«¡Vuelve!», quería gritar.
Mas, aunque sopesó la idea de admitir que había sido él, y no el actor, el instigador del complot, sabía que no iba a hacerlo. El egoísmo prevalecía sobre su capacidad para hacer lo correcto… y para el amor. En ese momento vio el atroz defecto de su carácter. Era tan despreciable como aseguraban sus padres. A ciencia cierta, ése era el motivo por el que lo habían privado de afecto.
– ¿Yanagisawa-san? -La voz de fastidio del sogún penetró en su sufrimiento-. Te he dicho que vengas aquí.
Yanagisawa obedeció. El abismo ululante de su interior le erosionaba el alma y se hacía cada vez más profundo y oscuro; nunca se llenaría. Ante él se extendía una vida poblada de esclavos y sicofantes, aliados y enemigos políticos, superiores y rivales. Pero no había nadie que fuera a nutrir su corazón famélico o sanar las heridas de su espíritu. Incapaz de querer y de ser querido, estaba condenado.
– Pareces enfermo -dijo Tokugawa Tsunayoshi-. ¿Sucede algo?
Sentados frente a Yanagisawa, en un trío hostil, estaban el sosakan Sano, la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko. Tenía claro que sabían la verdad sobre Shichisaburo y su papel en la trama. No pretendían dejarle que se saliera con la suya después de haberlos atacado. La batalla había terminado, pero la guerra seguía… con sus rivales unidos contra él.
– Todo va bien -dijo el chambelán Yanagisawa.
Hirata atravesaba el jardín del castillo de Edo, donde había conminado a la dama Ichiteru a encontrarse con él. Un manto de nubes opacas cubría el cielo, y el sol era un difuso resplandor blanco sobre los tejados de palacio. En lo alto graznaban los cuervos. La escarcha había ajado los macizos de hierbas, aunque sus intensos aromas pervivían. Los jardineros barrían los senderos; en una alargada cabaña, el farmacéutico del castillo y sus ayudantes preparaban remedios. Las camareras de la dama Ichiteru esperaban en la puerta. Aquella vez Hirata había preparado a conciencia las circunstancias para impedir la seducción, a la vez que había logrado la suficiente intimidad para la que pretendía que fuera su última conversación.
Encontró a Ichiteru sola junto a un estanque donde el loto florecía en verano. De espaldas a él, contemplaba la enmarañada mata de follaje. Llevaba una capa gris; un velo negro cubría su pelo. Por el modo en que envaró su espalda, Hirata sabía que estaba al tanto de su presencia, pero no se volvió. Mejor: podría decir lo que pensaba sin caer en sus redes.
– Fuisteis vos quien administró a la dama Harume el veneno que la hizo enfermar el verano pasado, ¿no es así? -dijo Hirata-. Era a vos a quien temía y de quien rogó a su padre que la rescatara.
– ¿Y qué más da si fui yo? -La voz ronca de Ichiteru reflejaba indiferencia-. No tenéis pruebas.
Estaba en lo cierto. Hirata se había pasado los tres últimos días investigando el incidente, y había eliminado como sospechosos a los demás residentes del palacio. Sabía que Ichiteru era culpable, pero no podía demostrarlo, y dado que estaba claro que no pensaba confesar, no había nada que hacer. Ichiteru había salido indemne de su intento de asesinato, a la vez que lo había dejado en ridículo. La furiosa humillación lo reconcomía.
– Yo sé que lo hicisteis -dijo-. Puesto que no matasteis a Harume, es la única explicación para el modo en que me tratasteis. Teníais miedo de que el sosakan-sama descubriera que erais responsable de un envenenamiento anterior, y queríais que acusaran a Keisho-in por el asesinato de Harume. De modo que me utilizasteis.
»Estoy seguro de que estáis muy satisfecha de cómo han salido las cosas -prosiguió Hirata, que hervía de cólera-. Pero, escuchad, yo sé lo que sois: una asesina en espíritu, si no de hecho. Y os lo advierto: causad problemas una vez más, e iré a por vos. Entonces tendréis el castigo que os merecéis.
