– Haz lo que dice, prima -suplicó el caballero Miyagi.
El arma vaciló en la mano temblorosa de la dama, pero no aflojó la mano que agarraba a Reiko. Tenía los ojos vidriosos de desesperación. Su larga cabellera ondeaba al viento. Sano apenas reconocía a la remilgada matrona que había visto dos días atrás. Con las mejillas encendidas, la barbilla manchada de sangre y los dientes a la vista en un rictus grotesco, parecía una loca. Y la vida de Reiko dependía de su habilidad para razonar con ella.
– Sosakan-sama, mi esposa no es mala persona, en realidad -dijo el caballero Miyagi-. La malvada era la dama Harume. Me hacía chantaje. Mi esposa sólo quiere protegerme.
– Si soltáis a Reiko -le dijo Sano a la dama Miyagi-, le recomendaré al sogún que tenga en cuenta las circunstancias especiales. Aconsejaré una sentencia más leve. -Su espíritu aborrecía la idea de dejar que una asesina escapara a la justicia, pero diría cualquier cosa, haría lo que fuera para salvar a Reiko-. Vamos, apartaos del precipicio y hablaremos.
La dama Miyagi no se movió. Sano vio que la garganta de Reiko se contraía, oyó que se le aceleraba la respiración y percibió lo vidrioso de sus ojos.
– Cálmate, Reiko -dijo en voz alta, temeroso de que muriera de terror-. No te va a pasar nada.
– Escucha al sosakan-sama -le rogó el caballero Miyagi a su esposa-. Él puede ayudarnos.
Pero la mirada enrojecida de la dama Miyagi pasó a Sano de largo, como si no existiera, para fijarse en su marido.
– Sí, Harume era malvada. -Llenas de sinceridad, las palabras surgían de algún lugar recóndito y oscuro de su interior-. Tuvo la audacia de concebir un hijo tuyo.
– ¿Un hijo mío? -El caballero Miyagi alzó la voz, lleno de confusión-. ¿De qué me hablas?
– El hijo que Harume llevaba cuando murió -dijo la dama Miyagi-. La vi en el santuario de Awashima Myojin. -Era la diosa sintoísta protectora de las mujeres-. Colgó junto al altar una tablilla con una oración en la que rogaba por un parto sin problemas. Envenené la tinta para matarlos a los dos.
– ¡Pero si yo nunca toqué a Harume! -El daimio se arrastró junto a Sano para arrodillarse frente a su muje-. Prima, ya sabes lo que soy. ¿Cómo puedes creer que yo le diera un hijo?
– Si no fuiste tú, ¿quién fue? -preguntó la dama Miyagi-. No sería el sogún, ese alfeñique impotente. -Miró a su marido con furia y bajó la daga-. Todos estos años he tolerado tus romances con otras mujeres sin quejarme jamás, porque no creía que fueras a tocarlas; no creía que pudieras. Tenía fe en que, de corazón, me eras fiel.
Con la atención dividida entre la dama Miyagi, el cuchillo y Reiko, Sano se acercó disimuladamente mientras le enviaba a su esposa un mensaje sin palabras: «¡Un momento más y te salvaré!»
– Pensaba que éramos amantes espirituales. Emparejados para siempre, como los cisnes de nuestra divisa familiar. Que lo compartíamos todo. -La dama Miyagi bajó las comisuras de la boca; se le saltaban las lágrimas-. Pero ahora ya sé la verdad. Te escabulliste para acostarte con la dama Harume sin decírmelo. ¡Me traicionaste!
– Prima, yo nunca…
– Sé cuánto ansías tener un hijo. No podía permitir que naciera el niño de Harume. Eso te habría animado a engendrar otro, de una de tus damas. Se convertiría en tu nueva esposa, y el chico en tu heredero. Me habrías dejado de lado. ¿Cómo iba yo a sobrevivir sin tu protección?
Por fin Sano entendía el verdadero móvil del asesinato de la dama Harume. Un malentendido había encendido los celos. El objetivo del veneno era la criatura nonata, y no la madre. Sano se aproximó sigilosamente a Reiko y a la dama Miyagi.
– Mataste a Gorrión y a Copo de Nieve para que no pudieran tener hijos míos. -Desconcertado, el caballero Miyagi sacudió la cabeza-. Pero ¿por qué matar a un vendedor de drogas?
La mirada llorosa de la dama Miyagi se endureció.
