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Sano se preguntaba cuántas veces al día luchaba por conseguir aquella aceptación imperturbable del destino.

– No puedo retroceder en el tiempo, ni cambiar el mundo. -Lo que me has contado me ayudará a poner al asesino de Harume ante la justicia -dijo Sano-. Tendrás la satisfacción de vengar su muerte de este modo.

A juzgar por el gesto de endurecimiento de la boca del eta y la desesperanza reflejada en sus ojos, Sano sabía que eso le servía de poco consuelo. Le dio las gracias y se levantó para partir.

– Os acompaño a la puerta del poblado -dijo Danzaemon.

Salieron de la casa, recogieron el caballo de Sano y atravesaron en silencio el poblado, con los lugartenientes de Danzaemon y Mura como escolta. En la puerta, el jefe de los eta hizo una reverencia de despedida. Después de un momento, Sano hizo lo mismo. Gracias a la pista que le había dado, Sano creía saber ya quién había matado a la dama Harume. Al emprender la marcha por el erial, se volvió para echarle una última mirada a Danzaemon.

Flanqueado por sus lugartenientes y por Mura, el jefe de los descastados se alzaba orgulloso ante el fétido poblado abarrotado por millares de personas, jóvenes y ancianas, que lo honraban y que dependían de él. De no ser por la desdicha de su baja cuna, ¡qué gran daimio habría sido! Era un pensamiento blasfemo, pero Sano se imaginaba con más facilidad a Danzaemon al frente de un ejército que a Tokugawa Tsunayoshi.

37

– Todo apunta a que la dama Ichiteru es la culpable -dijo Sano-. Fue una mujer la que arrojó a Harume la daga en el recinto del templo de Kannon de Asakusa. Ichiteru estaba allí y carecía de coartada. Tenía acceso a la habitación de Harume, y podría haberle comprado a Choyei el veneno cuando consiguió el afrodisíaco que empleó contigo, Hirata.

El joven vasallo estaba demacrado por la amargura.

– No puedo creer que Ichiteru sea la asesina -repitió por tercera vez desde que se encontrara con Sano en el exterior del castillo de Edo para comparar los resultados de sus pesquisas. En ese momento, mientras llegaban al distrito funcionarial, abogó con testarudez por la inocencia de su seductora-. A lo mejor Danzaemon se equivoca sobre lo que creyó ver.

Sano fijó la vista en la cima de la colina y controló su impaciencia. El sol del atardecer caía sobre los tejados de palacio e inflamaba los árboles del bosque de caza. De los barracones que jalonaban la calle surgían sombras azules que sumergían el barrio en un crepúsculo prematuro. Sano estaba cansado y hambriento; quería un baño caliente para lavarse de la contaminación del poblado eta. Ansiaba ver a Reiko y compartir con ella la conclusión exitosa del caso. Lo último que necesitaba eran más problemas de Hirata.

– Ichiteru no va a evitar por más tiempo el interrogatorio -dijo Sano terminantemente-. A estas alturas, la dama Keisho-in ya le habrá explicado nuestro malentendido al sogún. Volveremos a tener abierto el Interior Grande. -Hizo una pausa-. Hay demasiadas pruebas en contra de Ichiteru. Tendrás que dejar a un lado tu parcialidad por ella, te guste o no.

– Lo sé. -Hirata retorció las riendas-. Es sólo que… No puedo aceptar que me haya equivocado tanto con alguien que… Sigo teniendo la sensación de que no fue ella. Llevo todo el día esperando encontrar pruebas que demuestren que no hice el tonto. Me he convencido de que el teniente Kushida es el asesino, y lo he buscado por toda la ciudad. -Desmontaron delante de la mansión de Sano. En el patio, un mozo de cuadra se llevó sus caballos. Hirata suspiró con pesar-. Pero ahora…

A menudo, los detectives y sus familias hacían vida social en el exterior de los barracones, antes de la cena. Aquel día una pandilla de niños jugaba a combatir con espadas de madera, mientras los hombres los vitoreaban y las mujeres charlaban. Una madre jugaba a la pelota con un niño pequeño.

