Para evitar una persecución en la dirección equivocada, Sano dijo:
– Hoy Reiko ha ido a ver a los Miyagi. Veamos si ha descubierto algo. -Entró en el pasillo, donde salió a recibirlo un criado-. ¿Dónde está mi esposa?
– No está en casa, mi señor. Pero os ha dejado esto.
El sirviente le mostró una carta sellada.
Sano la abrió y leyó en voz alta:
Honorable esposo,
Mi visita al caballero Miyagi ha sido muy interesante, y creo que fue él quien mató a la dama Harume. Él y su esposa me han invitado a ver con ellos la luna de otoño esta noche en su villa de verano. Tengo que aprovechar esta oportunidad para hacerle más preguntas al daimio y obtener pruebas de su culpabilidad.
No te preocupes, me he llevado a los detectives Ota y Fujisawa conmigo, así como a mis escoltas habituales. Volveremos mañana por la mañana.
Con amor,
Reiko
De repente, la idea de investigar a la esposa del daimio no parecía tan descabellada. Si había alguna posibilidad de que fuera la asesina, Sano no quería que Reiko viajase con ella a algún punto remoto, ni siquiera con una guardia armada.
– Supongo que Ichiteru puede esperar un poco más -dijo Sano-. Trataremos de alcanzar a Reiko y a los Miyagi antes de que salgan de la ciudad.
En un estruendo de cascos, Hirata y Sano llegaron a las puertas de la mansión de los Miyagi. Sano echó un vistazo ansioso en las dos direcciones de la calle.
– No veo el palanquín de Reiko -dijo-, ni a sus escoltas.
Empezó a creer en contra de su voluntad que Hirata tenía razón: la dama Miyagi era la asesina que buscaban. Y Reiko, que no estaba al corriente de lo que Danzaemon le había contado, pensaba que el culpable era el caballero Miyagi. A Sano se le encogió el corazón de preocupación.
– Calmaos -lo tranquilizó Hirata-. La encontraremos.
Sano saltó de su caballo y se acercó a los dos centinelas.
– ¿Dónde está mi esposa? -preguntó, agarrando la armadura de uno de los hombres.
– ¿Qué os habéis creído? ¡Soltadme! -El guardia le dio un empujón; el otro lo inmovilizó con los brazos. Hirata se apresuró a explicar:
– La esposa del sosakan-sama tenía que ir a la villa con el caballero y la dama Miyagi. Queremos hablar con ellos. ¿Dónde están?
A la mención del título de Sano, los dos guardias se envararon y dieron un paso atrás, pero no respondieron.
– Vamos a entrar -le dijo Sano a Hirata.
Los guardias bloquearon las puertas con expresión temerosa pero obstinada. Su rebeldía alarmó a Sano: algo iba mal.
– No hay nadie en casa -dijo uno de ellos-. Se han ido todos.
Presa de un miedo sobrecogedor a que algo le hubiera pasado a Reiko en la casa, Sano desenvainó su espada.
– ¡Apartaos!
Los guardias se hicieron a un lado de un salto, y Sano abrió la puerta. Con Hirata pegado a los talones, atravesó el patio a la carrera, cruzó la puerta interior y entró en la mansión, gritando el nombre de su esposa.
El silencio velaba el túnel largo y oscuro del pasillo. El antiguo olor de la casa llenaba los pulmones de Sano como un gas nocivo. Los suelos crujían a su paso. Oyó que los guardias le gritaban que se detuviera, y que Hirata los contenía. Siguió adelante y se encontró solo en los aposentos familiares. El ala era tan fría, oscura y húmeda como una cueva. Los paneles de papel de las paredes eran cuadrados agrisados por la tenue luz crepuscular. El olor almizcleño de los Miyagi saturaba el aire. Se detuvo para tomar aliento y orientarse, y no vio a nadie. Al principio no oyó nada, a excepción de su trabajosa respiración. Entonces le llegó un tenue gemido.
A Sano le dio un vuelco el corazón. ¡Reiko! El pánico lo espoleaba mientras seguía el sonido, dejando atrás a toda prisa las puertas cerradas de habitaciones desocupadas. Su aversión hacia el matrimonio Miyagi se convirtió en miedo al imaginarse a Reiko como víctima suya. El gemido creció en volumen. Entonces Sano dobló una esquina. Se detuvo en seco.
