Danzaemon hablaba con el mismo tono quedo y respetuoso con el que lo había saludado. Su discurso era más culto de lo que Sano había esperado, seguramente por su contacto con los funcionarios samurái. En ese momento era objeto del escrutinio del jefe de los eta. Se produjo una especie de olisqueo mutuo, como entre dos animales de distintas manadas. Se congregó una multitud de mirones. Sano sentía en ellos una reverencia por su cabecilla que equivalía a la que cualquiera de su clase sentía por su señor. Mirándolo desde el otro lado de la barrera creada por la clase y la experiencia, Sano supo en un destello de intuición que, en otras circunstancias, los dos habrían sido camaradas. El leve ademán de asentimiento de Danzaemon expresaba que él también se daba cuenta.
– Sois el amigo del doctor Ito -dijo. La frase sellaba su mutuo entendimiento-. Podemos ir a mi casa. Allí estaremos mejor.
Sus modos transmitían una estoica aceptación de sus miserables dominios y de la autoridad de Sano sobre él.
– Sí. Por favor -asintió Sano con gran alivio.
La casa a la que Danzaemon llevó a Sano y a Mura era más grande y estaba en mejores condiciones que las demás. Tenía paredes de madera maciza, el techo intacto y paneles de papel sin rasgones tras los barrotes de las ventanas. Los lugartenientes de Danzaemon montaron guardia a la puerta, mientras Mura cuidaba del caballo de Sano. En el interior, el salón estaba atestado de gente de todas las edades, demasiados para ser todos de la familia. Un ciego y dos tullidos se apoyaban en la pared. Había madres acunando niños que parecían demasiado frágiles para sobrevivir. Los hombres esperaban el consejo de Danzaemon. Una joven embarazada repartía cuencos de sopa. A la llegada de Sano cesaron las actividades y las conversaciones. Los adultos se postraron y las madres llevaron al suelo las cabecitas de sus bebés.
Danzaemon condujo a Sano a una habitación más pequeña. De mobiliario barato pero impecable, contenía un escritorio, un cofre y armarios abiertos. En uno había sábanas y ropas dobladas; los otros dos, atestados de libros de cuentas y papeles, sugerían que el único miembro alfabetizado de su casta dedicaba más tiempo al trabajo que al descanso. La ventana daba a un patio en el que unos hombres descuartizaban un buey. Era evidente que el clan de Danzaemon se mantenía ejerciendo un oficio; no abusaba de su posición extorsionando a su gente. Sano se sentía sobrecogido por las responsabilidades del joven jefe. ¿Acaso tenían más muchos señores de los samuráis, o las cumplían con mayor devoción?
Tal vez la dama Harume había admirado aquel rasgo tanto como la apariencia y el porte de Danzaemon. Sano en su vida había visto una prueba más clara de que el carácter trascendía la clase.
Danzaemon se arrodilló sobre la estera. Sano se colocó frente a él.
– Estáis aquí porque habéis descubierto mi relación con la dama Harume -dijo Danzaemon sin poner a prueba su confianza invitando a un samurái a comer y beber con un eta-. Gracias por perdonarme la vida. He cometido un crimen inexcusable. Merezco morir, y tenéis derecho a matarme. -La boca del jefe de los eta se curvó en una amarga sonrisa-. Pero si lo hicierais, no obtendríais las respuestas que deseáis, ¿verdad?
A pesar del tono mesurado y la expresión del joven, Sano detectaba indicios de dolor: lo sombrío de sus ojos, las líneas de angustia en torno a su boca. Danzaemon lloraba la muerte de la dama Harume como nadie lo hacía.
– Puede que el amor no sea excusa para quebrantar la ley, pero es un motivo que entiendo -dijo Sano. Él haría cualquier cosa por Reiko, se expondría a cualquier peligro, traicionaría cualquier lealtad-. No voy a castigarte por amar con imprudencia. Si me hablas de ti y la dama Harume, intentaré ser justo.
La corriente de empatía volvió a destellar entre ellos. Danzaemon tomó un trémulo aliento y lo exhaló con un suspiro estremecido. Sano observó el conflicto entre la necesidad de hablar de su amada y su renuencia a comprometerse a él y a su gente diciendo algo que pusiese a prueba la tolerancia de Sano. La necesidad se impuso a la prudencia.
