– Si sé que hay una antigua alumna en peligro, estaré encantado de echar una mano. Veamos… -Mientras tocaba el instrumento, contemplaba una barca de recreo que navegaba a la deriva por la laguna del Loto. Después suspiró y sacudió la cabeza-. No hay manera. A mi edad, los acontecimientos recientes se difuminan en la memoria, mientras que los de hace treinta años están claros como el agua. Sabría reproducir mi primera actuación nota a nota, pero lo que es el mes que pasé en el castillo de Edo… -Se encogió de hombros en señal de triste resignación-. Las damas y yo sosteníamos muchas conversaciones durante sus clases. Reñían a menudo, y, en verdad, chismorrean todo el tiempo; sin embargo, no se me ocurre nada que dijeran o hicieran que se saliera de lo corriente. Tampoco recuerdo haber conocido a la dama Harume. Y desde luego, no tuve ningún atisbo de su muerte.
»Lo siento -añadió-. Parece que habéis hecho el viaje en balde. Os ruego que me disculpéis.
– No pasa nada, no es culpa vuestra -dijo Reiko, ocultando su decepción y consciente de que era ella la responsable. En su arrogancia infantil se había formado una idea exagerada de sus habilidades de detective y el valor de sus contactos. Ahora la realidad la despojaba de su ilusión.
Había agotado su último recurso, infructuosamente. Ni resolvería el caso de asesinato, ni salvaría la vida. Cierto, había descubierto el rencor que la dama Ichiteru le tenía a Harume; y que el teniente Kushida había estado en su habitación poco antes del asesinato. Mas aquellas pruebas no habían conducido a ningún arresto. La pena de Reiko se convirtió en rabia contra ella y su sexo. ¡No era más que una hembra inútil y más valdría que se fuera a casa a bordar hasta que vinieran los soldados para llevársela a su ejecución!
Y por debajo de la rabia bullía una inquietante mezcla de emociones encontradas. Aunque lamentaba haber sido incapaz de demostrarle a Sano su superioridad y ganarle en su propio juego, se daba cuanta de que también había querido complacerlo descubriendo al asesino de la dama Harume. Quería que la apreciara y la respetase. La derrota la avergonzaba, pero también lamentaba la pérdida de la esperanza del amor.
De repente la música del koto terminó con un acorde disonante.
– Un momento -dijo el sensei Fukuzawa-. Sí que recuerdo una cosa, después de todo. Fue tan peculiar; ¿cómo lo habré pasado por alto? -Chasqueó la lengua, irritado por su mala memoria, y Reiko se animó de nuevo-. En el Interior Grande vi a alguien que no debería haber estado allí. Eso fue…, a ver…, creo que fue hace dos días.
– Pero, para aquel entonces, la dama Harume ya estaba muerta -dijo Reiko. Sus esperanzas volvían a caer en picado-. A quien visteis no era el asesino que iba a envenenar la tinta. A menos que… ¿estáis completamente seguro de la fecha?
– Por una vez sí, porque se trataba de una ocasión memorable. Estaba terminando mi última lección antes de dejar el castillo de Edo y emprender mi peregrinaje, cuando sentí retortijones y salí disparado hacia el retrete. Fue al volver a la sala de música cuando lo vi en el pasillo. Aunque él no tuviera nada que ver con el asesinato, a todas luces algo raro sucede en el castillo. Tendría que haber informado del incidente, pero no lo hice. Tal vez si os cuento lo que pasó, y si vos creéis que es importante, podríais decírselo a vuestro marido para que adopte las medidas oportunas.
– ¿A quién visteis? -preguntó Reiko. A lo mejor el asesino había vuelto al lugar del crimen.
– A Shichisaburo, el actor de no.
– ¿El amante del chambelán Yanagisawa? -inquirió Reiko desconcertada-. Pero si él no es sospechoso. Incluso si hubiera conseguido entrar sin que lo vieran los centinelas, ¿no lo habrían echado los guardias de palacio?
– Dudo que nadie lo reconociera excepto yo -explicó el viejo músico-, porque iba disfrazado de jovencita, con un quimono de mujer y una larga peluca. Shichisaburo a menudo hace de mujer en el escenario; se le da bien imitar sus ademanes. Parecía una más de las habitantes del Interior Grande. Los pasillos no tienen mucha luz, y se cuidaba de llevar oculta la cara.
