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El posadero se frotó la barbilla y asintió lentamente.

– Creo que esa también la he oído yo -dijo-. Pero fue hace mucho tiempo, y no recuerdo todos los detalles…

– Bueno -dijo el viejo Cob bebiéndose el resto de la cerveza y golpeando la barra con la jarra-, no tienes nada de que avergonzarte, Kote. Hay personas que tienen buena memoria, y otras que no. Haces unas tartas deliciosas, pero todos sabemos quién es aquí el narrador.

El viejo Cob se bajó con rigidez del taburete e hizo señas a Graham y a Jake.

– Vámonos. Podemos ir andando hasta la casa de los Byre. Os lo contaré todo por el camino. Ese Cronista era alto y pálido, y flaco como un palo, con el pelo negro como la tinta…

La puerta de la posada Roca de Guía se cerró con un golpazo.

– ¿A qué demonios ha venido eso? -preguntó Cronista.

Kvothe miró de soslayo al escribano. Compuso una breve y afilada sonrisa, y preguntó:

– ¿Qué se siente cuando la gente cuenta historias sobre ti?

– ¡No estaban contando historias sobre mí! -protestó Cronista-. Eso solo eran tonterías.

– Tonterías no -dijo Kvothe, un poco ofendido-. Quizá no sea cierto, pero eso no significa que sea una tontería. -Miró a Bast-. Me ha gustado lo de la espada de papel.

Bast sonrió, complacido.

– Lo de la tarea que le impuso el rey ha sido un toque bonito, Reshi. Lo de la sangre feérica, en cambio…

– La sangre de demonio habría parecido demasiado siniestra -argumentó Kvothe-. Necesitaba un giro.

– Al menos no tendré que oír cómo la cuenta -dijo Cronista hoscamente mientras empujaba un trozo de patata con su cuchara.

Kvothe levantó la cabeza y soltó una misteriosa carcajada.

– No lo entiendes, ¿verdad? Una historia inédita como esa, un día de siega… Se lanzarán sobre ella como críos sobre un juguete nuevo. El viejo Cob hablará de Cronista con una docena de personas mientras estén aventando el heno o bebiendo agua a la sombra. Esta noche, en el velatorio de Shep, vecinos de diez pueblos oirán hablar del Señor de las Historias. La historia se extenderá como el fuego por un campo.

Cronista los miró a los dos con cierto horror.

– ¿Por qué?

– Es un regalo -contestó Kvothe.

– ¿Acaso crees que eso es lo que busco? -preguntó Cronista, asombrado-. ¿La fama?

– No, la fama no -respondió Kvothe con gravedad-. Perspectiva. Vas por ahí escarbando en la vida de las personas. Oyes rumores y hurgas en la dolorosa verdad que subyace a las bonitas mentiras. Crees que tienes derecho a hacerlo. Pero no lo tienes. -Miró con dureza al escribano-. Cuando alguien te cuenta un trozo de su vida, te está haciendo un regalo, y no dándote lo que te debe.

Kvothe se secó las manos en un paño de hilo limpio.

– Yo te estoy contando mi historia con las repugnantes verdades intactas y desnudas. Con todos mis errores y mis idioteces expuestos a la luz. Si decido saltarme un pequeño fragmento porque me aburre, estoy en mi perfecto derecho. Lo que pueda contar un granjero no me hará cambiar de opinión. No soy imbécil.

Cronista se quedó mirando su sopa.

– He sido un poco torpe, ¿no?

– Sí -contestó Kvothe.

Cronista levantó la cabeza, dio un suspiro y esbozó una sonrisa que revelaba bochorno.

– Bueno. No puedes reprocharme que lo haya intentado.

– Yo creo que sí -lo contradijo Kvothe-. Pero creo que me he explicado. Y por si sirve de algo, te pido perdón por los problemas que eso pueda causarte. -Apuntó a la puerta por la que habían salido los granjeros-. Quizá mi reacción haya sido un poco exagerada. Pero es que nunca he respondido bien a la manipulación.

Kvothe salió de detrás de la barra y se dirigió hacia la mesa que estaba más cerca de la chimenea.

– Venid, los dos. El juicio fue un aburrimiento, pero tuvo repercusiones importantes.

Capítulo 48

Una ausencia elocuente

Pasé el sorteo de admisiones y tuve la suerte de obtener una de las últimas horas. Me alegré de contar con algo más de tiempo, porque por culpa del juicio no había podido prepararme para el examen.

