– Vuestra presencia nos honra -dijo la dama Miyagi con una reverencia y una sonrisa que reveló sus dientes ennegrecidos.
El ritual de las presentaciones ayudó a que Reiko recobrase en parte la compostura.
– He venido a agradeceros el precioso costurero que enviasteis como regalo de bodas -dijo para anunciar el aparente motivo de su visita-. Os ruego que aceptéis este presente de mi gratitud.
– Muchas gracias -contestó la dama Miyagi-. Gorrión, trae té para nuestra invitada.
Una de las concubinas cogió el regalo de Reiko, y las dos se fueron hacia la casa. La dama Miyagi arqueó los hombros.
– Una se queda envarada de estar sentada tanto tiempo, y estoy segura de que estaréis entumecida después de un viaje en palanquín. Venid conmigo, demos un paseo por el jardín.
Se levantó y descendió del pabellón. Se movía con zancadas bruscas y poco femeninas; su quimono gris pendía de un cuerpo anguloso.
– Es un gran placer conoceros -dijo cuando estuvo al lado de Reiko.
En un principio, Reiko había confiado en que los Miyagi recibirían con los brazos abiertos una oportunidad de ganarse el favor de Sano a través de ella, y que por tanto le concederían un rato más que los breves instantes reservados para las visitas de cortesía. En ese momento, aunque el plan iba sobre ruedas, deseaba rematar el asunto y partir lo antes posible. Los inexpresivos ojos negros de la dama Miyagi relucían con interés depredador. Reiko se apartó un poco… y topó con el caballero Miyagi, que se había situado a su izquierda.
– Encantadora como la nieve primaveral en las flores del cerezo -dijo alargando las vocales, y suspiró con sus húmedos labios.
Encajada entre los dos anfitriones, Reiko se sentía cada vez más alarmada, y el cumplido, que sugería la decadencia de la belleza, no la halagaba lo más mínimo. Encontraba repulsivo al caballero Miyagi, con su piel colgante, sus ojos de párpados caídos y su postura lánguida. ¿Era él el padre del hijo de la dama Harume? ¿Cómo podía haber soportado que la tocara? El hedor que Reiko había captado no enmascaraba el olor íntimo y almizcleño que emanaban marido y mujer. Retrocedió en su fuero interno ante el aura de prácticas misteriosas e insanas. Después de haber consumado su matrimonio, se tenía por muy adulta y experimentada. En ese momento su feliz ilusión se resquebrajaba ante la sofisticación perversa de los Miyagi.
– Un paseo por el jardín me parece una idea estupenda -farfulló.
Ansiosa de poner algo de distancia entre ella y la pareja, comenzó a andar por el sendero. Pero el caballero y la dama Miyagi la seguían tan de cerca que la rozaban con sus mangas a medida que caminaban. Reiko sentía el cálido aliento del daimio en su sien. La dama Miyagi actuaba de barrera que le impedía romper la formación. ¿Había sentido la dama Harume aquella incomodidad al caer en la telaraña erótica de la pareja? ¿Se atreverían a fantasear sobre la esposa de un alto funcionario Tokugawa?
Reiko deseaba haber entrado con los guardias. Los nervios la hacían olvidar los planes formulados para el encuentro, e intentó a la desesperada entablar una conversación que le permitiera obtener los resultados que esperaba.
– Admiro vuestro jardín. Es tan… -Mientras buscaba una descripción adecuada, se fijó en otra estatua: un demonio alado bicéfalo con el cadáver de un animalito entre las garras. Se estremeció-. Tan elegante.
– Pero me imagino que el jardín del sosakan-sama es mucho mejor -aventuró la dama Miyagi.
Al captar una curiosidad genuina en la convencional respuesta, Reiko supuso que la mujer del daimio había mencionado a Sano con la intención de descubrir lo que Reiko sabía sobre el asesinato. Aprovechó la oportunidad:
– Por desgracia, mi marido no dispone de mucho tiempo para la naturaleza. Desagradables asuntos reclaman su atención. ¿Tal vez hayáis oído hablar del incidente que interrumpió nuestras celebraciones matrimoniales?
– Desde luego. Un espanto -dijo la dama Miyagi.
