– No tengo más remedio que acusaros a los dos del asesinato de la dama Harume y de su hijo nonato -dijo-, y de conspiración para cometer traición contra el estado Tokugawa.
Más tarde, el sogún tendría que decidir qué era verdad y qué mentira. Hirata y Sano intercambiaron una mirada de resignación y se levantaron para partir.
– ¡Vosotros sois los criminales! -les gritó el sacerdote Ryuko mientras la dama Keisho-in jadeaba y sollozaba entre los cojines-. Habéis conspirado contra mi señora para medrar y ahora habéis puesto en peligro su salud. Pero no os saldréis con la vuestra. Cuando su excelencia se entere de esto, ya veremos quién goza de su favor… ¡y quién muere como traidor! -Se abrió la puerta y Ryuko exclamó con alivió-: ¡Por fin, el doctor!
Sin embargo, era uno de los detectives de Sano, escoltado por guardias de palacio, que le ofreció un pliego de papel.
– Siento interrumpiros, sosakan-sama, pero traigo un mensaje urgente de vuestra esposa. Insiste en que lo leáis antes de salir de aquí.
Sorprendido, Sano aceptó la misiva, preguntándose qué tendría que decirle Reiko que no pudiera esperar a que llegara a casa. Mientras Ryuko atendía frenético a la dama Keisho-in, leyó:
Honorable esposo,
Aunque me has ordenado que permanezca al margen de la investigación, he vuelto a desobedecerte. Pero te ruego que contengas tu ira y prestes atención a mis palabras.
He sabido de fuentes fidedignas que el actor Shichisaburo entró a hurtadillas en el Interior Grande disfrazado de mujer, el día después de la muerte de la dama Harume. Sacó algo de la habitación de la dama Keisho-in y lo dejó en la de Harume. En mi opinión, era una carta que implicaba a la dama Keisho-in en el asesinato. También creo que Shichisaburo robó la carta por orden del chambelán Yanagisawa y la dejó en la escena del crimen para que tú la encontraras. El chambelán debe de haberos tendido una trampa a la dama Keisho-in y a ti para que la acuses.
Por tu bien y el mío, ¡te ruego que no caigas en ella!
Reiko
Sano estaba conmocionado. Luego llegó el horror, mientras le pasaba la carta a Hirata sin decir palabra. A pesar de sus recelos anteriores sobre las aptitudes de Reiko como detective, su teoría era irrefutable. Se dio cuenta de que la dama Keisho-in era una rival más importante para el chambelán Yanagisawa que él mismo. Y la artimaña parecía muy propia de su enemigo. Explicaba por qué se había mostrado tan amable últimamente; esperaba verse muy pronto libre de Sano y de Keisho-in, su otro obstáculo en el ascenso al poder. Seguro que sus espías habían descubierto la existencia de la carta durante un registro de rutina en el Interior Grande. Le había ofrecido ayuda a Sano y se había opuesto a la maniobra de Keisho-in para obstaculizar la investigación porque quería asegurarse de que la carta saliera a la luz. La noticia del embarazo de Harume lo había emocionado porque pasaba de un simple asesinato a alta traición: un crimen cuyas consecuencias destruirían a sus rivales.
Entonces Sano cayó en que los versos ocultos del diario y el mensaje de Harume a su padre debían de referirse a alguien que no fuera Keisho-in. La dama Ichiteru había mentido. Todas las suposiciones sobre Keisho-in y Ryuko se derrumbaban sin la carta. Sano los contempló con nuevos ojos. En el sufrimiento de Keisho-in vio la angustia de una mujer falsamente acusada, y en Ryuko la desesperación de un inocente que defiende su vida. El mensaje de Reiko había llegado a tiempo para evitar que presentara cargos oficiales contra ellos, pero ¿podría reparar el daño que ya estaba hecho?
– Sosakan-sama, ¿qué vamos a hacer? -La cara de Hirata reflejaba el desaliento de Sano.
Keisho-in vomitaba en una palangana mientras Ryuko le sostenía la cabeza. Sano se arrodilló frente a ellos y les hizo una reverencia.
