Los traficantes eran manipuladores de cadáveres eta que robaban partes de los muertos. Los clientes eran criados de burdel que las compraban para que las cortesanas se las dieran a sus clientes como prendas de amor sin tener que mutilarse sus manos o peinados. La dama Harume debía de haberse acercado al templo después de salir de la posada. Se encontró a los eta y compró sus productos para dárselos a los hombres, como debía de haber hecho su madre, la prostituta «ave nocturna». Se confirmaba la suposición inicial de Sano. Pero ¿qué tenía que ver aquello, si es que algo tenía que ver, con el asesinato de Harume?
Unas monedas de plata cambiaron de manos; los clientes partieron. Los eta, al reparar en Sano, se postraron en el suelo.
– ¡Por favor, excelencia, no hacíamos nada malo!
Sano entendía su pavor: un samurái tenía potestad para matar descastados a su capricho, sin temor a represalias.
– No tengáis miedo. Sólo quiero haceros unas cuantas preguntas. Levantaos.
Los eta obedecieron y se pusieron muy juntos con los ojos bajos en señal de respeto. Uno era viejo y el otro joven, de similares facciones huesudas.
– Sí, excelencia -dijeron a coro.
– ¿Os compró alguna vez uñas y pelo una joven hermosa y vestida con ropas elegantes?
– Sí, mi señor -farfulló el joven.
– ¿Cuándo? -preguntó Sano.
– En primavera -contestó el joven, a pesar de los frenéticos gestos de su compañero para que se callara. Sus ojos abiertos y embotados le conferían un aire de candorosa estupidez.
– ¿Iba con un hombre?
El eta viejo le dio un golpe al otro.
– Ay, padre, ¿por qué has hecho eso?
Se apartó con dolido mutismo.
– Decidme lo que sabéis de la dama -dijo Sano.
Algo en su voz o en sus modales debía de haber envalentonado al joven, porque le lanzó a su padre una mirada desafiante y respondió:
– Resulta que aquel día estábamos con nuestro jefe, que hacía su visita de inspección.
En una sociedad tan rígidamente controlada como la japonesa, todas las clases estaban organizadas. Los samuráis ocupaban cargos a las órdenes de sus señores; los mercaderes y artesanos tenían sus gremios; el clero, las comunidades de sus templos. Los campesinos pertenecían a una jerarquía de grupos de casas. Cada unidad tenía un jefe, y ni siquiera los eta escapaban a la rígida disciplina. Su cabecilla ostentaba el nombre y la posición, ambos hereditarios, que pasaban de padre a hijo. Tenía el privilegio de llevar dos espadas y vestiduras ceremoniales cuando se personaba frente a los magistrados de Edo por asuntos oficiales. Ese honor conllevaba la responsabilidad de supervisar las actividades de su gente. Sano tuvo la premonición de cómo encajaba el jefe de los parias en el misterio.
– Mientras negociábamos con la dama -prosiguió el joven eta-, no dejó de mirar a nuestro jefe. Él le devolvía la mirada. No hablaron, pero saltaba a la vista que algo pasaba entre ellos, ¿o no, padre?
El viejo se encogió de miedo con las manos en la cara, lamentándose a las claras de que su hijo hubiera traicionado a su superior y deseando estar en cualquier otra parte.
– Cuando la dama compró el pelo y las uñas, el jefe nos ordenó que nos fuéramos. Ella se quedó -siguió el hijo-. Pero teníamos curiosidad, así que nos quedamos detrás del muro y escuchamos. No oímos lo que decían, pero hablaron mucho tiempo. Entonces ella se fue a la posada del otro lado de la calle. El jefe esperó en la puerta de atrás hasta que ella lo dejó pasar.
Sano no cabía en sí de gozo. Su corazonada había valido la pena. El fantasma de la dama Harume lo había llevado hasta la sorprendente identidad de su amante secreto: no un alto funcionario con una buena reputación que mantener, sino un hombre cuya condición de marginado había resultado atractiva a los gustos burdos que Harume había aprendido de su madre.
Danzaemon, jefe de los eta. Sus dos espadas habían llevado al engaño al posadero, que lo había tomado por samurái.