– Lo hice para que no pudiera identificarme como la persona que compró el veneno. Pensaba matar a ese odioso propietario de la casa de los monstruos que lo había descubierto y trataba de hacerme chantaje, pero perdí mi oportunidad. ¿No entiendes que lo hice todo para que las cosas no cambiaran entre nosotros?
– Prima, yo nunca te apartaría de mi lado -lloró el caballero Miyagi-. Te necesito. A lo mejor nunca te lo había dicho, pero te quiero. -Extendió las manos juntas-. ¡Por favor, devuélvele su mujer al sosakan-sama y ven conmigo!
– No puedo. -La dama Miyagi dio otro paso hacia el borde del precipicio. El corazón de Sano golpeaba contra su caja torácica; se detuvo en seco y extendió un brazo para indicarle a Hirata que no se adelantara. Cualquier movimiento podía hacer que la dama Miyagi se sintiera acosada y le hiciera daño a Reiko-. He visto cómo la miras. Sé que la deseas. La única forma de asegurarme de que nunca te dé un hijo es matarla.
Alzó la daga con un movimiento brusco y la punta se hundió en la tierna carne del mentón de Reiko. Sano se estremeció de terror.
– Escuchad. Vuestro marido no era el padre del hijo de Harume -le dijo, luchando por mantener la calma-. No os traicionó. Harume tenía otro amante. Además, Reiko es mía. No está a disposición del caballero Miyagi. Así que dádmela, ahora mismo.
La dama Miyagi respondió a su ruego con una mirada inexpresiva. Ensimismada en su mundo de percepciones sesgadas, parecía insensible a la lógica. Se volvió poco a poco, arrastrando a Reiko hacia el borde del precipicio.
– ¡No!
Sano corrió hacia las dos mujeres, pero Hirata se le avanzó. El joven vasallo aferró al caballero Miyagi con los dos brazos.
– Dama Miyagi, si le hacéis daño a la esposa del sosakan-sama, tiraré a vuestro marido por el precipicio -aulló.
Era una estrategia que no se le había ocurrido a Sano; su pensamiento había estado centrado en Reiko. Contuvo el aliento mientras veía que la dama Miyagi volvía la cabeza. Cuando vio al daimio, se quedó petrificada y tomó aliento con un susurro.
– ¡Prima, ayúdame, no quiero morir! -El caballero Miyagi pataleaba y sollozaba entre los brazos de Hirata.
– Está en vuestras manos salvarlo -dijo Sano. En su corazón brotó un manantial de esperanza-. Basta con que tiréis la daga. Después venid hacia aquí. -Dio unos pasos colina abajo y le indicó a la dama Miyagi que lo siguiera-. Traedme a Reiko.
La mirada de la dama voló de su marido a Sano, y después a Reiko. Profirió un gemido de angustia. Sano notaba que la duda debilitaba su determinación, como el agua fría que agrieta la porcelana caliente, aunque no se movió.
– ¿Hirata? -dijo Sano.
El joven vasallo empujó al caballero Miyagi hacia el borde.
– Socorro, prima -lloriqueó el daimio.
Nadie más habló. Nadie se movió. Tan sólo el viento y el correr del agua perturbaban el silencio. La gran rueda de los cielos parecía haberse detenido, frenando a la luna y a las estrellas en sus caminos celestiales. Enloquecida por los celos, la dama Miyagi al parecer quería salvar a su marido, pero no sin asegurar la posición que ella ocupaba en su vida. Quizá también necesitaba castigarlo por su imaginaria traición. Sano sentía que la noche se extendía, vasta y terrible como el punto muerto al que habían llegado las negociaciones. La desesperación lo abrumaba.
Entonces se oyeron unos crujidos procedentes del bosque. Un hombre apareció por detrás de Reiko y la dama Miyagi. Llevaba un quimono sucio y una lanza en la mano.
– Teniente Kushida. -El asombro aquietó la exclamación de Sano. Vio que Hirata se enervaba con la sorpresa, y oyó que el daimio profería un gruñido. La dama Miyagi se volvió un poco, mirando a todas partes en un intento de observar a todo el mundo a la vez.
– Él debía de ser el que nos seguía por el bosque -dijo Hirata-. ¿Qué hace aquí?
El teniente hizo caso omiso de Sano, Hirata, Reiko y el caballero Miyagi. Señaló a la esposa del daimio con la lanza y gritó: