Se sentó y pidió la comida al propietario, un hombre robusto al que le faltaban las articulaciones de varios dedos en ambas manos. Los clientes y el personal intercambiaban chismorreos.
El local era a las claras un punto de encuentro del lugar. Después de todo, a lo mejor su viaje no era una pérdida de tiempo. El dueño le llevó la comida: trozos de anguila a la brasa y berenjena en vinagre sobre arroz, con una jarra de té. Hirata se presentó.
– Investigo la muerte de un buhonero ocurrida no muy lejos de aquí. ¿Has oído algo?
El hombre asintió y se secó el ceño sudoroso con un trapo.
– Hoy en día suceden muchas desgracias, pero siempre es un golpe cuando es alguien que conoces.
Hirata empezó a interesarse.
– ¿Lo conocías? -Era la primera persona que admitía una relación con Choyei, que parecía un recluso sin amigos o familia.
– No mucho -confesó el propietario-. Nunca hablaba demasiado; era reservado. Pero comía aquí a menudo. Teníamos un trato: él me dejaba baratos sus productos, y yo recogía mensajes de sus clientes. Se paseaba por toda la ciudad, pero era sabido que se le podía encontrar aquí. -El dueño echó un vistazo a los emblemas de los Tokugawa que Hirata llevaba bordados-. ¿Puedo preguntar por qué un funcionario de alto rango como vos se interesa por un viejo buhonero?
– Vendió el veneno que mató a la concubina del sogún -dijo Hirata.
– Esperad, yo no sé nada de venenos. -El hombre alzó las manos a la defensiva-. Por lo que yo sé, el viejo sólo vendía pociones curativas. ¡Por favor, no quiero problemas!
– No te preocupes -dijo Hirata-. No ando detrás de ti. Tan sólo quiero tu ayuda. ¿Preguntó ayer por el buhonero un hombre que llevaba capa oscura y capucha?
– No. No recuerdo que ayer nadie preguntara por él.
Hirata se sentía defraudado: después de todo aquella pista podía ser un callejón sin salida.
– ¿Había mujeres entre sus clientes? -preguntó con desgana.
– Oh, sí. Muchas, incluso damas ricas y elegantes. Le compraban medicamentos para dolencias femeninas.
El propietario se relajó, contento de desviar la conversación del asesinato, pero a Hirata se le encogió el corazón.
– ¿Una de las damas era alta, muy guapa y elegante, de unos veintinueve años, de pecho abundante y con muchos ornamentos en el pelo?
– Podría ser, pero no hace poco. -Ansioso de disociarse del crimen, el propietario añadió-: Ahora que lo pienso, hace siglos que no ha habido mensajes ni visitantes para el viejo.
Un camarero joven con la cara llena de granos que pasaba con una bandeja de comida se metió en la conversación.
– Excepto el samurái aquel que pasó justo después de que sirviéramos el desayuno de ayer.
– ¿Qué samurái? -exclamaron Hirata y el dueño al unísono.
El camarero repartió cuencos de arroz y anguila.
– El que vi en el callejón cuando saqué la basura. Me amenazó con atravesarme con su lanza si no lo ayudaba a encontrar al buhonero. Así que le dije dónde vivía el viejo. Salió disparado. -El camarero parecía afligido-. ¿Fue él quien lo mató? Supongo que hice mal.
– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Hirata.
– Mayor que vos. Un tipo feo. -El camarero adelantó la mandíbula para hacer una imitación burlona-. No se había afeitado, y aunque sus ropas eran de las que llevan los caballeros, estaban sucias, como si hubiera dormido al raso.
Hirata no cabía en sí de júbilo. La descripción del hombre y su arma encajaba con la del teniente Kushida, y lo situaba en la zona en el momento de la muerte de Choyei; podía haberse puesto la capa más adelante, para disfrazarse. Aquello lo hacía más sospechoso que la dama Ichiteru. Hirata se tomó su comida y agradeció la colaboración del dueño y el camarero con generosas propinas. Salió del restaurante y envió un mensajero al castillo de Edo con órdenes de buscar a Kushida por el muelle de Daikon. Después cabalgó hacia el mercado donde un asesino había estado a punto de matar a la dama Harume con una daga.