– Todo el mundo comete errores, Hirata. No le des más vueltas.

Pero Hirata no lo escuchaba. Se quedó plantado en el patio, con la vista fija en la madre y el hijo, y rostro de estupefacción.

– Oh -dijo, y después lo repitió con extraño énfasis-: Oh.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sano.

– Acabo de recordar una cosa. -La cara de Hirata rebosaba de agitación-. Ahora sé que la dama Ichiteru no mató a Harume.

Sano lo miró exasperado.

– Hirata, basta ya. Esto es demasiado. Voy a lavarme y a hablar un rato con Reiko. Después iremos al Interior Grande.

Se dio la vuelta y entró en la casa. Hirata corrió tras él.

– ¡Esperad, sosakan-sama! Dejad que os lo explique. -Cambiaron los zapatos por alpargatas de tela en la entrada-. Me parece que el otro día vi a la asesina.

– ¿Qué? -Sano se detuvo con la mano en la puerta.

Las palabras salían de Hirata en un torrente rápido e incoherente.

– Cuando fui a ver a la Rata, pensé que se trataba de otra cosa, pero ahora veo lo que se traían entre manos, tendría que habérmelo imaginado. -A punto de dar brincos de agitación, exclamó-: ¡Ella no le vendía nada, le estaba pagando!

– Frena un poco para que pueda entenderte -dijo Sano-. Empieza por el principio.

Hirata tragó saliva y palmeó el aire en un esfuerzo por aplacar su nerviosismo.

– Pagué a la Rata para que estuviera pendiente de Choyei. Después fui a ver si había descubierto algo. En la habitación había una mujer con él. Estaban regateando, cerrando un trato. Cuando la Rata salió, me dijo que ella le había vendido a su hijo deforme para su casa de los monstruos. -Con deliberada lentitud, Hirata se explicó-. La mujer del detective Yamada y su hijo me lo han recordado.

»Entonces la Rata me dijo que no había podido encontrar al buhonero. Me devolvió el dinero que le había pagado. Sospeché que en realidad sí había dado con Choyei, quien le había pagado para que guardara silencio. Ahora estoy seguro de que era la mujer a la que vi la que le ofrecía dinero a la Rata, y no al revés. Ella desapareció mientras hablábamos. Tenía que ser la asesina, y no una madre que vendía a su niño. Debió de ver los emblemas de mi ropa y adivinó quién era y lo que quería cuando le pregunté a la Rata por Choyei.

– Pero Ichiteru es la única mujer sospechosa. -En el momento en que lo decía, Sano recordó que no era así.

Los ojos de Hirata resplandecían.

– Nunca he visto a la dama Miyagi. ¿Qué aspecto tiene?

– Tiene unos cuarenta y cinco años -empezó Sano.

– ¿No muy guapa, con la cara larga, los ojos caídos y la voz grave?

– Sí, pero…

– Y dientes negros y cejas afeitadas. -Hirata rió, exultante-. ¡Y pensar que todo el tiempo he tenido la prueba!

– Es una teoría interesante -admitió Sano-. El casero de Choyei dijo que había oído a un hombre en la habitación donde murió el vendedor; la voz de la dama Miyagi pudo haberlo llevado a engaño. Pero no la tenemos ubicada en la escena del atentado con daga. Podría haber envenenado la tinta, pero no hay pruebas de que lo hiciera. Además, ¿cuál es su móvil?

– Vamos a ver si puedo identificar a la dama Miyagi como la mujer que vi -suplicó Hirata-. La Rata debió de descubrir que era cliente de Choyei y trató de chantajearla. Probablemente la dama pretendiera matarlo como hizo con el vendedor. Seguramente le salvé la vida al llegar justo en aquel momento. -Hirata hizo una reverencia-. Por favor, sosakan-sama, antes de que decidáis que Ichiteru es culpable, dadme una oportunidad de demostrar que estoy en lo cierto. ¡Permitidme que interrogue a la dama Miyagi!