Se trataba de un rico burócrata de alto rango en el régimen Tokugawa. Además era gordo, cuarentón y estúpido. En el transcurso de una merienda bajo los cerezos en flor, se emborrachó y realizó comentarios obscenos sobre sus visitas a las cortesanas de Yoshiwara. Reiko advirtió con horror que su abuela y la mediadora no compartían su repugnancia: las ventajas sociales y económicas del enlace les impedían ver los defectos del hombre. El magistrado Ueda esquivaba la mirada de Reiko, que notaba que su padre deseaba romper las negociaciones pero era incapaz de dar con una razón aceptable para hacerlo. Reiko decidió encargarse ella misma.
– ¿Creéis que Japón podría haber conquistado Corea hace noventa y ocho años, en vez de tener que abandonar y retirar las tropas? -le preguntó al burócrata.
– Bueno, yo…, pues no lo sé, claro que… -respondió en tono bravucón- nunca lo he pensado.
Pero Reiko sí. Mientras su abuela y la mediadora la contemplaban estupefactas y su padre trataba de disimular una sonrisa, expuso su opinión -que se podría haber logrado una victoria japonesa en Corea- con todo lujo de detalles. Al día siguiente, el burócrata dio fin a las negociaciones matrimoniales con una carta que decía: «La señorita Reiko es demasiado atrevida, irrespetuosa e impertinente para ser una buena esposa. Buena suerte para encontrar algún otro que se case con ella.»
Los siguientes miai con otros hombres del mismo jaez habían tenido parecido final. La familia de Reiko protestó, rezongó y por último se rindió, desesperada. Para ella fue una gran alegría. Después, en su decimonoveno cumpleaños, el magistrado Ueda la llamó a su despacho y le anunció con tristeza:
– Hija, entiendo tu renuencia a casarte; es culpa mía por haber fomentado tu interés por cuestiones no femeninas. Pero no siempre podré cuidar de ti. Necesitas un marido que te proteja a mi muerte.
– Padre, soy culta, sé luchar, puedo cuidar de mí misma -protestó Reiko, aunque sabía que su padre estaba en lo cierto. Las mujeres no ocupaban cargos de gobierno, ni llevaban negocios, ni tenían otro trabajo que no fuera el de sirvienta, granjera, monja o prostituta. Reiko no sentía el más mínimo interés por aquellas opciones, ni por la perspectiva de vivir de la caridad de sus parientes. Inclinó la cabeza en reconocimiento de su derrota.
– Hemos recibido una nueva propuesta de matrimonio -anunció el magistrado-, y te ruego que no eches a perder las negociaciones, porque puede que nunca nos llegue otra. Se trata de Sano Ichiro, el muy honorable investigador del sogún.
Reiko alzó la cabeza de golpe. Había oído hablar del sosakan Sano, como todo Edo. Le habían llegado rumores de su valentía y de un importantísimo servicio secreto que había llevado a cabo para el sogún. Empezó a interesarse. Deseosa de ver a aquella maravillosa celebridad, accedió al miai.
Sano no la defraudó. Mientras ella y el magistrado Ueda paseaban por los alrededores del templo de Kannei acompañados por el mediador y por Sano y su madre, Reiko lo miraba por el rabillo del ojo. Alto y fuerte, de porte noble y orgulloso, era más joven que sus anteriores pretendientes y, con diferencia, el más guapo. Como mandaba la tradición, no se dirigieron la palabra directamente, pero en sus ojos brillaba la misma inteligencia que su voz traslucía. Además, Reiko sabía que había dirigido la caza del asesino de los Bundori, cuyos truculentos crímenes habían sumido Edo en el terror. No era un borracho perezoso que descuidase sus deberes por las diversiones de Yoshiwara. Entregaba peligrosos asesinos a la justicia. A Reiko le parecía la encarnación de los héroes guerreros que había venerado desde su infancia. Tenía la oportunidad de compartir con él su emocionante vida. Y cuando miró a Sano, se vio invadida por un calor desconocido y placentero. De repente, el matrimonio no tenía tan mal aspecto. En cuanto llegaron a casa, Reiko le dijo a su padre que aceptara la propuesta.
Sin embargo, cuando se fijó la fecha de la boda, las dudas de Reiko sobre el matrimonio salieron de nuevo a la superficie. Las mujeres de su familia le aconsejaban que obedeciese y sirviese a su marido; los regalos -utensilios de cocina, material de costura, accesorios para el hogar- simbolizaban el papel doméstico que debía desempeñar. Sus libros y espadas se quedaron en la mansión Ueda. La esperanza había destellado por un momento en la boda, inspirada por la visión de Sano, tan guapo como lo recordaba; pero en ese momento Reiko temía que su vida no iba a ser diferente de la del resto de las mujeres casadas. Su marido había salido para resolver una importante misión, mientras ella se quedaba en casa. No tenía motivos para creer que fuera a tratarla de modo distinto a cualquier otro. El pánico le atenazaba los pulmones.
¿Qué había hecho? ¿Era demasiado tarde para escapar?
O-sugi cogió una bandeja y la dejó encima del tocador. Reiko vio un cepillo pequeño de bambú, el espejo, la palangana de cerámica y los dos cuencos a juego; uno contenía agua; el otro, un líquido oscuro. Se le encogió el corazón.
– ¡No!
– Reiko-chan -suspiró O-sugi-, sabéis que debéis teñiros los dientes de negro. Es la costumbre cuando una mujer se casa, una prueba de fidelidad a su marido. Ahora venid aquí. -Con amabilidad pero con firmeza sentó a Reiko delante del mueble-. Cuanto antes nos lo quitemos de encima, mejor.
Llena de pesar, Reiko mojó el cepillo en el cuenco y abrió la boca en una mueca exagerada. Cuando efectuó la primera pasada por sus dientes de arriba, parte del tinte negro le goteó en la lengua. Notó un espasmo en la garganta; la boca se le llenó de saliva. La mezcla, compuesta por tinta, limaduras de hierro y extractos de plantas, era terriblemente amarga.
– ¡Puaj! -Reiko escupió en la palangana-. ¿Cómo puede alguien soportar esto?
– Todas lo hacen, y vos no vais a ser menos. Dos veces al mes, para mantener el color. Ahora seguid, y cuidado con mancharos los labios o el quimono.
Entre estremecimientos y arcadas, Reiko se aplicó en los dientes una capa tras otra de tinte. Por último se enjuagó, escupió y se puso el espejo delante de la cara. Contempló su reflejo con consternación. Los dientes, opacos y negros, contrastaban con los polvos blancos de la cara y el rojo del carmín, resaltando cada pequeña imperfección de su piel. Con la punta de la lengua se tocó el incisivo mellado, un hábito que tenía en momentos de fuerte emoción. A sus veinte años, se veía fea y anciana. Sus días de estudio y práctica de artes marciales habían quedado atrás; las esperanzas de romance menguaban. Ahora, ¿para qué iba a quererla su marido si no era para que lo sirviese y obedeciera?
Ahogó un sollozo y vio que O-sugi la miraba con simpatía. A ella la habían casado a los catorce años con un tendero viejo de Nihonbashi, que le pegaba a diario hasta que los vecinos se quejaron de que los gritos los molestaban. El caso había llegado ante el magistrado Ueda, que condenó al tendero a una paliza, consiguió el divorcio para O-sugi y la contrató como niñera de su hija. O-sugi era la única madre que Reiko había conocido. Ahora el vínculo que las unía se reforzaba con la patética similitud de sus situaciones: una rica, la otra pobre, pero las dos prisioneras de la sociedad, su destino dependiente de los hombres.