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La reacción de Elxa Dal fue alentadora comparada con la actitud reservada de los otros maestros. Rió y confesó que estaba un poco celoso de mi libertad. Me aconsejó que aprovechara bien cualquier ocasión descabellada que se me presentara. Sin duda, dijo, mil quinientos kilómetros bastarían para mantener en secreto mis aventuras.

Busqué a Elodin, pero no tuve suerte, y decidí deslizar una nota por debajo de la puerta de su despacho. Aunque dado que nunca lo utilizaba, quizá tardara meses en encontrarla.

Me compré un macuto nuevo y unas cuantas cosas más que un simpatista siempre debe llevar: cera, cordel y alambre, aguja y tripa. No me fue muy difícil meter mi ropa, porque no tenía mucha.

Mientras recogía mis cosas, me di cuenta de que no podía llevármelo todo. Eso me produjo una pequeña conmoción. Durante años siempre había podido llevarme conmigo cuanto poseía, y la mayoría de las veces me había sobrado una mano.

Pero desde que me instalara en aquella pequeña buhardilla, había empezado a acumular retazos y proyectos inacabados. Contaba con el lujo de dos mantas. Había hojas con anotaciones, un trozo circular de estaño a medio inscribir de la Factoría, un reloj de engranajes roto que había desmontado para ver si podía arreglarlo.

Terminé de cargar mi macuto y metí todo lo demás en el baúl que había a los pies de mi cama. Unas cuantas herramientas viejas, un trozo de pizarra roto que utilizaba para los cifrados, una cajita de madera con el puñado de pequeños tesoros que me había regalado Auri…

Bajé y pregunté a Anker si le importaba guardar mis posesiones en el sótano hasta mi regreso. Anker admitió, con cierta culpabilidad, que antes de que yo me instalara allí, la diminuta habitación con el techo inclinado llevaba años vacía, y que solo la había utilizado como almacén. No le importaba no volver a alquilarla si le prometía que a mi regreso seguiría en pie nuestro acuerdo: habitación a cambio de música. Accedí de buen grado; me colgué el estuche del laúd del hombro y salí por la puerta.

No me sorprendió mucho encontrar a Elodin en el Puente de Piedra. A esas alturas, me sorprendían muy pocas cosas del maestro nominador. Estaba sentado en el parapeto de piedra del puente, de un metro de alto, balanceando los pies descalzos por encima del río, que discurría treinta metros más abajo.

– Hola, Kvothe -dijo sin desviar la mirada de las aguas revueltas.

– Hola, maestro Elodin -respondí-. Me temo que voy a tener que marcharme de la Universidad durante un bimestre o dos.

– ¿De verdad lo temes? -Detecté un susurro de regocijo en su voz, serena y resonante.

Tardé un momento en darme cuenta de a qué se refería.

– Es solo una forma de hablar.

– Nuestras formas de hablar son como dibujos de nombres. Nombres vagos, débiles, pero nombres al fin y al cabo. Ten cuidado con ellos. -Levantó la cabeza y me miró-. Siéntate un momento a mi lado.

Empecé a ofrecer una excusa, pero entonces vacilé. Al fin y al cabo, Elodin era mi padrino. Dejé el laúd y el macuto en el suelo del puente. En el rostro infantil de Elodin apareció una sonrisa cariñosa; dio unas palmaditas en el parapeto de piedra, ofreciéndome asiento.

Miré por encima del borde con una pizca de ansiedad.

– Prefiero no sentarme, maestro Elodin.

– La prudencia le aviene al arcanista. La seguridad en sí mismo le aviene al nominador. El temor no se aviene con ninguno de los dos. No se aviene contigo. -Dio otra palmada en la piedra, esa vez más firme.

Me subí con cuidado al parapeto y pasé los pies al otro lado. La vista era espectacular, estimulante.

– ¿Ves el viento?

Lo intenté. Por un momento me pareció que… No. No era nada. Negué con la cabeza.

Elodin encogió los hombros con desenfado, aunque creí percibir una pizca de decepción.

– Este es un buen sitio para un nominador. Dime por qué.

Miré alrededor.

– Viento amplio, agua impetuosa, piedra vieja.

