– Tenía demasiado miedo -dijo Midori, contrita-. La admirabais tanto… Pensé que si os decía algo malo sobre ella me tomaríais por una mentirosa. Me habríais odiado.
A Hirata lo dejaba atónito que una chica de alta cuna no sólo se preocupara por él, sino que también quisiera que la tuviera en buena consideración. En ese momento descubrió que él le había gustado todo el tiempo. No le importaban sus orígenes humildes. El honesto aprecio de Midori lo elevaba por encima de la prisión de su inseguridad. Ya no importaba que careciera de un linaje noble o de cultivada elegancia. Los logros de su vida -las auténticas manifestaciones del honor- eran suficientes. De repente, Hirata quería reírse de júbilo. ¡Qué extraño que su experiencia más humillante le hubiese aportado también el don de la revelación!
Tocó a Midori en el hombro y la hizo volverse de cara a él.
– Ya no admiro a la dama Ichiteru -le dijo-. Y sería incapaz de odiaros.
Midori lo contempló con ojos abiertos y solemnes, llenos de una incipiente esperanza. Una sonrisa temblaba en sus labios; sus hoyuelos hicieron una tímida aparición, como el sol reflejado en unas perlas debajo del agua. Hirata sintió una alegría desbordante al ver la posible respuesta a sus anhelos.
– ¿Qué haréis ahora que Ichiteru se marcha? -preguntó.
– Oh, seré la dama de compañía de alguna otra concubina -dijo Midori-. Se supone que debo quedarme en el castillo de Edo hasta que me case.
O a lo mejor incluso después, pensó Hirata, si él seguía destinado allí y sus fortunas coincidían. Pero aquello era ir demasiado deprisa. Por lo pronto, se contentaba con saber que estarían los dos en el castillo lo bastante para que el tiempo decidiera.
– Bueno -dijo con una sonrisa-, me alegro de oírlo.
Midori le dedicó una sonrisa radiante. Con las mangas juntas, siguieron andando por el camino.
– Tengo el placer de inaugurar la celebración del matrimonio del sosakan Sano Ichiro y la dama Ueda Reiko -anunció Noguchi Motoori.
El mediador y su esposa estaban de rodillas en la tarima de la sala de recepciones de la mansión de Sano. Entre ellos, Sano y Reiko, ataviados con formales quimonos de seda, se sentaban bajo un enorme parasol de papel, símbolo de los amantes. Se habían retirado los tabiques para que la sala ampliada diera cabida a los trescientos invitados del banquete: amigos y parientes, los colegas de Sano, los superiores, los subordinados y los representantes de prominentes clanes daimio. Del techo pendían farolillos encendidos; el ambiente vibraba con los aromas del perfume, el humo del tabaco, el incienso y la comida.
– Como la lluvia tras la sequía, estas festividades llegan con mucho retraso y son por lo tanto mucho más bienvenidas -dijo Noguchi-. Ahora os invito a que os unáis a mí al felicitar a la pareja nupcial y desearles una larga y feliz vida en común.
Los músicos tocaron una alegre melodía de samisén, flauta y tambor. Los criados repartieron botellas de sake y tazas y ofrecieron bandejas cargadas de manjares. Los invitados gritaron: «Kanpai!» Con el corazón rebosante de gozo, Sano intercambió una sonrisa con Reiko.
La investigación había acabado, si bien no del todo como él habría deseado. Las muertes violentas del caballero y la dama Miyagi todavía lo perturbaban. El teniente Kushida había sido trasladado a un puesto en la provincia de Kaga, donde tal vez podría recobrarse de su obsesión y comenzar una nueva vida. Además, Sano sentía que tendría que haber intuido que el chambelán Yanagisawa sacrificaría a Shichisaburo, y salvar de algún modo al actor.
Sin embargo, más adelante habría tiempo de sobra para revisar el caso y aplicar la experiencia para obtener mejores resultados en el futuro. Una relativa armonía había regresado al castillo de Edo. Esa noche ofrecía un alegre descanso de los quebraderos de cabeza del pasado. ¡Cuánto más significativa era aquella ceremonia que la que habría tenido de haberse celebrado justo después de la boda! A Sano le parecía un tributo adecuado al vínculo forjado entre él y su esposa durante la investigación. Ocultos por sus extensas mangas, juntaron las manos.
