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El escribano le lanzó una mirada picara y respondió:

– Cob nos está contando el juicio de Kvothe en Imre. -Su voz tenía un ligero deje petulante-. ¿No te acuerdas? Empezó a contarnos la historia anoche, pero solo llegó hasta la mitad.

– Bueno -dijo Cob fulminándolos a todos con la mirada, como si los desafiara a interrumpirlo-. Kvothe estaba en un apuro. Sabía que si lo declaraban culpable lo ahorcarían.

Cob se llevó un puño a un lado del cuello, levantó el codo como si sujetara un nudo corredizo y ladeó la cabeza.

– Pero Kvothe había leído muchísimos libros en la Universidad, y algún truquillo sabía. -El viejo Cob hizo una pausa; pinchó un trozo de tarta, se lo llevó a la boca y cerró los ojos un momento mientras masticaba-. ¡Divina pareja! -dijo para sí-. A esto lo llamo yo una tarta como Dios manda. Os juro que es mejor que la que hacía mi madre. Siempre se quedaba corta con el azúcar. -Dio otro bocado, y una expresión de felicidad se extendió por su curtido rostro.

– Y ¿qué truco utilizó Kvothe? -preguntó Cronista.

– ¿Qué? Ah, sí. -Cob retomó el hilo de su historia-. Veréis, en el Libro del camino hay dos versos, y según la ley del hierro, si los lees en voz alta en ese idioma antiguo, el temán, que solo conocen los sacerdotes, tienen que tratarte como a un sacerdote. Eso significa que los jueces de la Mancomunidad no pueden hacerte nada. Si lees esos dos versos, tu caso tienen que decidirlo los tribunales de la iglesia.

El viejo Cob se metió otro trozo de tarta en la boca y lo masticó despacio antes de tragárselo.

– Esos dos versos se llaman «la estrofa de la soga», porque si sabes recitarlos, puedes evitar que te ahorquen. Porque los tribunales de la iglesia no pueden colgar a nadie.

– Y ¿de qué versos se trata? -inquirió Bast.

– Ojalá lo supiera -se lamentó el viejo Cob-. Yo no sé temán. Kvothe tampoco sabía temán. Pero había memorizado esos versos de antemano. Y el día del juicio fingió leerlos, y el tribunal de la Mancomunidad tuvo que soltarlo.

»Kvothe sabía que tenía dos días, el tiempo que tardaría el juez tehlino en llegar desde Amary. Así que se puso a aprender temán.

Leyó libros y practicó un día y una noche enteros. Y era tan sumamente inteligente que le bastaron esas horas de estudio para acabar hablando temán mejor que la mayoría de quienes llevaban toda la vida estudiándolo.

»Entonces, el segundo día, cuando el juez estaba a punto de llegar, Kvothe se preparó una poción. Estaba hecha con miel, y con una piedra especial que se encuentra en el cerebro de ciertas serpientes, y con una planta que solo crece en el fondo del mar. Cuando se bebió la poción, su voz se volvió tan dulce que quienes lo escuchaban no tenían más remedio que darle la razón en todo.

»Y cuando por fin apareció el juez, el juicio solo duró quince minutos -dijo Cob riendo-. Kvothe pronunció un bello discurso en un temán perfecto, todos le dieron la razón, y cada uno se marchó a su casa.

– Y fueron felices y comieron perdices -dijo el pelirrojo en voz baja, detrás de la barra.

La taberna estaba tranquila. Fuera hacía un calor seco, y la atmósfera estaba cargada de polvo y de olor a granzas. Lucía un sol duro y brillante como un lingote de oro.

El interior de la Roca de Guía estaba oscuro y fresco. Los hombres habían terminado sin prisas sus últimos bocados de tarta, y todavía les quedaba un poco de cerveza en las jarras. Así que permanecieron allí un rato más, apoyados en la barra con el aire de culpabilidad de quienes son demasiado orgullosos para hacer el vago debidamente.

– A mí nunca me han gustado mucho las historias de Kvothe -comentó el posadero con total naturalidad mientras recogía los platos de todos.

– ¿En serio? -preguntó el viejo Cob levantando la vista de su cerveza.

El posadero se encogió de hombros.

– Si me cuentan una historia con magia, me gusta que en ella haya un mago como Dios manda. Alguien como Táborlin el Grande, o Serafa, o el Cronista.

