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– A mi señora no le gusta lo que estáis insinuando, sosakan-sama. -La voz de Ryuko adquirió tintes de advertencia-. Si tenéis algo de sentido común lo dejaréis ahora, antes de que decida expresar su descontento por canales oficiales.

La amenaza no resultaba un golpe menos duro porque se la esperaran. Si Sano estuviese interrogando a solas a la dama Keisho-in, podría deducir sutilmente su inocencia o extraerle una confesión sin llegar a la confrontación directa. Pero la presencia de Ryuko complicaba las cosas. Jamás permitiría que su benefactora reconociera el asesinato, porque él compartiría su castigo. Iba a proteger su propio pellejo atacando a Sano… sobre todo si había conspirado para asesinar al heredero nonato del sogún. En su fuero interno, Sano maldijo su talante, que lo condenaba a erigir su propia pira funeraria. Pero no podía alterar las exigencias del deber y el honor. Resignado, sacó la carta.

– Decidme si la reconocéis, dama Keisho-in -dijo Sano, y leyó-: «No me quieres. Por mucho que intente creer lo contrario, ya no puedo negarme a ver a la verdad.»

A medida que recitaba las dolidas recriminaciones, la pasión celosa y los ruegos de amor, Sano comprobaba a intervalos la reacción de su público. Los ojos de Keisho-in fueron abriéndose cada vez más en una cara demacrada por el asombro. La expresión de Ryuko pasó de la incredulidad al desaliento. Eran la viva imagen de unos criminales atrapados con las manos en la masa. Sano sentía escasa satisfacción. Sería difícil lograr que encarcelaran a la dama Keisho-in con un sistema judicial controlado por su hijo; el precio del intento podía ser su propia vida.

– «Lo que en verdad quiero es verte sufrir tanto como yo sufro. Podría apuñalarte y observar cómo te desangras. Podría envenenarte y deleitarme con tu agonía. Cuando implores misericordia, sólo me reiré y te diré: "¡Así me has hecho sentir!" Si me niegas tu amor, ¡te mataré!»

Silencio. La dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko estaban paralizados. Los gases del carbón, los olores de la comida y el calor asfixiante de la habitación envolvían a Sano, a Hirata y a los dos conspiradores en una mortaja nauseabunda.

Entonces Keisho-in rompió a toser, con las manos a la garganta.

– ¡Socorro! -gritó entre jadeos.

Ryuko la golpeó en la espalda.

– ¡Agua! -ordenó-. ¡Se está asfixiando con la comida!

Hirata se levantó de un salto. Vertió agua de un jarro de loza en una taza y se la llevó al sacerdote, quien la acercó a los labios de Keisho-in.

– Bebed, mi señora -la apremió Ryuko.

La dama tenía la cara encarnada; lagrimeaba entre arcadas y resuellos. Bebió con ansia el agua, que se cayó por su ropa. Ryuko miró con furia a Sano.

– Fijaos en lo que habéis hecho.

Sano recordó que Keisho-in se había desmayado al oír que habían asesinado a Harume. ¿Había sido también aquello un número dirigido a ocultar el hecho de que ya lo sabía? ¿Su ataque era inteligente diversión o verdadera aflicción?

Keisho-in se recostó en los cojines, respirando con exagerado alivio. Ryuko le abanicaba la cara.

– Le escribisteis a Harume esta carta -dijo Sano-. Amenazasteis con matarla.

– No, no. -La dama Keisho-in agitó las manos en débil señal de protesta.

– ¿De dónde la habéis sacado? -exigió el sacerdote Ryuko-. Dejádmela ver. -Sano sostuvo en alto la carta, a salvo de las manos del sacerdote; no quería que su prueba acabase en el brasero.

– De la habitación de Harume -explicó.

Los dos exclamaron al unísono:

– ¡Eso es imposible! -Ryuko tenía la cara cenicienta y los ojos llenos de terror. La dama Keisho-in se incorporó.

– Yo escribí esa carta; sí, lo reconozco. Pero no para Harume. Iba destinada a mi amor más querido, ¡que está aquí delante!

Aferró débilmente el brazo de Ryuko.

Era una explicación ingeniosa, que el acceso de tos de Keisho-in le había dado sin duda tiempo de pergeñar. Ryuko también se recuperó enseguida.