– Honorable dama Keisho-in, sacerdote Ryuko. Os debo una disculpa. He cometido un terrible error. -Se apresuró a referirles el contenido de la carta de Reiko, añadiendo sus propias observaciones que lo corroboraban-. Os ruego humildemente que me perdonéis.
Recobrada de la conmoción que el ataque le había producido, Keisho-in se incorporó y lo miró boquiabierta. Ryuko lo contemplaba, sacudiendo la cabeza ante aquel nuevo ultraje.
– Aiiya, un hombre tan guapo y encantador como el chambelán Yanagisawa -exclamó agitada Keisho-in-. No puedo creer que nos hiciera una cosa así.
– Creedlo, mi señora -dijo Ryuko en tono lúgubre. Él, a diferencia de su benefactora, estaba al tanto de las realidades de las intrigas políticas del bakufu, y dispuesto a aceptar la explicación de Sano.
– ¡Qué espanto! Por supuesto que os perdono, sosakan Sano.
Aunque la mirada de Ryuko no perdió su frialdad -no olvidaría con facilidad la afrenta de Sano-, asintió.
– Parece que debemos poner fin a nuestras diferencias y unirnos contra un mal mayor.
Sano dio gracias a los dioses.
– De acuerdo -dijo.
Juntos, él e Hirata, la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko tramaron un plan para derrocar al chambelán Yanagisawa.
31
Sola en su alcoba, Reiko esperaba las noticias que determinarían su destino. Las doncellas habían encendido la lámpara de al lado de la cama, preparado el futón y dispuesto sus ropas de noche. Pero Reiko aún llevaba las prendas con las que había viajado al templo de Zojo. Daba vueltas por la habitación y, cada vez que creía oír voces en el exterior, se detenía tensa y sin aliento. La mansión estaba en paz; los criados y detectives, dormidos. Sólo Reiko permanecía en vigilia.
Si su mensaje no había llegado a tiempo, pronto aparecerían soldados para desalojar la casa y arrestarla, como esposa del traidor que había atacado a la madre del sogún. Si había recibido el mensaje y hecho caso de su advertencia, estarían a salvo de una muerte deshonrosa, aunque Reiko dudaba que Sano fuera a perdonarle aquella última muestra de rebeldía. Más de un orgulloso samurái moriría antes que desprestigiarse. Lo más probable era que aquella misma noche la enviara de vuelta con su padre. En cualquier caso, era el fin de su matrimonio.
Con dolorosa lucidez, Reiko vio los errores que había cometido. ¿Por qué no había aplacado el orgullo masculino de Sano y negociado una solución de compromiso, en vez de indisponerse contra él desde el principio? Querer aquello que no podía conseguir era su sino. Su naturaleza impetuosa le había costado el hombre que la desafiaba, enfurecía y excitaba; el hombre al que odiaba y deseaba con una intensidad que jamás había sentido.
El hombre al que amaba.
Reiko experimentó la certeza como un dolor agridulce en el corazón. Se moría por saber lo que había pasado en los aposentos de la dama Keisho-in. ¿Cuándo llegaría alguien a dar fin a tan terrible suspense?
La llama de la lámpara titubeaba como un débil faro de esperanza en la noche. En los braseros, las ascuas se desmoronaban y se convertían en ceniza. La sombra de Reiko se encaramaba por los muebles, los tabiques de papel y el mural de la pared a medida que caminaba. La aprensión tensaba sus músculos como rígidos cables de acero.
Entonces, al filo de la medianoche, oyó un ruido quedo de cascos en el pasaje. Había llegado el momento; y aquella aproximación sigilosa resultaba más amenazante que el clamor de soldados armados que ella se había imaginado. Tal vez el sogún pretendía hacer desaparecer del castillo de Edo a los traidores, ejecutarlos en secreto y preservar la apariencia de invulnerabilidad de los Tokugawa. O quizá Sano había enviado a alguien para que la sacara con discreción de la casa, para evitar un escándalo. Pero Reiko no era de las que se acobardaban ante el peligro. Corrió a la puerta y la abrió de golpe.