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– ¿Tienes alguna información más? -preguntó Hirata sin muchas esperanzas.

– Sólo los nombres de todos los que formaban el grupo que salió del castillo de Edo. Reuní a las mujeres y a sus escoltas en el templo y les tomé declaración, según el procedimiento de rutina.

Le mostró el libro, y, de la lista de los cincuenta y tres acompañantes de Harume, un nombre le saltó a la vista: el de la dama Ichiteru. Sintió un nudo en el estómago. Señaló el nombre de la que había sido su amante.

– ¿Qué te dijo?

El sacerdote pasó páginas y encontró la declaración.

– Ichiteru dijo que estaba sola tomando té calle abajo cuando oyó los gritos de la dama Harume. Afirmó que no sabía nada del ataque o de quién podía ser el responsable.

Pero Ichiteru era una mentirosa sin coartada. Al sobrevivir Harume, ¿había recurrido al veneno? Sin embargo, Hirata no quería demostrar su culpabilidad, ni siquiera en aras de cerrar el caso o de la satisfacción de verla castigada. La perspectiva del éxito y la venganza perdía atractivo cuando se imaginaba vivir el resto de sus días sabiendo que lo había engañado una asesina.

– Déjame que vea esa lista otra vez. -Al encontrar al teniente Kushida anotado, experimentó un gran alivio. Kushida encajaba con la descripción general del asesino. La daga no era su arma preferida, pero podía haberla elegido porque era más fácil de esconder que una lanza-. ¿Qué contó Kushida?

– Estaba tan trastornado por su fracaso al proteger a Harume que fui incapaz de determinar su paradero durante el ataque -dijo el sacerdote.

– ¿Lo vio alguien más?

– No. Se habían separado para escoltar a varias damas por el recinto. Todos dieron por sentado que Kushida estaba con un grupo diferente. -El sacerdote frunció el entrecejo-. Conozco al teniente de mis tiempos en el castillo de Edo. No tenía motivos para creer que era sospechoso del ataque o que se convertiría en prófugo de la justicia. De otro modo habría intentado establecer sus movimientos. Lamento haber resultado de tan poca ayuda.

– En absoluto -dijo Hirata-. Me habéis dicho lo que quería saber.

Estaba convencido de que el mismo hombre le había lanzado la daga a Harume, la había envenenado y había silenciado a Choyei. El teniente Kushida había tenido sobrada oportunidad para cometer los crímenes, y carecía de coartadas. Hirata preveía su retorno triunfal a las buenas relaciones con Sano y su autorrespeto.

Todo lo que tenía que hacer era encontrar al teniente Kushida.

33

En el distrito daimio, una partida de soldados escoltaba un palanquín detenido frente a una puerta adornada con el emblema del doble cisne. Su comandante anunció:

– La esposa del sosakan-sama del sogún desea ver al caballero Miyagi.

– Os ruego que esperéis mientras informo al daimio de que tiene una visita -replicó uno de los guardias de los Miyagi.

Dentro del palanquín, Reiko temblaba de alegre emoción. Su carrera de detective empezaba de verdad. A primera hora de la mañana había hablado con Eri, quien le había prometido acordar una cita con la dama Ichiteru para más tarde. En aquel momento llegaba su primera ocasión de medir su inteligencia con un sospechoso de asesinato. ¡Cómo deseaba que el caballero Miyagi fuese el asesino, para adjudicarse el triunfo de demostrarlo! Mientras esperaba, jugueteaba con una caja de dulces que había llevado como regalo de cortesía para los Miyagi. Las circunstancias le habían proporcionado la excusa perfecta para visitarlos. Podría sondear sus secretos oscuros, y el caballero Miyagi jamás sospecharía su auténtico propósito. Aunque Reiko trataba de calmarse y concentrarse en la tarea que tenía por delante, a sus labios no dejaba de asomar una sonrisa, y no sólo por haber alcanzado su sueño.