– Entonces ¿cómo lo reconocisteis?
El sensei Fukuzawa soltó una risilla.
– He pasado muchos años tocando acompañamientos musicales para el teatro. He visto a centenares de actores. Un hombre que finge ser mujer siempre se traiciona con menudencias que pasan desapercibidas al público. Pero yo tengo buen ojo. Ni siquiera el mejor onnogata es capaz de engañarme. En el caso de Shichisaburo, era su zancada. Dado que el cuerpo de un hombre es más denso que el de una mujer, sus pasos resultaban algo pesados para una mujer de su tamaño. Me dije de inmediato: «¡Eso es un chico, y no una mujer!»
A Reiko se le dispararon las alarmas al vislumbrar una posible explicación para aquel subterfugio. Si lo que sospechaba era cierto, ¡cuánta suerte había tenido al encontrar a un observador tan astuto como el sensei Fukuzawa! Quizá tuviera la oportunidad de demostrar su valía como detective y salvar la vida al mismo tiempo. Se impuso a su emoción para no perder la objetividad; quería asegurarse de estar en lo cierto antes de sacar conclusiones.
– ¿Cómo podéis estar seguro de que era Shichisaburo y no otro hombre, si no le visteis la cara?
– La familia de Shichisaburo es un clan antiguo y venerable de actores -respondió el sensei Fukuzawa-. Con el paso de las generaciones han desarrollado sus propias técnicas para la escena: discretos gestos e inflexiones que sólo reconocen los expertos en el drama no. He visto actuar a Shichisaburo. Cuando dobló la esquina por delante de mí, le vi levantar del suelo el dobladillo de sus ropajes al modo que inventara su abuelo, para el que tantas veces toqué.
El sensei hizo una demostración: se cogió la falda de su quimono entre el pulgar y dos dedos, con los demás recogidos en la palma.
– Era Shichisaburo, no cabe duda.
– ¿Qué hizo? -Reiko tuvo que esforzarse para que las palabras atravesaran los nervios que le atenazaban los pulmones.
– Tenía curiosidad, de modo que lo seguí a cierta distancia. Echó un vistazo para ver si alguien lo espiaba, pero no me vio; la mala vista le viene de familia, aunque a todos los educan para que actúen como si vieran perfectamente. Fue derecho a los aposentos de la dama Keisho-in. No había guardias apostados a las puertas, como en las ocasiones en que he actuado para la madre del sogún. Tampoco había nadie a la vista. Shichisaburo entró sin llamar y se quedó un rato. Yo esperé en el recodo del pasillo. Cuando salió, llevaba algo escondido en la manga. Oí un crujido de papel.
Reiko pensó en la relación de Shichisaburo con el chambelán Yanagisawa, el enemigo de su marido. Recordaba los rumores de sus intentos de asesinar a Sano, de destruir su reputación y socavar su influencia en el sogún. Sus sospechas cobraron fuerza. ¿Había sobornado Yanagisawa a los guardias de la dama Keisho-in para que abandonaran su puesto? En un torbellino de miedo e inquietud, preguntó:
– ¿Y entonces, qué?
– Shichisaburo atravesó las dependencias de las mujeres a toda prisa. A duras penas pude seguirle el paso. Entró a hurtadillas en una habitación al fondo de un corredor.
La habitación de la dama Harume, pensó Reiko. El pavor y la euforia la marearon al considerar el clima político que rodeaba el asesinato: la sucesión en peligro, los celos y rencillas de poder, los rumores sobre la dama Keisho-in. La visita clandestina de Shichisaburo urdía todos aquellos elementos del caso en un patrón que vaticinaba la catástrofe.
– Pegué el oído a la pared -prosiguió el sensei Fukuzawa-, y oí que Shichisaburo revolvía la habitación. Cuando salió, llevaba las manos vacías. Tenía la intención de salirle al paso, pero por desgracia sentí un nuevo acceso de diarrea. Shichisaburo se esfumó. Mi malestar me impidió informar de inmediato de lo que había visto, y más adelante estuve tan ocupado con el final de mis lecciones y la despedida de las damas que me olvidé del asunto por completo.