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Y lo último que vio antes de que la espada le cercenase la cabeza fue a Sano Ichiro, nuevo chambelán de Japón, de pie en el lugar de honor, a la derecha de Tokugawa Tsunayoshi.

El odio a Sano lo abrasó como un espetón al rojo vivo atravesado en sus entrañas y lo sacó de su parálisis. La ira lo invadía como un tónico curativo. Con gran alivio sintió que se expandía hasta llenar su persona adulta y el mundo creado por su inteligencia y su fuerza. Se puso de pie. No tenía por qué inclinarse ante Sano, ante la dama Keisho-in o ante Ryuko. No pensaba rendirse sin plantar cara, como su hermano Yoshihiro. Dio vueltas por la habitación. La acción le devolvía su sensación de poder. Concentró toda su energía en la resolución del problema.

El sabotaje de la investigación de asesinato era la última de sus preocupaciones, aunque aún tenía esperanzas de que Sano fracasara y se deshonrase. En lugar de ello, ideó una estrategia para combatir la revancha de Sano y la dama Keisho-in. Una vez más, el plan cumpliría un doble propósito. Volvería a implicar a Shichisaburo.

El actor había echado a perder la brillante estratagema inicial del chambelán Yanagisawa. Lamentaba haberse involucrado tanto con él. Tendría que haberse deshecho del chico hacía mucho; nunca tendría que haber dejado que su encaprichamiento lo cegara al peligro de utilizar un aficionado en lugar de un agente profesional. En un extraño momento de honestidad, reconoció su error. Su patética sed de amor y su entusiasmo por el actor le habían ocasionado un fatal error de juicio. El abismo todavía se abría y aullaba en su interior; él se tambaleaba en el borde. Su debilidad y su necesidad eran sus peores enemigos.

A continuación, el chambelán situó la culpa donde realmente correspondía: en el inepto e inocente Shichisaburo, al que despreciaba casi tanto como a Sano. El alivio selló el abismo. Esa vez su plan iba funcionar. Expresión perfecta de su genialidad, lo salvaría a la vez que pondría fin a su calamitosa relación con el actor. Su sueño de gobernar Japón, aunque aplazado, todavía era posible.

Yanagisawa jadeaba como si acabara de librar una batalla, estaba agotado. Pero su sonrisa volvió mientras recogía las agujas desparramadas y las clavaba de nuevo en el mapa.

36

De camino a su encuentro con el amante secreto de la dama Harume, Sano se detuvo en la prisión de Edo. El poblado de los eta era territorio desconocido para él, y necesitaba un guía que le presentase al jefe Danzaemon. Mura, el ayudante del doctor Ito, era el único descastado al que conocía. Viajaron juntos hasta los arrabales del norte de Nihonbashi, Sano a caballo y Mura, detrás, a pie. Más allá de las últimas casas dispersas de Edo, atravesaron un erial infestado de malas hierbas en el que los perros sin dueño escarbaban por los montones de basura. Al otro lado estaba el poblado de los eta, una aldea de chozas apiñadas tras una valla de madera.

Con Mura por delante, atravesaron la entrada, que consistía en un hueco en la tosca plancha de madera, y pasearon por embarradas callejuelas angostas y serpenteantes. Estaban bordeadas de alcantarillas al aire libre rebosantes de hediondas aguas residuales. Las casas eran minúsculas chabolas montadas con restos de madera y papel. En los umbrales, las mujeres cocinaban sobre hogueras abiertas, hacían la colada o amamantaban a sus bebés. Los niños corrían descalzos. Todo el mundo se quedaba boquiabierto y se hincaba de rodillas al paso de Sano: probablemente, nunca habían visto a un funcionario del bakufu en el interior de su comunidad. Sobre el poblado flotaban nubes de humo y vapor que creaban una miasma infecta que apestaba a carne putrefacta. Sano trató de no respirar. Había comido apresuradamente antes de salir de Asakusa, pero, en ese momento, con el estómago atenazado por la náusea, se arrepentía de haberlo hecho.

– Son las curtidurías, mi señor -dijo Mura en tono de disculpa.