El magistrado Ueda se puso en pie y pronunció el primer discurso:
– El matrimonio se parece a la unión de dos ríos: dos familias, dos espíritus que se unen. Aunque a menudo se producen turbulencias cuando las aguas se mezclan, pueden seguir fluyendo en la misma dirección, dos fuerzas unidas en beneficio mutuo. -Con una radiante sonrisa para Reiko y Sano, el magistrado alzó su taza de sake-. Brindo por el entroncamiento de nuestros dos clanes.
Los invitados prorrumpieron en vítores y bebieron. Las doncellas sirvieron licor para los novios. El siguiente en hablar fue Hirata:
– A lo largo de los dieciocho meses que he servido al sosakan-sama, he hallado en él a un samurái y señor ejemplar. Ahora me alegro de que tenga una esposa de parejo honor, valor y buen carácter. Juro servirles mientras viva.
Más vítores; otra ronda de bebida. Entonces entró un funcionario en la sala y anunció:
– Su excelencia el sogún y su madre, la honorable dama Keisho-in.
Entró Tokugawa Tsunayoshi, espléndido con sus ropajes brillantes y alto tocado negro. Keisho-in renqueaba a su lado, con una sonrisa en los labios. Todos hicieron profundas reverencias, pero el sogún les indicó que se levantaran.
– Relajaos, esta noche somos todos, ah, camaradas.
Absteniéndose de formalidades, él y Keisho-in tomaron asiento ante la tarima. Se volvió hacia Sano.
– Mi madre desea hacerte un regalo de bodas especial.
Con gran esfuerzo, cuatro sacerdotes introdujeron por la puerta un enorme altar budista. Mientras el sacerdote Ryuko les daba indicaciones para que lo colocaran en una esquina, los presentes lo miraban sobrecogidos. Estridentes grabados de dragones, deidades y paisajes adornaban las puertas de teca del butsudan, que llegaba hasta el techo. Había columnas con incrustaciones de madreperla y un techo dorado en pagoda. Era una obra maestra de la fealdad.
– ¿Dónde vamos a ponerlo? -susurró Reiko.
– En un lugar destacado -le respondió Sano en voz baja.
El regalo sellaba su alianza con la dama Keisho-in. Con su apoyo esperaba convencer al sogún de que promulgara reformas que redujeran la corrupción del gobierno y favorecieran el bienestar de los ciudadanos. Y se necesitaban el uno al otro para contrarrestar la influencia del chambelán Yanagisawa, clamorosamente ausente del banquete. Tras el fracaso de su estratagema, Yanagisawa estaría más ansioso que nunca por arruinarlos.
– Es el butsudan más glorioso que he visto en mi vida -declaró-. Muchas gracias, honorable dama.
Keisho-in soltó una risilla. Los presentes murmuraron educadas alabanzas, y el sacerdote Ryuko lideró a sus hermanos en un cántico de bendición. Sano estudió con interés al bello sacerdote: Ryuko era también un valioso aliado. En el espacio de una sola investigación, había erigido una sólida base de poder desde la que profundizar en su búsqueda de la verdad y la justicia.
Siguieron más discursos, con abundancia de comida, bebida, música y alborozo. Los invitados se acercaban a la tarima para expresar sus mejores deseos a los recién casados. Durante un respiro, Sano se volvió hacia Reiko.
– ¿Contenta? -preguntó. Reiko sonrió.
– Mucho.
– Yo también.
Realmente era el día más feliz de la vida de Sano. Por supuesto, sabía que tanta alegría no podía durar. Vendrían más investigaciones peligrosas; la continua lucha por mantener su posición en el campo de batalla política que era el régimen Tokugawa; las crisis importantes y menores de la vida. Pero, por el momento, Sano disfrutaba de la serenidad. Con tan buenos amigos y aliados, el éxito del futuro parecía garantizado. Y justamente a su lado tenía la fuente de su nuevo optimismo.