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Bast se levantó y caminó a grandes zancadas hasta la barra.

– En ese caso, ya me encargo yo -dijo, impaciente, espantando a Kvothe con un ademán-. Tú ve a buscar unas salchichas y uno de esos quesos con vetas. -Empujó a Kvothe hacia la escalera que conducía al sótano y, mascullando, se metió en la cocina. Al poco rato empezaron a oírse golpazos y tintineos provenientes de la despensa.

Kvothe miró a Cronista y esbozó una amplia y perezosa sonrisa.

Poco a poco fue llegando gente a la Roca de Guía. Entraban por parejas y de tres en tres; olían a sudor, a caballos y a trigo recién segado. Reían y hablaban y dejaban un rastro de granzas por el limpio suelo de madera.

Cronista tenía mucho trabajo. Quienes requerían sus servicios se sentaban en el borde de la silla, inclinados hacia delante; a veces gesticulaban, y otras, hablaban con gran parsimonia. El escribano mantenía la expresión imperturbable mientras la pluma rasgueaba en el papel, y de vez en cuando mojaba el plumín en el tintero.

Bast y el hombre que se hacía llamar Kote trabajaban juntos, como un buen equipo. Sirvieron la sopa y el pan. Manzanas, queso, salchichas. Cerveza y agua fresca de la bomba que había fuera, en el patio trasero. También había cordero asado, para quienes lo quisieran, y tarta de manzana recién hecha.

Hombres y mujeres sonreían, relajados, contentos de poder sentarse un rato a la sombra. El suave murmullo de las conversaciones, el chismorreo entre vecinos que se conocían de toda la vida, inundaba la taberna. Insultos amistosos, blandos e inofensivos como la mantequilla, iban y venían, y los amigos discutían para decidir a quién le tocaba pagar la ronda de cerveza.

Pero por debajo de todo aquello había tensión. Un forastero nunca la habría notado, pero estaba allí, oscura y silenciosa como una resaca. Nadie hablaba de impuestos, ni de ejércitos, ni comentaba que habían empezado a cerrar la puerta con llave por la noche. Nadie hablaba de lo que había pasado en la taberna la noche anterior. Nadie miraba el trozo de suelo bien fregado donde no quedaba ni rastro de sangre.

En cambio, circulaban chistes e historias. Una joven besó a su marido, y el resto de los presentes silbaron y rieron. El viejo Benton intentó levantarle el dobladillo de la falda con el bastón a la viuda Creel, y rió socarronamente cuando ella le dio un manotazo. Un par de niñitas se perseguían entre las mesas, chillando y riendo mientras todos las miraban y sonreían con cariño. Todo eso ayudaba un poco. Era lo único que podías hacer.

La puerta de la posada se abrió de golpe. El viejo Cob, Graham y Jake entraron con andares pesados; era mediodía, y el sol caía a plomo.

– ¡Hola, Kote! -saludó el viejo Cob mirando al puñado de clientes que quedaban en la sala-. ¡Veo que hoy tienes mucha clientela!

– Te has perdido lo mejor -dijo Bast-. Hace un rato estábamos desbordados.

– ¿Queda algo para los rezagados? -preguntó Graham, y se sentó en su taburete.

Antes de que el posadero pudiera responder, un individuo con los hombros como un toro dejó ruidosamente su plato vacío sobre la barra y, con cuidado, posó el tenedor al lado.

– ¡Diantre! ¡Esta tarta estaba deliciosa! -declaró con una voz resonante.

Una mujer delgada y con cara de amargada que estaba a su lado dijo con aspereza:

– No digas palabrotas, Elias. No hay ninguna necesidad.

– No te enfades, querida -repuso el hombre-. «Diantre» es una clase de manzanas, ¿no es así? -Sonrió a los otros clientes que estaban sentados a la barra-. Una clase de manzanas que cultivan en Atur, ¿verdad? Si no recuerdo mal, las llaman así por el barón Diantre.

– Sí, creo que yo también lo he oído -dijo Graham, devolviéndole la sonrisa.

La mujer los fulminó a los dos con la mirada.

– Estas me las trajeron los Benton -terció el posadero mansamente.

