Sentado junto a ella, el caballero Miyagi mascaba y se relamía con parsimonia. Mientras comía pétalos de la peonía de langosta, su mirada se paseaba por Reiko como si la fuera desvistiendo con los ojos. Ella se ruborizó bajo el maquillaje y se obligó a tomar un trago de té. Sintió un retortijón y por un angustioso momento pensó que el liquido saldría por donde había entrado.
El daimio entonó:
Hundió los dientes en la pulpa rosada de un higo, sin apartar los ojos de Reiko. Le acercó una mano a la cabeza con movimiento sinuoso. Reiko se sobresaltó. Las concubinas rieron disimuladamente; el caballero Miyagi soltó una risilla entre dientes.
– No temáis, querida. Se os ha enredado una hoja en ese pelo tan hermoso; permitidme que os la quite.
Deslizó sus dedos por la sien y la mejilla de Reiko antes de dejarlos caer. No llevaban ninguna hoja. Los dedos del daimio dejaron una sensación de humedad a su paso, como el rastro de una babosa. Acalorada de airada vergüenza, Reiko apartó la vista. Como miembro de un clan importante, había tenido escaso contacto con hombres que no fueran de su casa, y ninguno se había atrevido a tratar a la hija de un magistrado con tan poco respeto. En consecuencia, no tenía ni idea de cómo afrontar las vulgares insinuaciones del caballero Miyagi. Lo único que se le ocurría era fingir que no sabía lo que estaba haciendo.
– Tenéis una dicción admirable -dijo con voz tenue.
Después miró a la dama Miyagi en busca de ayuda. Si tenía algo de orgullo o sensatez, atajaría en el acto el ultrajante flirteo del daimio. ¿Cómo soportaría ninguna mujer que su marido se insinuase a otra en su presencia? En lo que a Reiko se refiere, mataría a Sano si alguna vez se comportaba así.
Mas la dama Miyagi se limitaba a observar y asentir con la cabeza; su pétrea sonrisa no vaciló en ningún momento. Si sentía algún tipo de celos, los ocultaba muy bien.
– ¿Os agrada la poesía, dama Sano? -El sol se filtraba por la celosía de las paredes del pabellón y revelaba la sombra de bigote de su labio superior. Reiko asintió, desamparada-. A mí también.
Charlaron de poetas famosos y citaron versos clásicos. La dama Miyagi recitó varios poemas de su propia cosecha e invitó a Reiko a que hiciera lo mismo. El caballero observaba relamiéndose los dedos. Reiko a duras penas sabía lo que decía. La comida se agriaba en su estómago y las preguntas bullían en su cabeza. ¿Qué había pasado entre la pareja y la dama Harume? ¿Había empezado así? ¿Había matado a la concubina?
Por desgracia, Reiko había perdido cualquier tipo de control que hubiese tenido sobre la entrevista. Ninguno de los consejos y explicaciones de Sano la habían preparado para la realidad de esa situación. Era incapaz de dar con un modo de conducir la conversación de vuelta al asesinato sin levantar sospechas. La desesperación agravaba el malestar que la asaltaba en oleadas frías y calientes. La mañana adquirió las dimensiones de una pesadilla. Los ojos de la dama Miyagi relucían a medida que recitaba haikus. Reiko se encogía ante la mirada táctil del caballero Miyagi. Al final, ya no podía soportarlo.
– Me he impuesto a vuestra hospitalidad demasiado tiempo -dijo con voz ahogada-. Es hora de que me vaya.
El daimio suspiró con pesar.
– ¿Tan pronto, querida? Oh, en fin… Las despedidas son inevitables, los gozos de la vida, efímeros. La escarcha reclama incluso las flores más frescas y adorables.
De nuevo su voz estaba cargada de esa oscura excitación. Reiko sentía que el espíritu de la dama Harume flotaba por el jardín. Sintió náuseas.
Entonces los ojos del caballero Miyagi se iluminaron, como el reflejo del sol en aguas contaminadas.
