– Al salir de Asakusa, tendría que haber ido a casa a ver a Reiko, en vez de ir directamente al poblado de los eta -le gritó Sano a Hirata con voz entrecortada por los saltos de su caballo-. Entonces podría haber evitado que se fuera a la excursión para ver la luna.
– Pero si no hubieseis visto a Danzaemon, no os habríais enterado de que fue una mujer la que le lanzó la daga a Harume. -En la noche se oía el eco de las palabras de Hirata-. Y yo no habría relacionado a la Rata con la dama Miyagi. No habríamos encontrado a las concubinas muertas. Habríamos pensado que Reiko iba a estar a salvo en la villa.
El viento frío azotaba la capa de Sano; el humo aceitoso de los faroles le inundaba los pulmones. La luna llena los seguía como un ojo burlón y malévolo.
– No tendría que haber dejado que fuera sola -insistió Sano rechazando el consuelo como si sólo pudiera sentirse mejor a expensas de Reiko-. Ahora estaría con ella.
– No saben que trabaja para vos -dijo Hirata-. Estará bien.
– Si no llegamos a tiempo, me mataré. -Sano no soportaba la idea de vivir sin su esposa. Cómo deseaba no haber dado su brazo a torcer, aunque significara encarcelarla en casa y perder para siempre su afecto. Al menos habría estado a salvo-. ¡No tendría que haber accedido a que me ayudara con la investigación!
Su apresurada decisión, tomada en un momento en que el amor enturbiaba su juicio, podría destruir a Reiko. Era valiente e ingeniosa, pero también inexperta e impulsiva; era su responsabilidad protegerla, y había fracasado. Siguió adelante y condujo su caballo por una angosta garganta que se abría a un lado de la vía principal. Antes de salir de la ciudad había obligado a los guardias de los Miyagi a que le indicaran cómo llegar a la villa. Hirata había enviado un mensaje solicitando la ayuda de los detectives, pero no podían permitirse esperar a los refuerzos.
La senda se fue haciendo más abrupta y estrecha hasta que tuvieron que desmontar y guiar a sus caballos entre innumerables árboles como torres. El aroma de los pinos y las hojas muertas saturaba el aire. Avanzando en la esfera de luz de los faroles, Sano experimentaba la fantasmagórica sensación de estar subiendo y subiendo sin cambiar de posición. Le dolían los músculos; el pecho se le tensaba con su trabajosa respiración. ¿Estaba bien Reiko? ¿Cuánto faltaba para la villa?
Entre los árboles cercanos se oyó una especie de crujido.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Hirata desde detrás de Sano.
– Debemos de haber espantado a algún animal -dijo Sano, decidido a llegar a su destino-. No te preocupes. Corre.
Al final, llegaron aun claro llano donde se alzaba la villa oscura y silente. Frente al establo había dos palanquines vacíos, uno de los cuales Sano identificó como el suyo.
– ¡Hola! -gritó-. ¿Hay alguien ahí?
Hirata y Sano cogieron los faroles, dejaron los caballos y entraron en la villa por la puerta abierta. En la pared de la entrada había un armero lleno de espadas. Sano reconoció dos pares y se apresuró por el pasillo, gritando contra la corriente de aire:
– ¡Ota! ¡Fujisawa! ¿Dónde estáis? ¡Reiko!
No hubo respuesta, aunque Sano sentía su presencia, no muy lejos. A la derecha se abría una cavernosa cocina.
– Sale humo del fogón -comentó Hirata-. Deben de andar por aquí.
Entonces Sano oyó un murmullo grave y áspero que se hizo agudo y terminó en un suspiro. El sonido se repitió, procedente de una habitación pegada a la cocina. Entró por la puerta como una exhalación.
Había doce hombres tirados en el suelo entre bandejas con platos a medio comer. Sano reconoció a los escoltas de Reiko y a sus dos detectives. Ota roncaba: el sonido que había oído.
– Están dormidos -dijo Hirata.
Sano sacudió al detective Ota.
– ¡Despierta! ¿Dónde está Reiko?
Ota gruñó y siguió durmiendo.
– Están todos borrachos -dijo Hirata asqueado.