– Ah -dijo el granjero corpulento componiendo una sonrisa-, entonces me equivoco. -Cogió una miga de masa del plato y la masticó con aire pensativo-. De todas formas, juraría que era una tarta de diantre. Quizá los Benton estén cultivando manzanas diantre sin saberlo.

Su mujer inspiró ruidosamente por la nariz; entonces vio a Cronista sentado a su mesa sin hacer nada y se llevó a su marido de la barra.

El viejo Cob los vio marchar y sacudió la cabeza.

– No sé qué necesita esa mujer en su vida para ser feliz -comentó-. Pero espero que lo encuentre antes de que acabe con el viejo Eli.

Jake y Graham refunfuñaron para expresar su completo acuerdo.

– Da gusto ver la taberna llena de gente. -El viejo Cob miró al posadero pelirrojo que estaba detrás de la barra-. Eres un buen cocinero, Kote. Y tienes la mejor cerveza en treinta kilómetros a la redonda. Lo único que hace falta es una pequeña excusa para entrar aquí.

El viejo Cob se dio unos toquecitos en un lado de la nariz.

– ¿Sabes qué? -dijo mirando al posadero-. Deberías contratar a un cantante o algo así por las noches. Demonios, hasta el chico de los Orrison sabe tocar un poco el violín de su padre. Seguro que le encantaría venir a cambio de un par de jarras. -Miró alrededor-. Lo único que le falta a este sitio es un poco de música.

El posadero asintió con la cabeza. Su expresión era tan cordial y tan natural que apenas era una expresión.

– Supongo que tienes razón -dijo Kote con voz calmada, una voz completamente normal. Incolora y transparente como el cristal de una ventana.

El viejo Cob abrió la boca, pero antes de que pudiera hablar, Bast golpeó la barra con los nudillos.

– ¿Copas? -preguntó a los hombres que estaban sentados a la barra-. Estoy seguro de que todos querréis beber mientras os traemos algo que llevaros a la panza.

Todos querían. Bast se puso detrás de la barra y empezó a servir jarras de cerveza y a repartirlas a quienes le tendían una mano. Al cabo de un momento, el posadero, siguiendo el ejemplo de su ayudante, se puso en movimiento sin decir nada y fue a la cocina a buscar la sopa. Y pan y mantequilla. Y queso. Y manzanas.

Capítulo 47

Interludio: la estrofa de la soga

Cronista se dirigió hacia la barra con una sonrisa en los labios.

– Ha sido una hora de trabajo intenso -dijo con satisfacción, y se sentó en un taburete-. Supongo que no habrá quedado nada en la cocina para mí.

– ¿O un trozo de esa tarta que ha mencionado Eli? -preguntó Jake, esperanzado.

– Yo también quiero tarta -terció Bast, sentado al lado de Jake, con una copa en la mano.

El posadero sonrió y se secó las manos en el delantal.

– Creo recordar que he reservado una por si vosotros tres veníais más tarde que los demás.

– Ya ni me acuerdo de la última vez que comí tarta de manzana caliente -dijo el viejo Cob frotándose las manos.

El posadero volvió a la cocina. Sacó la tarta del horno, la cortó y repartió las porciones en platos. Cuando regresó con ellos a la taberna, oyó voces en la otra habitación.

– Y también era un demonio, Jake -decía el viejo Cob, enojado-. Te lo dije anoche y te lo repetiré cien veces si es necesario. Yo no cambio de opinión como 'otros de calcetines. -Levantó un dedo-. Invocó a un demonio, mordió a ese tipo y le sorbió el jugo como si fuera una ciruela. Me lo contó uno que conocía a una mujer que lo había visto con sus propios ojos. Por eso vinieron el alguacil y sus ayudantes y se lo llevaron. En Amary, la ley prohíbe tontear con fuerzas oscuras.

– Solo decía que la gente creyó que era un demonio -insistió Jake-. Ya sabes cómo es la gente.

– Claro que sé cómo es la gente -dijo el viejo Cob, enfurruñado-. Tengo más años que tú, Jacob. Y sé muy bien lo que digo.

Se produjo un largo y tenso silencio en la barra, hasta que Jake desvió la mirada.

– Yo solo decía… -murmuró.

El posadero le acercó un cuenco de sopa a Cronista.

– ¿De qué habláis? -preguntó.