El escribano, que estaba al final de la barra, ni se sobresaltó ni se atragantó. Pero hizo una pausa que duró una milésima de segundo antes de bajar la cuchara a su segundo cuenco de sopa.

La taberna volvió a quedarse apacible y silenciosa mientras el posadero recogía los últimos platos vacíos y se volvía hacia la cocina. Pero antes de pasar por la puerta, Graham dijo:

– ¿El Cronista? Nunca he oído hablar de él.

El posadero se volvió, sorprendido.

– Ah, ¿no?

Graham negó con la cabeza.

– Seguro que sí, hombre -dijo el posadero-. Va por ahí con un libro enorme, y todo lo que escribe en ese libro se hace realidad. -Los miró a todos con expectación. Jake también negó con la cabeza.

El posadero se volvió hacia el escribano, que seguía concentrado en su comida.

– Tú seguro que has oído hablar de él -dijo Kote-. Lo llaman el Señor de las Historias, y si descubre alguno de tus secretos, puede escribir lo que quiera sobre ti en su libro. -Miró al escribano-. ¿De verdad no has oído hablar de él?

Cronista bajó la mirada y meneó la cabeza. Mojó el currusco de pan en la sopa y se lo comió sin decir nada.

El posadero se mostró sorprendido.

– Cuando yo era pequeño, el Cronista me gustaba más que Táborlin y que todos los demás. Tiene un poco de sangre feérica, y eso lo hace más astuto que el resto de los mortales. Puede ver a más de cien kilómetros los días nublados y oír un susurro a través de una puerta maciza de roble. Y puede rastrear a un ratón por el bosque en una noche sin luna.

– Yo sí he oído hablar de él -dijo Bast con entusiasmo-. Su espada se llama Faz, y la hoja está hecha con un solo trozo de papel. Es ligera como una pluma, pero tan afilada que si te corta, ves la sangre aun antes de notarlo.

– Y si descubre tu nombre -añadió el posadero asintiendo con la cabeza-, puede escribirlo en la hoja de su espada y utilizarlo para matarte desde una distancia de mil kilómetros.

– Pero tiene que escribirlo con su propia sangre -agregó Bast-. Y en la espada ya no queda mucho sitio, porque ya ha inscrito diecisiete nombres en ella.

– Era miembro de la corte de Modeg -prosiguió Kote-. Pero se enamoró de la hija del gran rey.

Ahora eran Graham y el viejo Cob quienes asentían. Aquel era territorio conocido.

– Cuando Cronista pidió la mano de la joven -continuó Kote-, el gran rey se enfadó mucho. Y le encomendó una tarea a Cronista para que demostrara su valía… -El posadero hizo una pausa teatral-. Cronista solo podrá casarse con la princesa si encuentra algo más precioso que ella y se lo lleva al gran rey.

Graham hizo un ruido gutural en señal de aprobación.

– Menuda guarrada. ¿Qué va a hacer un hombre? No puedes llevarle algo y soltar: «Toma, esto vale más que tu hijita»…

El posadero, muy serio, hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Así que Cronista empieza a recorrer el mundo en busca de tesoros legendarios y magias arcaicas, con la esperanza de encontrar algo que pueda llevarle al rey.

– ¿Por qué no escribe sobre el monarca en su libro mágico? -preguntó Jake-. ¿Por qué no escribe: «Entonces el rey decidió no seguir siendo un capullo y nos dio permiso para casarnos»?

– Porque no sabe ningún secreto del monarca -explicó el posadero-. Y el gran rey de Modeg sabe un poco de magia y puede protegerse. Y sobre todo, conoce las debilidades de Cronista. Sabe que si consigues hacerle beber tinta, tendrá que concederte los tres favores que le pidas. Y más importante aún: sabe que Cronista no puede controlarte si escondes tu nombre en lugar seguro. El nombre del gran rey está escrito en un libro de cristal, oculto en una caja de cobre. Y esa caja está guardada bajo llave en un gran cofre de hierro, donde nadie puede tocarla.

Hubo una pausa mientras todos asimilaban esa información. El viejo Cob asintió, pensativo.

– Ese fragmento me ha refrescado la memoria -dijo despacio-. Creo recordar una historia en la que ese Cronista iba a buscar un fruto mágico. Quien comiera de ese fruto sabría, de pronto, los nombres de todas las cosas, y adquiriría poderes como los de Táborlin el Grande.