– Os enseñaré dónde ocurrió -dijo el sacerdote que estaba a cargo de la seguridad del templo de Kannon de Asakusa. Antiguo guardia del castillo de Edo, poseía las poderosas facciones de una máscara guerrera de hierro y un vigor inalterado por la amputación del brazo izquierdo, que había acabado con su anterior carrera. Hirata había pasado a buscarlo para repasar el informe oficial sobre el ataque a la dama Harume. En aquel momento salían del templo y entraban en la Naka-mise -dori, la amplia avenida que llevaba de la sala principal a la magnífica Puerta del Trueno.
Asakusa, un arrabal a la orilla del río Sumida, se extendía a ambos lados de la vía que conducía a todos los destinos del norte. Los viajeros a menudo se detenían para tomarse un tentempié y hacer ofrendas en el templo. Su buena situación lo convertía en uno de los barrios de entretenimiento más populares de Edo. Una vocinglera multitud abarrotaba el recinto y se congregaba alrededor de puestos donde se vendían plantas, medicinas, paraguas, dulces, muñecas y figuritas de marfil. El aroma del incienso se mezclaba con el olor tostado de las famosas «galletas de trueno» de Asakusa, hechas con mijo, arroz y judías. El sacerdote consultó un libro de contabilidad encuadernado en tela y se detuvo frente a un salón de té. Cerca, el público vitoreaba a tres acróbatas que volteaban tapas de hierro sobre el borde de sus abanicos mientras hacían equilibrios en una plancha encaramada a unas altas varas de bambú que sostenía un cuarto hombre.
– De acuerdo con la declaración de la dama Harume, ella se encontraba aquí, así. -El sacerdote se situó en la esquina del salón de té, con medio cuerpo en el interior del callejón perpendicular y de espaldas a la calle-. La daga vino desde esa dirección -señaló en diagonal al otro lado de la Kana-mise -dori- y se clavó aquí. -Tocó una estrecha hendidura en el tablón de la pared del salón de té-. El filo atravesó la manga de la dama Harume. Un poco más y la habría herido de gravedad o matado.
– ¿Qué pasó con el arma? -preguntó Hirata.
– Aquí la tengo.
El sacerdote sacó del libro un paquete envuelto en papel. Hirata lo abrió y encontró una daga corta con una afilada hoja de acero rematada por una aguzada punta y con el mango envuelto en tela negra de algodón. Era la clase de arma barata que empleaban los plebeyos, fácil de esconder bajo la ropa o la cama… y más fácil todavía de encontrar.
– Me la quedo -dijo Hirata. La envolvió de nuevo y se la guardó en la faja, aunque tenía muy pocas esperanzas de localizar a su dueño-. ¿Hubo testigos?
– Todos los que la rodeaban miraban en la dirección contraria, a los acróbatas. La dama Harume se había separado de sus acompañantes y estaba muy alterada. O no vio nada o el miedo hizo que se olvidara. Los vendedores de la calle se fijaron en un hombre con capa oscura y capucha que se alejaba corriendo.
El corazón de Hirata dio un vuelco de emoción. ¡El atacante llevaba el mismo disfraz que el asesino de Choyei!
– Por desgracia, nadie vio bien al culpable, y se escapó -se lamentó el sacerdote.
– ¿Cómo? -Aquello lo sorprendía. Las fuerzas de seguridad de Asakusa por lo general mantenían el orden y reducían a los alborotadores con admirable eficiencia-. ¿Nadie lo persiguió?
– Sí, pero el incidente se produjo el Día Cuarenta y Seis Mil -le recordó el sacerdote.
Hirata asintió cabizbajo. Una visita al templo en aquella festividad de verano equivalía a cuarenta y seis mil en cualquier día normal, con el consiguiente número de bendiciones. El recinto debía de estar hasta los topes de peregrinos. Los puestos que aprovechando la ocasión vendían alquequenjes, cuyo fruto ahuyentaba la enfermedad, habrían entorpecido la persecución, mientras que el desorden permitía que el atacante se escabullera. Con un suspiro, Hirata alzó la vista hacia la imponente masa de la sala principal del templo, los tejados escalonados de las dos pagodas. Recordó los santuarios, los jardines, los cementerios, los otros templos y el mercado secundario del interior del recinto de Asakusa Kannon; los caminos que atravesaban los arrozales circundantes; el embarcadero del transbordador y el río. Había un sinfín de escondrijos y de vías de escape para un criminal. El atacante de la dama Harume había elegido bien el lugar y el momento.