Entonces a Sano le llegó una vaharada del aliento del detective. En vez de licor olió una dulzura particular, como de albaricoques estropeados. Cogió la copa de Ota y la olisqueó. Presentaba un rastro del mismo olor.
– Debe de ser un somnífero. -Su temor por Reiko dio paso a la aterradora certeza de que la dama Miyagi tenía planeado matarla. ¿Por qué, si no, dejar a los hombres fuera de combate?-. Vamos, registraremos la casa.
Lo hicieron y no encontraron a nadie.
– El caballero y la dama Miyagi deben de haberse llevado a Reiko fuera para ver la luna -dijo Sano, mientras corría hacia la puerta de atrás.
El jardín estaba desierto, pero en la cima de la pendiente boscosa, una pequeña edificación en la que brillaba una luz se recortaba contra el cielo nocturno.
– Están allí arriba -dijo Sano.
Se adentraron en los árboles, faroles en mano, y ascendieron por un sendero esquivo y cubierto de hierbas. Atravesaron arbustos bajos, resbalaron sobre agujas de pino y hojas muertas y pasaron por encima de rocas y ramas caídas.
– Me parece que alguien nos sigue -dijo Hirata.
Sano hizo caso omiso de la advertencia. Salió sin aliento del bosque y, sobre la cima, vio un pabellón con tejado de juncos. Detrás de sus celosías brillaba una linterna. Llegaban unas voces de detrás del edificio, donde la tierra se encontraba con un cielo inmenso tachonado de estrellas.
– Por favor, prima. Matarla sólo empeorará las cosas. -Era el caballero Miyagi, con voz rasgada por la desesperación.
– No tenemos elección -dijo su esposa.
Mientras Hirata y Sano remontaban la breve distancia que los separaba de la cumbre, el caballero Miyagi empezó a sollozar.
– No saldrás bien parada de esto. Y puede que te ejecuten por asesinato. ¿Qué voy a hacer yo sin ti?
– Nada. -La voz de la dama Miyagi estaba teñida de amargo triunfo-. Durante treinta y tres años te he servido cumpliendo siempre tus deseos, protegiéndote de las consecuencias. Yo maté a la hija de los vecinos porque descubrió que la espiabas en el retrete cuando la invitábamos. Tenía miedo de que ocasionara problemas, de modo que envenené su té. Esto no es más que otra cosa que tengo que hacer para que nadie nos separe.
Así que la dama Miyagi había cometido el asesinato no resuelto que el magistrado Ueda había mencionado. Sin que el miedo dejara de agarrotarle el corazón, en el interior de Sano brotó una oleada de esperanza desbocada. Hablaban como si Reiko todavía estuviera viva. Jadeando, rodeó el pabellón y se detuvo en seco. La luz de su linterna cayó sobre tres figuras, a las que definió en titilantes planos de luz y sombras profundas. El caballero Miyagi estaba de rodillas en el sendero que bordeaba un precipicio para terminar en una brusca caída a un abismo en penumbra. De sus profundidades llegaba el rumor del agua de un río. A unos diez pasos, la dama Miyagi estaba plantada en el borde, sosteniendo a Reiko por el pelo. El viento agitaba sus brillantes ropas.
– ¡Reiko! -gritó Sano.
El daimio volvió hacia Sano un rostro arrasado de lágrimas. La dama Miyagi se giró de golpe. Tenía una daga pegada al cuello de Reiko. La cara de su esposa era una máscara de terror. Cuando vio a Sano se le colmaron los ojos de júbilo. Empezó a hablar, pero la dama Miyagi la pinchó con la punta de la hoja, con un grito áspero.
– ¡Calla!
– Tirad el cuchillo -ordenó Sano a la dama Miyagi, tratando de que su voz no sucumbiera al pánico. Estaba aterrorizado-. Quedáis arrestada por los asesinatos de la dama Harume y Choyei. -Supuso que Reiko debía de haber descubierto de algún modo la verdad, lo que había provocado el ataque de la dama Miyagi. Dejó la linterna en el suelo y le hizo un gesto con la mano-. Matar a mi mujer no os servirá de nada. Dejad que venga conmigo.