De una puerta abierta surgía la luz de una lámpara. Delante y de rodillas estaba el criado que Sano recordaba de su primera visita. El hombre lloraba con la cabeza inclinada. Al oír a Sano, alzó la vista.
– Las chicas -gimió. En su rostro arrugado brillaban las lágrimas. Alzó una mano temblorosa y señaló hacia la habitación.
En cuanto Sano entró como una exhalación por la puerta, lo asaltó un olor conocido y perturbador: fétido, salado, metálico. Al principio, era incapaz de apreciar la escena que se ofrecía a sus estupefactos ojos. Unas formas blancas retorcidas contrastaban acusadamente con las volutas negras y los relucientes charcos rojos del suelo de listones. Enseguida su vista identificó lo que tenía delante. En una estancia equipada con una bañera de madera hundida en el suelo y un biombo de bambú, yacían los cuerpos desnudos de dos mujeres, acurrucadas codo con codo. Tenían los tobillos y las muñecas atadas. Unos profundos cortes de lado a lado de la garganta casi las habían decapitado. La sangre carmesí empapaba su pelo negro y enmarañado, y sus cuerpos pálidos. Había salpicado las paredes, se extendía por el suelo y goteaba en el agua desde el borde de la bañera.
Sano estaba paralizado por el horror. Sentía los latidos turbulentos de su corazón; una fría náusea le atenazaba el estómago. Sintió vértigo y tuvo que apoyarse en el marco de la puerta. Oyó un sonido rasposo, como el de la sierra contra la madera, y lo reconoció como su propia respiración. Con claridad de pesadilla, los rostros de las mujeres destacaban de entre la carnicería. Ambos presentaban las delicadas facciones de Reiko.
– ¡No! -Sano parpadeó con fuerza y se frotó los ojos para librarse de lo que parecía un caso de visión doble inducida por la impresión-. ¡Reiko!
Con un gemido, se hincó de rodillas junto a las mujeres y les cogió las manos.
En cuanto tocó la carne fría, una certeza penetró en su agonía. Se dio cuenta de que su sensación interna de Reiko permanecía intacta. Seguía sintonizado con ella; percibía su fuerza vital, como una distante campana que seguía tañendo. La ilusión se desvaneció. Los cuerpos de esas mujeres eran más grandes y rollizos que el de Reiko. No reconocía sus caras. Sollozos de alivio sacudieron su cuerpo. ¡Reiko no estaba muerta! Sintió un retortijón en el estómago y tuvo arcadas, como si quisiera vomitar el terror y el lamento.
Hirata se precipitó en la habitación.
– ¡Dioses benditos!
– No es ella. ¡No es ella! -En un frenesí de alegría, Sano saltó y abrazó a Hirata, entre risas y sollozos-. ¡Reiko está viva!
– ¡Sosakan-sama! ¿Estáis bien? -La cara de Hirata era la viva imagen de la preocupación. Sacudió a Sano con fuerza-. Deteneos y escuchadme.
Cuando vio que Sano se limitaba a reír más fuerte, le dio un bofetón.
El golpe sacó a Sano de su histeria. Se calló de inmediato y miró a Hirata, sorprendido de que su vasallo le hubiese pegado aunque fuera una vez.
– Gomen nasai, «lo siento» -dijo Hirata-, pero tenéis que recobrar la compostura. Los guardias me han dicho que la dama Miyagi mató a las concubinas de su marido. Fue ella quien las ató. Pensaron que era un juego. Entonces les rajó la garganta. Cuando los guardias y criados oyeron los gritos y acudieron para ver qué pasaba, les ordenó que no se lo contaran a nadie. Ella y el caballero Miyagi partieron para encontrarse con alguien a las puertas del castillo y viajar juntos a la villa. Eso fue hace dos horas.
Un nuevo terror ahogó el alivio de Sano. Aunque no alcanzaba a vislumbrar los motivos de la dama Miyagi para asesinar a las concubinas del daimio, su acto brutal la confirmaba a ella, y no a la dama Ichiteru, como asesina de Choyei y de la dama Harume. Con la vista puesta en la sanguinaria escena, Sano combatió el pánico que resurgía.
– Reiko -susurró.