Aun así, no estaba muy preocupado. Disponía de tiempo para estudiar y libre acceso al Archivo. Es más, por primera vez desde que llegara a la Universidad, no era un indigente. Tenía trece talentos en la bolsa. Incluso después de pagar a Devi los intereses del préstamo, contaría con dinero suficiente para pagar la matrícula.

Y lo mejor era que las largas horas que había pasado investigando para fabricar el gram me habían enseñado mucho sobre el Archivo. Quizá no supiera tanto como un secretario experto, pero conocía muchos de sus rincones ocultos y silenciosos secretos. De modo que, mientras estudiaba, también me permitía la libertad de hacer otras lecturas al mismo tiempo que me preparaba para el examen de admisión.

Cerré el libro que estaba leyendo, una historia exhaustiva y bien escrita de la iglesia atur. Era tan inútil como todos los demás.

Wilem levantó la cabeza al oír el golpazo de mi libro al cerrarse.

– ¿Nada? -me preguntó.

– Menos que nada -contesté.

Estábamos estudiando en uno de los rincones de lectura del cuarto piso, mucho más pequeño que nuestro rincón habitual del tercer piso; pero con lo próximos que estaban los exámenes, nos considerábamos afortunados por haber encontrado una habitación privada.

– ¿Por qué no lo dejas? -me sugirió Wil-. ¿Cuánto tiempo llevas indagando sobre estos Amyr? ¿Dos ciclos?

Asentí con la cabeza y no quise admitir que, en realidad, mi investigación sobre los Amyr había empezado mucho antes de que, a raíz de nuestra apuesta, hubiéramos ido a hablar con Títere.

– Y ¿qué has descubierto hasta ahora?

– Estantes de libros -dije-. Decenas de historias. Menciones en un centenar de obras de Historia.

– Y toda esa abundancia de información te abruma -dijo mirándome desapasionadamente.

– No. Lo que me abruma es la falta de información. En ninguno de esos libros he encontrado información sólida sobre los Amyr.

– ¿Nada? -dijo Wilem, escéptico.

– Bueno, todos los historiadores de los últimos trescientos años hablan de ellos -contesté-. Especulan sobre la influencia de los Amyr en el declive del imperio. Los filósofos hablan de las repercusiones éticas de sus actos. -Señalé los libros-. Eso me permite saber lo que piensa la gente de los Amyr. Pero no me dice nada sobre los propios Amyr.

– Pero habrá algo más que obras de historiadores y filósofos -objetó Wilem mirando mi montón de libros con el ceño fruncido.

– Sí, también hay relatos -dije-. Primero hay historias sobre los grandes daños que repararon. Después encuentras historias sobre las cosas terribles que hicieron. Un Amyr de Renere mata a un juez corrupto. Otro de Junpui sofoca una revuelta de los campesinos. Un tercero de Melithi envenena a la mitad de los nobles de la ciudad.

– ¿Y eso no es información sólida? -preguntó Wilem.

– No son historias concluyentes -expliqué-. Son de segunda o tercera mano. Tres cuartas partes son simplemente rumores. No encuentro por ninguna parte pruebas que las corroboren. ¿Por qué no encuentro ninguna mención del juez corrupto en los archivos de la iglesia? Su nombre debería estar registrado en todos los juicios que presidió. ¿En qué fecha se produjo esa revuelta campesina, y por qué no la menciona ninguna de las otras historias?

– Eso pasó hace trescientos años -dijo Wilem con tono de reproche-. No puedes esperar que todos esos pequeños detalles hayan sobrevivido.

– No, solo espero que algunos de esos pequeños detalles hayan sobrevivido. Ya sabes lo obsesivos que son los tehlinos con sus archivos. En menos dos tenemos guardados mil años de documentos judiciales de cien ciudades diferentes. Habitaciones enteras atiborradas de… -Le quité importancia agitando las manos-. Pero vale, olvidémonos de los pequeños detalles. Hay preguntas enormes para las que no encuentro respuesta. ¿Cuándo se fundó la Orden Amyr? ¿Cuántos Amyr había? ¿Quién les pagaba, y cuánto? ¿De dónde salía ese dinero? ¿Dónde se adiestraban? ¿Cómo pasaron a integrarse en la iglesia tehlina?