– Nos conocimos por casualidad. En un templo de Asakusa. -Danzaemon se entrecortaba al hablar, y tenía la vista fija en sus manos, entrelazadas en el regazo-. Aunque había pasado mucho tiempo, la reconocí de inmediato. Y ella a mí.
– ¿Os conocíais de antes?
– Sí. De cuando éramos niños. Mi padre me llevaba cada mes a Fukagawa para recoger conchas en la playa. Conoció a la madre de Harume y se hizo cliente de ella. Íbamos al barco donde vivía. Mientras esperaba a que acabaran, jugaba con Harume.
«De modo que había estado en lo cierto al aventurar que parte de la solución al misterio de la vida de la dama Harume se encontraba en su pasado», pensó Sano. Manzana Azul, el «ave nocturna» lo bastante desesperada para prostituirse con clientes eta, había fijado sin querer el curso del futuro de su hija.
Una leve y tierna sonrisa curvó los labios de Danzaemon.
– Harume era pequeña y preciosa, pero dura, también. Era seis años más joven que yo, pero no tenía miedo a nada. Le enseñé a tirar piedras, pelear con palos y nadar. A ella nunca le importó que fuera eta. Éramos como hermanos. Mientras estaba con ella podía olvidarme… de todo lo demás. -Volvió hacia arriba las palmas de las manos, como si aceptara una carga, un gesto elocuente que transmitía la triste certeza que el niño tenía de su destino-. Entonces, la madre de Harume murió. Se fue a vivir con su padre. Pensé que nunca volvería a verla.
Eso era porque Danzaemon era uno de los compañeros de clase baja de los que Jimbo había separado a Harume, adivinó Sano. Mas el vendedor de caballos no había contado con el poder del destino.
– Cuando coincidimos en el cementerio, al principio parecía que no hubiera pasado el tiempo. Hablamos como hacíamos en Fukagawa. Estábamos encantados de habernos visto. -Lanzó una risilla sin humor-. Pero, por supuesto, todo había cambiado. Ella ya no era una niña, sino una bella mujer… y la concubina del sogún. Soy un adulto que tendría que haber usado la cabeza y no acercarme a ella, pero lo que sentimos el uno por el otro fue tan instantáneo, tan fuerte, tan maravilloso… Cuando dijo que tenía una habitación en una posada y me pidió que fuera con ella, me vi incapaz de rehusar.
Sano se maravillaba ante una atracción tan poderosa, que Harume y Danzaemon se habían jugado la vida para consumar su deseo. Un tabú de varios siglos derrotado por la aún más antigua fuerza del sexo.
– No fue sólo lujuria -dijo Danzaemon, que le había leído el pensamiento. Se inclinó hacia delante, su cara iluminada por el afán de que Sano lo entendiera-. Lo que encontré en Harume fue lo mismo que me había dado hacía tantos años: la oportunidad de olvidar que soy sucio e inferior, menos que humano; un objeto de asco. Cuando la tenía en mis brazos, me sentía una persona diferente. Limpio. Entero. -Apartó la vista y añadió con tristeza-: Era el único momento en el que me sentía amado.
– Tu gente te ama -señaló Sano, preguntándose si la pasión de Danzaemon había conducido a la muerte de Harume.
– No es lo mismo -dijo el jefe de los eta con una mueca de dolor-. Toda mi gente está contaminada por el mismo estigma que yo. En el fondo, entre nosotros nos despreciamos igual que nos desprecian los demás. -Su voz estaba ronca de dolor, como si arrancara de su alma los pensamientos no articulados de toda una vida. Probablemente nunca había encontrado a alguien dispuesto a escuchar o capaz de apreciar sus observaciones-. Ni siquiera mi mujer, a la que traicioné por Harume, podrá darme nunca lo que ella me dio: un amor que aplacaba el odio que me tengo.
Sano no sabía que los descastados recogieran los prejuicios de la sociedad. Ese caso le había abierto los ojos a las realidades de mundos ajenos al suyo, y a su propia participación involuntaria en la miseria humana.
Los ojos del jefe de los eta se encendieron de ira, rápidamente apagada por su formidable autocontrol.