– Buena respuesta. -Detecté un placer genuino en su voz-. Pero hay otra razón. En otros sitios también hay piedra, agua y viento. ¿Qué hace que este sea diferente?

Pensé un momento, miré alrededor y meneé la cabeza.

– No lo sé.

– Otra buena respuesta. Recuérdala.

Me quedé esperando a que continuara. Como no lo hizo, pregunté:

– ¿Por qué es un buen sitio?

Elodin se quedó contemplando el agua largo rato antes de contestar:

– Es un borde. Es un lugar elevado con la posibilidad de caer. Las cosas se ven más fácilmente desde los bordes. El peligro despierta la mente dormida. Hace que veamos claras algunas cosas. Para ser nominador hay que ver las cosas.

– ¿Y la caída? -pregunté.

– Si te caes, te caes -dijo Elodin encogiendo los hombros-. A veces, caer también nos enseña cosas. En los sueños, muchas veces caes antes de despertar.

Nos quedamos un rato callados, absortos en nuestros pensamientos. Cerré los ojos y traté de escuchar el nombre del viento. Oía el agua bajo el puente y notaba la piedra bajo las palmas de mis manos. Nada más.

– ¿Sabes qué decían antes cuando un alumno se tomaba un descanso de un bimestre y se marchaba de la Universidad? -preguntó Elodin.

Negué con la cabeza.

– Decían que iba a perseguir el viento -dijo riendo.

– Ya he oído esa expresión.

– Ah, ¿sí? ¿Y qué te pareció que significaba?

Hice una pausa para escoger mis palabras.

– Me pareció que tenía connotaciones frívolas. Como si los alumnos corrieran por ahí sin propósito.

Elodin asintió con la cabeza.

– La mayoría de los alumnos se marchan por motivos frívolos, o para entregarse a frivolidades. -Se inclinó hacia delante para mirar hacia abajo en línea recta-. Pero no siempre significó eso.

– ¿No?

– No. -Volvió a enderezarse-. Hace mucho tiempo, cuando todos los alumnos aspiraban a ser nominadores, las cosas eran diferentes. -Se chupó un dedo y lo levantó-. El nombre que se animaba a buscar a la mayoría de los nominadores novatos era el del viento. Después de encontrar ese nombre, su mente dormida despertaba y era más fácil encontrar otros nombres.

»Pero a algunos alumnos les costaba encontrar el nombre del viento. Aquí había pocos bordes, poco riesgo. Por eso se marchaban a tierras salvajes, incultas. Buscaban fortuna, tenían aventuras, perseguían secretos y tesoros… -Me miró-. Pero en realidad lo que buscaban era el nombre del viento.

Vimos llegar a alguien al puente e interrumpimos nuestra conversación. Era un hombre moreno, de rostro avinagrado. Nos miró de reojo sin volver la cabeza, y al pasar detrás de nosotros intenté no pensar en lo poco que le habría costado darme un empujón y tirarme del puente.

Pasó de largo. Elodin dio un hondo suspiro y continuó:

– Las cosas han cambiado. Ahora todavía hay menos bordes que antes. El mundo es menos salvaje. Hay menos magia, más secretos, y solo un puñado de personas que saben el nombre del viento.

– Usted lo sabe, ¿verdad? -pregunté.

Elodin asintió.

– Cambia de un lugar a otro, pero yo sé escuchar y detectar sus transformaciones. -Rió y me dio unas palmadas en la espalda-. Debes irte. Persigue el viento. No temas los riesgos que puedan aparecer. -Sonrió-. Con moderación.

Pasé las piernas por encima del parapeto, salté al puente y volví a colgarme el laúd y el macuto del hombro. Pero cuando ya había echado a andar hacia Imre, la voz de Elodin me detuvo:

– Kvothe.

Me di la vuelta y vi a Elodin inclinado hacia delante por el borde del puente. Sonreía como un colegial.

– Escupe. Trae buena suerte.

Devi me abrió la puerta y me miró con unos ojos como platos.

– Dios mío -dijo, y se llevó una hoja de papel al pecho con gesto teatral. Reconocí la hoja: era una de las notas que le había deslizado por debajo de la puerta-. Pero si es mi admirador secreto.