– ¿Castigo? -La dama Ichiteru se rió con desdén-. ¿Qué podéis hacerme vos que sea peor que el futuro que tengo por delante?
Se volvió; se le resbaló el velo. Hirata dio un respingo de asombro. Ichiteru no llevaba maquillaje. Tenía los ojos rojos e hinchados de llorar, y los labios pálidos y abotargados. Su piel desnuda parecía moteada y cetrina, y llevaba el pelo en un enmarañado nudo desprovisto de ornamentos. Hirata apenas reconocía en aquella ruina humana a la mujer que lo había cautivado.
– ¿Qué os ha pasado? -preguntó.
– Mañana llegan quince nuevas concubinas al Interior Grande. Me acaban de informar de que seré una de las mujeres destituidas para dejarles el sitio, ¡tres meses antes de la fecha oficial de mi retiro! -exclamó con voz temblorosa por la ira-. He perdido mi oportunidad de darle un heredero al sogún y convertirme en su consorte. Tendré que volver a Kioto sin nada que mostrar a cambio de trece años de degradaciones y dolor. Pasaré el resto de mi vida como solterona en la pobreza, un símbolo despreciado del fracaso de las esperanzas de la familia imperial de recobrar la gloria.
»Me disculpo por lo que os hice, pero lo superaréis -le dijo a Hirata con sorna-. ¡Y cuando penséis en mí, reíd si lo deseáis!
La necesidad de venganza de Hirata se disolvió. Su atracción por Ichiteru se había desvanecido con el boato de la moda y los modales; su amargura lo repetía. Por fin era capaz de perdonar e incluso compadecer a Ichiteru. En su destino residía en efecto su castigo. Sus propias preocupaciones parecían triviales en comparación.
– Lo siento -dijo. Le habría deseado suerte u ofrecido educadas palabras de ánimo, pero la dama Ichiteru le dio la espalda.
– Dejadme.
– Adiós, pues -dijo Hirata.
De vuelta por el jardín, se sentía unos años más viejo que cuando había empezado la investigación. La experiencia había fomentado su sabiduría. Nunca más permitiría que un sospechoso de asesinato lo manipulara. Pero la desaparición de las intensas emociones que le inspirara la dama Ichiteru dejaba un hueco en su espíritu. Debería ocuparse de otros casos antes del banquete de bodas de Sano, programado para aquella tarde, pero estaba demasiado inquieto para trabajar. Lleno de vagos anhelos, se internó en el bosque de caza, con la esperanza de que un paseo solitario le aclarase la mente.
No bien había arrancado por un sendero, cuando oyó una voz vacilante detrás de él.
– Hola, Hirata-san.
Se volvió y vio que se le acercaba Midori.
– Hola -dijo.
– Me he tomado la libertad de seguiros desde el jardín porque pensaba… esperaba que tal vez os apeteciera algo de compañía. -Midori se ruborizó y jugueteó con un mechón de su cabello-. Me iré si no os apetece.
– No, no. Agradeceré vuestra compañía -dijo Hirata, que de verdad lo sentía.
Deambularon entre los abedules que derramaban sobre ellos sus hojas doradas. Por primera vez desde que se conocieran, Hirata la miró de verdad. Vio la belleza de su mirada clara y directa, su comportamiento bondadoso. Podía entender su encaprichamiento con la dama Ichiteru como una enfermedad que lo había cegado a las cosas buenas, Midori incluida. Al pensar en las agradables conversaciones que había sostenido con ella, se acordó de algo.
– Sabíais que Ichiteru trató de matar a Harume el verano pasado, ¿verdad? E intentasteis avisarme de que planeaba utilizarme para asegurarse de que no la arrestaran por el asesinato.
Midori escondió la cara tras la brillante cortina de su pelo y bajó la vista al suelo.
– No estaba segura, pero lo sospechaba… Y no quería que os hiciese daño.
– Entonces ¿por qué no me lo dijisteis? Sé que no debía pareceros muy dispuesto a escucharlo, pero podrías habérmelo dicho, o escribirlo en una carta, o contárselo al sosakan-sama.