– Esta noche haremos una excursión a nuestra villa de las colinas, para ver la luna de otoño. ¿Tendríais la bondad de acompañarnos?
«¡No! ¡No quiero veros nunca más! ¡Dejadme salir de aquí!» La vehemente negativa habría salido como un chorro de los labios de Reiko, de no haberlos tenido cerrados con fuerza en un intento de contener su malestar. Sabía el peligro en que incurría con cada instante que pasara en compañía de un hombre que hallaba placer en la muerte de una joven.
– Os ruego que asistáis -la apremió la dama Miyagi-. Vuestro talento poético encontrará mucha inspiración en la belleza de la natura.
Sano le había dicho que obrara con cautela, y la idea de ir a cualquier parte con los Miyagi la aterrorizaba y la repelía.
– La ocasión nos dará la oportunidad de conocernos mejor, querida. -La perezosa sonrisa del daimio sugería una noche de emociones extravagantes y prohibidas-. A tanta distancia de la ciudad, no habrá nada que nos moleste.
Mas Reiko no tenía pruebas de que el caballero Miyagi hubiera envenenado a Harume. Su propia certeza no serviría para condenarlo. Necesitaba pruebas, o una confesión. Para obtener cualquiera de las dos cosas, tenía que aprovechar la ocasión de volver a verlo.
– Os agradezco vuestra amable invitación. -Reiko se obligó a arrancar las palabras de la bilis amarga que sentía en su garganta-. Acepto de buen grado.
Luchó contra la náusea, con la piel fría y sudorosa, mientras escuchaba los preparativos de sus anfitriones para el viaje.
– Ahora debo seguir con mis visitas y prepararme para el viaje. ¡Adiós!
La caminata desde el jardín hasta la calle duró una eternidad. Mareada y desfallecida, se subió al palanquín, temiendo que no podría controlarse hasta llegar a casa. Con el movimiento del vehículo, el estómago se le revolvió todavía más.
– ¡Parad! -gritó Reiko.
Bajó de un salto, corrió a un callejón, se agachó y vomitó, alzando la manga para protegerse de las miradas de los transeúntes. El alivio fue instantáneo, pero vino seguido de inmediato por el pavor. ¿Cómo iba a soportar una noche entera con los Miyagi? Volvió al palanquín dando traspiés y se consoló con el pensamiento de que tenía el resto del día para prepararse para su cometido. No podía defraudar a Sano, cuando el fracaso en la resolución del caso podía significar la ruina de los dos. De algún modo tenía que llevar al caballero Miyagi ante la justicia.
Si su valor y su estómago no le fallaban.
34
La posada Tsubame, lugar de encuentro del caballero Miyagi y la dama Harume, estaba situada en un tranquilo camino a las afueras de Asakusa, lejos del ajetreado recinto del templo de Kannon. Sus edificaciones bajas con tejado de juncos se apiñaban tras una elevada valla de bambú. Al otro lado de la calle, un muro de tierra rodeaba un templo poco importante. El resto del vecindario estaba formado por lisas fachadas de almacenes.
Sano desmontó a las puertas de la posada y echó un vistazo por el camino vacío. A poca distancia, los pájaros sobrevolaban los arrozales. Harume y el daimio no podrían haber elegido un lugar más íntimo y apartado para sus encuentros. Sin embargo, Sano no estaba allí para investigar su aventura. Tenía una corazonada.
Avanzó por la entrada. En el interior, el artístico diseño de un jardín de árboles de hoja perenne, cerezos y arces de rojo follaje indicaba una clientela de clase alta, que en ese momento no estaba a la vista. Las puertas de los edificios estaban cerradas y sus persianas, también. Pero Sano distinguía un murmullo de voces a través de las finas paredes; olía a comida. De los baños surgía vapor. Sospechaba que una redada en la posada pondría en evidencia las relaciones ilícitas de los más destacados ciudadanos de Edo. Esperaba que la solución al misterio de la dama Harume se ocultara también allí.