– Mi señora os dice la verdad -dijo-. Siempre que siente que no soy lo bastante atento, se enfada y expresa su descontento mediante cartas. A veces amenaza con matarme, aunque en realidad no lo diga en serio. Recibí esta carta hace unos meses. Como de costumbre, hicimos las paces, y se la devolví.

– Sí, sí, así es -corroboró la dama Keisho-in.

El sacerdote ya había recuperado la compostura, pero Sano captaba el miedo que subyacía a su mirada impasible.

– No hay nada en esa carta que demuestre que le fuera escrita a Harume -dijo Ryuko-. Habéis cometido un error, sosakan-sama.

– Debió… Debió de robarla de mis aposentos -farfulló Keisho-in. No era tan diestra en ocultar sus emociones como Ryuko, y su pánico se hacía evidente en las respiraciones rápidas y audibles-. Sí, eso debió de pasar.

– ¿Y por qué haría ella tal cosa? -preguntó Sano, poco convencido. Los dos lo miraban sin habla, confusos. El característico olor del miedo impregnaba la habitación. Sano sabía que procedía de él y de Hirata tanto como de Keisho-in y Ryuko. Enunció la última y fatal prueba-: Tenemos un testigo que os oyó conspirar para asesinar a Harume y a su hijo nonato para que su excelencia permaneciera como sogún el resto de su vida y no perdieseis la influencia que tenéis sobre él.

– ¡Eso es mentira! -exclamó Keisho-in-. ¡Yo nunca haría nada tan horrible, y tampoco mi queridísimo Ryuko!

– ¿Qué testigo? -preguntó Ryuko.

En ese momento, la inspiración despejó la confusión de su rostro. Apretó la mandíbula con furia.

– Fue Ichiteru, esa zorra intrigante que quiere sustituir a mi señora como madre del dictador de Japón. Lo más probable es que os mintiera porque ella misma mató a Harume. -Le lanzó a Sano una mirada furibunda-. Y vos queréis incriminarnos en el asesinato para poder controlar al sogún. Falsificasteis el supuesto diario, metisteis la carta y pagasteis al padre de Harume para que sembrara sospechas sobre mi señora.

Sano se desesperó. Esa, pues, iba a ser la defensa de Keisho-in y Ryuko contra su acusación. Sin duda al ignorante Tokugawa Tsunayoshi le parecería razonable.

– De acuerdo, Harume tuvo acceso a vuestros aposentos -reconoció Sano-, pero vos también a los suyos. ¿Envenenasteis la tinta, dama Keisho-in?

– No. ¡No! -Las palabras surgían en un susurro agudo; la dama Keisho-in palideció y se llevó las manos al pecho.

– ¿Qué sucede, mi señora? -preguntó Ryuko.

– ¿Dónde estabais entre la hora de la serpiente y el mediodía de hoy? -le preguntó Sano al sacerdote.

– En mis aposentos, meditando.

– ¿Estabais solo?

Keisho-in emitió unos gritos de dolor.

– Sí, solo. ¿Adónde queréis ir a parar? -respondió impaciente.

– Hoy han asesinado al buhonero que vendió el veneno que mató a Harume -explicó Sano.

– ¿Y tenéis la osadía de sugerir que he sido yo?

La furia de Ryuko no lograba ocultar su pánico. Unas grandes manchas de sudor oscurecían su bata; las manos le temblaban al recostar a la convulsa Keisho-in en los cojines.

– ¿Hay alguien que pueda demostrar que no estabais en el muelle Daikon esta mañana?

– Esto es absurdo. No conozco a ningún vendedor de drogas. -Ryuko acarició la frente de la dama-. ¿Qué os pasa, mi señora?

– Un ataque -chilló la dama Keisho-in-. ¡Socorro, me ha dado un ataque!

– ¡Guardias! -gritó Ryuko a los hombres apostados a la puerta-. Id a por el doctor Kitano. -Después se volvió hacia Sano con la cara lívida de furia y terror-. ¡Si muere será culpa vuestra!

Sano no creía que la anciana estuviese enferma de verdad, y no estaba dispuesto a que la farsa le impidiera considerar que Ryuko carecía de coartada para el asesinato de Choyei. La fuerza combinada de móvil y pruebas lo obligaba a traspasar una línea que había esperado no llegar a cruzar. En su interior reverberaba un mal augurio.