, Sano observó que las pupilas estaban dilatadas al máximo. Su pubis rasurado presentaba lo que parecía ser un símbolo recién tatuado, aún enrojecido e hinchado en torno a las incisiones entintadas: el carácter ai.

Al oír pasos por el corredor, Sano alzó la cabeza a tiempo de ver entrar en la habitación a Hirata y al médico del castillo. Se agacharon a su lado con pañuelos sobre la boca y la nariz para inspeccionar el cadáver.

– ¿De qué enfermedad se trata, doctor Kitano? -preguntó Sano a través de su propio pañuelo, que ya estaba húmedo de saliva.

El médico sacudió la cabeza. Tenía la cara surcada de arrugas y el pelo, ralo y gris, recogido en la nuca.

– No lo sé. Soy médico desde hace treinta años pero jamás había visto u oído algo semejante. El súbito arranque, el delirio violento y las convulsiones, las pupilas dilatadas, el fulminante fallecimiento… Para mí es un misterio; no conozco remedio que lo cure. Que los dioses nos asistan si se extiende esta enfermedad.

– Durante mi primer año en la policía -dijo Hirata-, una fiebre mató a trescientas personas en Nihonbashi. No con estos síntomas, ni tan rápido, pero causó graves problemas. Las tiendas quedaron abandonadas porque los dueños habían muerto o huido a las colinas. Se declararon incendios porque la gente encendía velas e incienso para purificar sus casas y mantener alejado al demonio de la fiebre. Las calles estaban llenas de cadáveres porque no daban abasto para retirarlos. El humo de tantos funerales formó un nubarrón negro que flotaba sobre la ciudad.

Sano cubrió el cuerpo de Harume con la mortaja, se puso de pie y se apartó el pañuelo de la cara; sus acompañantes lo imitaron. Recordaba la epidemia y temía una repetición más desastrosa si cabe allí, en el corazón del gobierno de Japón. Pero, a raíz de sus observaciones, se le ocurría una alternativa no menos inquietante.

– ¿Había mostrado antes la dama Harume algún indicio de enfermedad? -preguntó al doctor Kitano.

– Ayer yo mismo me encargué de su reconocimiento mensual, como hago con todas las concubinas. Harume estaba sana como una manzana.

A medida que el miedo de Sano a una epidemia se desvanecía, se abría paso una terrible inquietud.

– ¿Ha caído enferma alguna otra mujer?

– Todavía no las he examinado a todas, pero la funcionaria mayor me ha dicho que, aunque están alteradas, no presentan ningún problema físico.

– Ya veo. -Aunque se trataba de la primera visita de Sano al Interior Grande, sabía de sus condiciones de abarrotamiento-. ¿Las mujeres viven, duermen y se bañan juntas, comen la misma comida y beben de la misma agua? ¿Y ellas y el personal están en contacto constante las unas con las otras?

– Así es, sosakan-sama -afirmó el médico.

– Pero ninguna comparte los síntomas de la dama Harume. -Sano intercambió una mirada con Hirata que, consternado, daba señales de empezar a entender-. Doctor Kitano, creo que debemos tener en cuenta la posibilidad de que la envenenaran.

La expresión de preocupación del doctor se trocó por una de horror.

– ¡Baje la voz, se lo suplico! -exclamó, aunque Sano había hablado en tono quedo. Después de un furtivo vistazo al pasillo, susurró-: En los tiempos que corren, el veneno es a menudo una posibilidad en caso de muerte repentina e inexplicable. -Sano sabía que en tiempos de paz la gente solía utilizarlo para atacar a sus enemigos sin declarar una guerra abierta-. Pero ¿sois consciente de los peligros que entraña una afirmación como ésa?

Lo era. La noticia de un envenenamiento -verdadero o supuesto- crearía un clima de suspicacia no menos pernicioso que una epidemia. Las legendarias hostilidades del Interior Grande experimentarían una escalada y podrían llegar a adoptar un cariz violento. Ya había sucedido en el pasado. Poco antes de la llegada de Sano al castillo, dos concubinas habían acabado una discusión con una pelea en la que la ganadora apuñaló a la vencida con un pasador del pelo. Hacía once años, una sirvienta había estrangulado a una funcionaria de palacio en la bañera. El pánico se extendería al resto del castillo, intensificaría las rivalidades y provocaría duelos mortales entre funcionarios samurái y soldados.

¿Y qué pasaría si el sogún, siempre susceptible a los desafíos a su autoridad, veía el asesinato de una concubina como un ataque a su persona? Sano preveía una purga sangrienta de culpables potenciales. En busca de una posible conspiración, el bakufu -el gobierno militar de Japón- investigaría a todos los funcionarios, desde el Consejo de Ancianos hasta los más humildes oficinistas; a todos los sirvientes, a todos los daimio -señores provinciales- y sus criados, incluso a los modestísimos ronin. Los sedientos de poder tratarían de escalar posiciones poniendo en entredicho a sus rivales. Se amañarían pruebas, circularían rumores y se calumniarían comportamientos hasta que se ejecutara a uno o muchos «criminales»…