Su primera noche con Sano había añadido una nueva dimensión a su vida. A pesar del dolor entre las piernas, el amor le había aportado una estimulante sensación de bienestar físico y espiritual. El mundo parecía repleto de tentadores desafíos, y Reiko se sentía preparada para afrontarlos todos. Asomó la cabeza con impaciencia para mirar hacia la puerta de los Miyagi. Por fin, apareció un criado.

– El caballero y la dama Miyagi recibirán a la dama Sano en el jardín -anunció.

Reiko cogió su regalo y bajó del palanquín. Le dijo a su séquito que la esperara fuera y entró con el criado en la mansión del daimio. En el recinto que formaban los barracones de los vasallos, las garitas estaban ocupadas tan sólo por dos samuráis. La mansión, de paredes con entramado de madera y tejados de teja, estaba rodeada por otro patio. En el porche de la entrada había apostado un único guardia. En el lugar imperaba una soledad estremecedora. Sano la había precavido de aquello, y su corazón se aceleraba de ansiedad. El anormal modo de vida del caballero Miyagi era, a todas luces, indicativo de un carácter turbio. ¿Estaba a punto de conocer al asesino de la dama Harume?

Siguió a su guía a través de otra puerta, la que daba al jardín privado. Los pinos se alzaban como monstruos grotescos, con el tronco y las extremidades artificialmente descoyuntados y el follaje recortado para acentuar lo retorcido de sus posturas. Las piedras ornamentales eran gruesos pilares fálicos de cabeza redondeada. En un macizo de arbustos se alzaba la estatua negra de una deidad hermafrodita de muchos brazos con las manos sobre sus senos desnudos y su erección. Aquella mañana Sano le había resumido los extraños usos de la casa Miyagi, pero las simples palabras no la habían preparado para la realidad. La iniciación sexual había ampliado sus sentidos y le había conferido una aguda conciencia de lo que la rodeaba. En el jardín se respiraba un ambiente extrañamente quedo. Los rayos del sol, filtrados por los árboles deformes, arrojaban largas sombras. Reiko resopló ante la podredumbre del aire.

En un lecho de arena blanca, una hermosa jovencita trazaba pulcras líneas paralelas con un rastrillo. Otra lanzaba migas a la carpa naranja del estanque. En el pabellón bordaba una mujer mayor, de rostro feo y austero. Un varón de mediana edad, de rodillas junto a un arriate y ataviado con una ajada bata azul de algodón, esparcía con un cucharón algo que sacaba de un cubo de madera.

De repente, Reiko tuvo miedo, aun con los guardias que la esperaban en el exterior. Nunca se había entrevistado con un sospechoso de asesinato. Su conocimiento de los criminales se reducía a los que había observado, sin peligro, en el tribunal del magistrado. La siniestra atmósfera de la mansión Miyagi la advertía de que ya no tocaba fondo. ¿Sería capaz de obtener la información que quería sin desvelar su condición de compañera de Sano? A fin de no perder su respeto, para servir al honor y al amor, tenía que conseguirlo. ¿Era realmente el caballero Miyagi el asesino? ¿Qué le haría si desvelaba su estratagema?

– La honorable dama Sano Reiko -anunció el lacayo.

Todos se volvieron hacia Reiko. El rastrillo se detuvo en sus surcos; la chica que daba de comer a la carpa se paró con el brazo extendido. El caballero Miyagi detuvo el cucharón a media altura, y las manos de su esposa quedaron quietas sobre el bordado. Mientras la observaban en impasible silencio, Reiko casi veía los vínculos invisibles que los unían como hilos de telaraña. El daimio y las dos jóvenes se pusieron en movimiento y se plantaron junto al pabellón ocupado por la dama Miyagi. A Reiko le daban la impresión de ser partes separadas de la misma criatura fantástica que se unían ante una amenaza. Contuvo un escalofrío y se acercó a sus anfitriones.