– Ah, sí -suspiró el daimio-. Harume. Tanta belleza destruida. Debió de sufrir una atrocidad. -La sonrisa del caballero fue adquiriendo tintes lascivos-. El cuchillo que corta su piel tersa; la sangre que mana; la tinta envenenada que va calando en su joven cuerpo. Las convulsiones y la locura. -Los ojos caídos de Miyagi centelleaban-. El dolor es la sensación definitiva; el miedo es la más intensa de las emociones. Y hay una belleza particular en la muerte.
Reiko sintió un escalofrío de horror al descubrir que los gustos del caballero Miyagi se desviaban de las fronteras de la normalidad incluso más de lo que ella o Sano habían pensado. Recordaba un juicio que su padre no le había dejado presenciar, el de un mercader que había estrangulado a una prostituta mientras copulaban, para alcanzar la satisfacción carnal definitiva con la muerte de su amante. ¿Había buscado lo mismo el caballero Miyagi con Harume, disfrutando desde lejos de su agonía?
Reiko fingió no haber captado nada inusual en su comentario.
– Me entristeció mucho la muerte de Harume. ¿A vos no?
– Hay mujeres caprichosas que provocan, atormentan y atraen a la gente en un continuo flirteo con el peligro. -El deje afectado del daimio cobró una oscura y morbosa aspereza por la emoción-. Invitan al asesinato.
A Reiko le dio un vuelco el corazón.
– ¿Eso hacía la dama Harume? -preguntó. «¿Con vos, caballero Miyagi?»
Consciente tal vez de que su esposo hablaba demasiado a la ligera, la dama Miyagi atajó la conversación.
– ¿Cuáles son los progresos del sosakan-sama en la investigación? ¿Arrestará pronto a alguien? -Su voz estaba llena de ansiedad; ella, a diferencia del daimio, parecía preocupada por el resultado del caso.
– Oh, no sé nada sobre los asuntos de trabajo de mi marido -respondió Reiko con frívola despreocupación; no quería que la pareja adivinase que ella sabía que el caballero Miyagi era uno de los sospechosos.
La dama Miyagi no varió ni de expresión ni de postura, pero Reiko notó que se relajaba. Llegaron al arriate donde el daimio había estado trabajando. Este recogió el cubo, que contenía un mejunje grumoso rojo y gris, fuente del desagradable olor y nido de moscas.
– Pescado machacado -explicó el caballero Miyagi-. Para enriquecer la tierra y que crezcan las plantas.
A Reiko se le revolvió el estómago. Mientras el daimio esparcía un poco más de la sustancia con el cucharón, la acariciaba con su límpida mirada.
– De la muerte surge la vida. Algunos deben morir para que otros sobrevivan. ¿Lo comprendéis, querida?
– Eh, sí, supongo. -Reiko se preguntaba si se estaría refiriendo a los animales muertos… o a la dama Harume. ¿Estaba justificando su asesinato?-. Así es la naturaleza.
– Sois tan perspicaz como hermosa. -El caballero Miyagi le acercó la cara y sonrió con labios húmedos que revelaban unos dientes descoloridos. Enervada de desagrado, Reiko trató de no recular ante el asomo de encaprichamiento que captaba en sus ojos inyectados en sangre.
– Muchas gracias -murmuró.
Se oyeron pasos en la galería.
– El té está servido -anunció la dama Miyagi.
– ¡El té! ¡Oh, sí! -exclamó Reiko, profundamente aliviada.
Tomaron asiento en el pabellón. Las concubinas les llevaron paños húmedos y calientes para lavarse las manos y sirvieron ante ellos un ágape extravagante: té, higos frescos, tartas de confitura de judías, melón en vinagre, castañas asadas con miel y filetes de langosta dispuestos en forma de peonía. Mientras probaba por educación todos los platos, a Reiko le vino a la mente la tinta envenenada. Se le cerró la garganta y le sobrevino un acceso de náusea. Estaba cada vez más convencida de que el caballero Miyagi era el asesino. Los crímenes contra la dama Harume que no habían requerido contacto físico se adecuaban a los hábitos del daimio. Fue él quien le envió el frasco de tinta. El té tenía un regusto amargo, y los dulces parecían saturados de la mácula de la carne muerta.