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– El maer es de un linaje muy antiguo -dijo-. No como la mayoría de los pequeños nobles de por aquí, que no sabrían decirte quiénes eran sus bisabuelos. De modo que trátalo con respeto.

Puse los ojos en blanco. ¿Por qué todos daban siempre por hecho que me comportaría mal?

– Y recuerda -continuó-. Si les parece que lo que pretendes es enriquecerte, te considerarán provinciano. En ese caso, nadie te tomará en serio. Tú estás allí para ganarte el favor del maer. Ese es el juego, y es arriesgado. Además, ya sabes Jo que dicen: al favor le sigue la fortuna. Si consigues una cosa, tendrás la otra. Ya lo decía Teccam: «El precio de un pan es asequible, y por eso va tan buscado»…

– «… pero hay cosas impagables: amor, tierra, risa jamás pueden ser comprados» -terminé por él. En realidad era una cita de Gregan el Menor, pero no me tomé la molestia de corregirlo.

– ¡Eh, vosotros! -nos gritó un individuo curtido y barbudo desde la cubierta del barco-. Estamos esperando a un rezagado, y el capitán está más furioso que una prostituta malcarada. Ha jurado que zarpará si no se ha presentado dentro de dos minutos. