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– Esas respuestas las da Feltemi Reis -dijo Wilem-. Tenían su origen en la tradición de los jueces mendicantes.

Cogí un libro al azar y se lo puse delante golpeándolo contra la mesa.

– Búscame una sola prueba que respalde esa teoría. Búscame un documento que demuestre que un juez mendicante ascendió a las filas de los Amyr. Enséñame un documento que demuestre que un tribunal contrató a un Amyr. Encuéntrame un documento eclesiástico que demuestre que un Amyr presidió un juicio. -Me crucé de brazos y adopté una actitud beligerante-. Venga, estoy esperando.

– Quizá no hubiera tantos Amyr como la gente cree -replicó Wilem sin hacer caso del libro-. Quizá solo eran unos pocos, y su reputación creció y se les descontroló. -Me miró fijamente-. Tú deberías entender cómo funciona eso.

– No -dije-. Esto es una ausencia elocuente. A veces, no encontrar nada equivale a encontrar algo.

– Empiezas a hablar como Elodin -dijo Wilem.

Fruncí el entrecejo, pero decidí no morder el anzuelo.

– No, escúchame un minuto. ¿A qué podría deberse que haya tan poca información fehaciente sobre los Amyr? Solo hay tres posibilidades. -Levanté tres dedos y empecé a enumerarlas-. Una: no se puso nada por escrito.

»Creo que esa podemos descartarla sin problemas. Eran demasiado importantes para que los ignoraran historiadores y escribanos, y para que los obsesivos documentos de la iglesia omitieran mencionarlos. -Escondí un dedo-. Dos. Por el motivo que sea, las copias de los libros que sí contienen esa información nunca han llegado al Archivo.

»Pero eso es absurdo. Es imposible pensar que a lo largo de tantos años no haya llegado nada sobre ese tema a la biblioteca más grande del mundo.

Doblé el segundo dedo.

– Tres. -Moví el dedo que quedaba-. Alguien ha retirado, alterado o destruido esa información.

– ¿Quién iba a hacer eso? -preguntó Wilem, ceñudo.

– Eso, ¿quién? ¿Quién se beneficiaría más de la destrucción de la información sobre los Amyr? -Hice una pausa y dejé que aumentara la tensión-. ¿Quién sino los propios Amyr?

Creía que Wil rechazaría mi idea, pero me equivocaba.

– Una hipótesis interesante -dijo-. Pero ¿por qué suponer que los Amyr estaban detrás? Es mucho más lógico pensar que la responsable fue la propia iglesia. Desde luego, a los tehlinos les encantaría eliminar discretamente toda constancia de las atrocidades cometidas por los Amyr.

– Cierto -admití-. Pero la iglesia no es muy poderosa aquí, en la Mancomunidad. Y esos libros proceden de todo el mundo. Un historiador ceáldico no tendría ningún reparo en escribir una historia de los Amyr.

– A un historiador ceáldico le interesaría muy poco escribir la historia de una rama herética de una iglesia pagana -señaló Wilem-. Además, ¿cómo quieres que un puñado de Amyr desacreditados hicieran algo que ni la propia iglesia podía conseguir?

– Creo que los Amyr son mucho más antiguos que la iglesia tehlina -dije inclinándome hacia delante-. En la época del imperio de Atur, gran parte de su poder público estaba relacionado con la iglesia, pero eran algo más que un grupo de jueces itinerantes.

– Y ¿qué te lleva a creer eso? -Por la expresión de Wil comprendí que estaba perdiendo su apoyo en lugar de ganarlo.

«Una pieza de cerámica antigua -pensé-. La historia que le oí contar a un anciano en Tarbean. Lo sé por algo que dijeron los Chandrian después de asesinar a todas las personas que yo conocía.»

Di un suspiro y sacudí la cabeza; era consciente de que si decía la verdad, me tomarían por loco. Por eso registraba el Archivo sin descanso. Necesitaba alguna prueba tangible que respaldara mi teoría, algo que no me convirtiera en un hazmerreír.

– He encontrado copias de los documentos judiciales de cuando denunciaron a los Amyr -dije-. ¿Sabes a cuántos Amyr procesaron en Tarbean?

Wilem encogió los hombros.

Levanté un solo dedo.

– A uno -dije-. A un solo Amyr en toda Tarbean. Y el escribano que hizo la transcripción del juicio dejó muy claro que el hombre al que habían procesado era un bobo que ni siquiera entendía qué estaba pasando.

Seguía viendo la duda reflejada en el semblante de Wil.

– Piénsalo bien -insistí-. Los fragmentos que he encontrado apuntan a que había al menos tres mil Amyr en el imperio antes de que los disolvieran. Tres mil hombres y mujeres bien entrenados, bien armados y acaudalados, absolutamente entregados al bien mayor.

»Y un buen día, va la iglesia y los denuncia, disuelve toda la orden y confisca sus propiedades. -Chasqué los dedos-. ¿Y tres mil fanáticos mortíferos y obsesionados con la justicia desaparecen sin dejar rastro? ¿Se dan la vuelta y deciden dejar que otro se ocupe un rato del bien mayor? ¿Sin protestar? ¿Sin oponer resistencia? ¿Así, sin más?

Lo miré fijamente y sacudí la cabeza con firmeza.

– No. Eso va contra la naturaleza humana. Además, no he encontrado ningún registro de que llevaran a algún miembro de los Amyr ante los tribunales de la iglesia. Ni uno solo. ¿Tan descabellado es pensar que quizá decidieran pasar a la clandestinidad y continuar su trabajo de forma más secreta?

»Y si eso es razonable -continué antes de que Wil pudiera interrumpirme-, ¿no tiene también sentido que trataran de preservar su secreto purgando cuidadosamente las historias estos trescientos últimos años?

Hubo una larga pausa.

Wilem no lo rechazó de plano.

– Es una teoría interesante -reconoció-. Pero me conduce a una última pregunta. -Se puso muy serio y dijo-: ¿Has bebido?

– No -dije, y me recosté en la silla.

Wilem se levantó.

– Pues deberías empezar a beber. Llevas demasiado tiempo hurgando en los libros. Necesitas limpiarte el polvo que se te ha acumulado en el cerebro.

Así que fuimos a tomar algo, pero yo todavía albergaba sospechas. Le planteé mi idea a Simmon en cuanto tuve ocasión, y él la aceptó mejor que Wilem. Eso no quiere decir que me creyera, sino solo que aceptó la posibilidad. Dijo que debería mencionárselo a Lorren.

No lo hice. El inexpresivo maestro archivero todavía me producía desasosiego, y lo evitaba siempre que podía por temor a proporcionarle alguna excusa para prohibirme entrar en el Archivo. Solo habría faltado que le hubiera insinuado que su valioso Archivo llevaba trescientos años siendo cuidadosamente expurgado.

Capítulo 49

El Edena ignorante

V i que Elxa Dal me saludaba con la mano desde el otro extremo del patio.

– ¡Kvothe! -Me sonrió con calor-. Precisamente la persona que estaba buscando. ¿Tienes un momento para mí?

– Por supuesto -dije. Aunque el maestro Dal me caía bien, no habíamos tenido mucha relación fuera de las aulas-. ¿Puedo invitarlo a una copa o algo de comer? Quería agradecerle como es debido que hablara en mi favor ante el tribunal, pero he estado ocupado…

– Yo también -me atajó Dal-. De hecho, hacía días que quería hablar contigo, pero nunca encontraba el momento. -Miró alrededor-. No me vendría mal comer algo, pero me temo que deberé renunciar a la bebida. Dentro de menos de una hora tengo que supervisar unos exámenes de admisión.

Entramos en El Venado Blanco. Creo que era la primera vez que estaba dentro de ese establecimiento, pues era demasiado elegante para una persona como yo.

Elxa Dal era fácilmente reconocible con la negra túnica de maestro, y el dueño del local lo aduló un poco mientras nos conducía a un reservado. Dal parecía sentirse a sus anchas cuando se sentó; yo, en cambio, estaba cada vez más nervioso. No se me ocurría ninguna razón por la que el maestro simpatista pudiera querer tener una conversación conmigo.