– Honorable señor, os suplico que no castiguéis a nuestro jefe por fornicar con una dama del castillo -imploró el eta viejo-. El sabe que obró mal. Todos tratamos de advertirle del peligro. ¡Si el sogún se llega a enterar, los soldados lo matarían! Pero no podía evitarlo.
– Siguieron viéndose, y ahora ella está muerta. Qué historia tan bonita -dijo el joven con un suspiro soñador-. Es igual que una obra de Kabuki que oí mientras limpiaba una calle del barrio de los teatros.
El hermoso amor prohibido que había puesto en peligro al cabecilla de los descastados no había supuesto una amenaza menor para la dama Harume, como bien sabía Sano. Cualquier infidelidad habría acarreado la ira del sogún y la muerte de Harume, pero ¿un romance con el jefe de los eta? El castigo habría incluido también brutales torturas en la prisión de Edo; una multitud furiosa habría apedreado e insultado a la concubina y a su amante, de camino a la ejecución; habrían expuesto sus cuerpos en el camino para que los que pasaran los injuriaran y mutilaran, como advertencia para otros criminales. Por fin Sano entendía el auténtico significado de los versos del pasaje oculto en el diario de Harume:
«Juntos en las sombras entre dos existencias», «Tu rango y tu fama nos ponen en peligro», «Nunca pasearemos juntos al sol»…
La dama Harume y Danzaemon debían de haberse querido mucho para exponerse a las terribles consecuencias de que los descubrieran. ¿Se había estropeado el romance? ¿Era el jefe de los parias el asesino? Sano se preguntaba si por fin se estaría acercando a la verdad sobre el asesinato.
– ¿Dónde puedo encontrar a Danzaemon? -preguntó.
35
Un mapa pintado de Japón cubría toda una pared del despacho del chambelán Yanagisawa en palacio. En un océano azul intenso flotaban las grandes masas continentales de Hokkaido, Honshu, Shikoku y Kyushu, así como las islas más pequeñas. Los caracteres negros designaban ciudades; las líneas doradas definían las fronteras de las provincias señaladas en rojo; las rayas blancas representaban caminos; los picos marrones hacían las veces de montañas; los garabatos y manchas azules eran ríos y lagos; el verde significaba tierras de labranza. Yanagisawa estaba de pie frente a esa obra maestra, con una caja laqueada en las manos, llena de agujas de cabeza redonda de jade, marfil, coral, ónice y oro. Mientras esperaba a que el mensajero le llevase la noticia de que Sano había acusado a la dama Keisho-in de asesinato, planeaba su glorioso futuro.
En realidad, no esperaba que encarcelaran o ejecutaran a Keisho-in. El sogún jamás mataría a su madre ni propiciaría un escándalo semejante. Pero su relación nunca volvería a ser la misma. Tokugawa Tsunayoshi, tan pusilánime, rehuiría la sombra de sospecha que quedaría aferrada a Keisho-in. Al saber lo que su madre podría perder si él engendraba a un heredero, siempre se preguntaría si ella era o no capaz de matar a su concubina y su hijo. A Yanagisawa le sería fácil convencerlo de que exiliara a Keisho-in… El chambelán sonrió mientras clavaba una aguja de coral en la remota isla de Hachijo. En cuanto la madre del sogún dejara de ser un obstáculo, ejecutaría la siguiente fase de su plan. Empezó a clavar agujas en los emplazamientos de los principales templos budistas.
Durante los diez años del reinado de Tokugawa Tsunayoshi, se había despilfarrado una fortuna en la construcción y el mantenimiento de esas instituciones; en comida, ropas y criados para los sacerdotes; en extravagantes ceremonias religiosas y actos públicos de caridad. El sacerdote Ryuko, por mediación de la dama Keisho-in, había convencido al sogún de que los gastos traerían buena fortuna. Pero Yanagisawa veía un uso mejor del dinero y las tierras. Expulsaría al clero, tomaría los templos, y situaría en ellos a hombres leales a él. Esos puntos se convertirían en sus zonas de influencia. Se consagraría como gobernante en la sombra: un segundo sogún, cabeza de un bakufu dentro del bakufu. Como cuartel general escogería el templo de Kannei, situado en el abrupto distrito de Ueno, al norte de Edo. Siempre le habían gustado sus salas y pabellones, la belleza de su laguna y sus cerezos en flor en primavera. Pronto sería su palacio privado.