Sano esperaba ser capaz de disimular la repugnancia que le inspiraba el poblado mientras interrogaba a su jefe. ¡En qué mundos más distintos habitaban la dama Harume y su amante!

Siguió a Mura por un pasaje mal iluminado y echó un vistazo a un patio. Había un burbujeante estanque de lejía lleno de carcasas. Los hombres lo removían con palos mientras las mujeres rociaban de sal las pieles recién desolladas. Sobre las hogueras humeaban los calderos; un caballo descuartizado rezumaba sangre y vísceras. Sano estuvo a punto de vomitar cuando una ráfaga de viento le llevó los rancios vapores. Se sentía inmerso en la contaminación espiritual, y tuvo que combatir el impulso de huir. ¿Cómo pudo la dama Harume ignorar los tabúes de la sociedad para amar a un hombre contaminado por ese lugar? ¿Qué los había unido a ella y a Danzaemon «en la sombra entre dos existencias»?

Mura se detuvo.

– Aquí es, mi señor.

Hacia Sano avanzaban tres eta varones adultos que caminaban con zancadas animosas y cargadas de determinación. El que iba en el medio, el más joven, le llamó la atención de inmediato.

Delgado como un sarmiento, su cuerpo no presentaba ningún exceso de carne que suavizase la dureza del hueso y el músculo. Los fuertes tendones de su cuello destacaban como cables de acero. Su cara era un patrón de ángulos esculpidos en planos de bordes afilados. Su boca fina estaba cerrada en una línea de resolución. El pelo corto y espeso crecía hacia atrás a partir de un acusado pico sobre la frente, como la cresta de un halcón. Con la cabeza y los hombros firmes, proyectaba un aura de fiera nobleza que contrastaba con sus descoloridas ropas de remiendos y su condición de eta. Las dos espadas que llevaba proclamaban su identidad.

Danzaemon, jefe de los descastados, se arrodilló e hizo una reverencia. Sus dos acompañantes lo imitaron pero, mientras que su gesto los humillaba, la dignidad de Danzaemon lo elevaba a un ritual que lo honraba tanto a él como a Sano. Con los brazos extendidos y la frente en el suelo, dijo:

– Ruego seros de utilidad, mi señor. -Su tono de voz quedo a la vez que respetuoso no mostraba obsequiosidad.

– Levántate, por favor. -Impresionado por el porte del jefe, que habría enorgullecido a un samurái, Sano desmontó y se dirigió a Danzaemon cortésmente-. Necesito tu ayuda en un asunto importante.

Danzaemon se puso en pie con gracilidad de atleta. A una orden suya, sus hombres también se levantaron, sin alzar la cabeza. El jefe de los eta evaluó a Sano con una mirada; al detective le sorprendió observar que no tenía más de veinticinco años. Pero sus ojos correspondían a los de alguien que había presenciado una vida entera de privaciones, pobreza, violencia y sufrimiento. Una larga y rugosa cicatriz en la mejilla izquierda dejaba constancia de su lucha por la supervivencia en el duro mundo de los descastados. Era bello de un modo rudo y salvaje, y Sano comprendía la atracción que había sentido por él la dama Harume.

Mura se encargó de las presentaciones.

– Investigo el asesinato de la dama Harume, concubina del sogún, y…

A la mención de su nombre, los ojos del jefe de los eta destellaron con instantánea comprensión: sabía por qué estaba Sano allí. Sus hombres se pusieron firmes y aferraron las porras que llevaban en la faja. Saltaba a la vista que pensaban que Sano pretendía matar a Danzaemon por haber mancillado a la dama del sogún. Aunque atacar a un samurái se castigaba con la muerte, estaban dispuestos a defender a su cabecilla.

Sano alzó las manos en ademán de súplica.

– No he venido para hacer daño a nadie. Sólo necesito hacerle algunas preguntas al jefe Danzaemon.

– Retiraos -ordenó Danzaemon con la autoridad de un general al mando.

Los hombres se apartaron, aunque Sano todavía sentía su hostilidad hacia él, miembro de la temida clase de los samuráis. Se volvió hacia Danzaemon.

– ¿Podemos hablar en privado?

– Sí, mi señor. Haré todo lo que esté en mi mano por ayudaros.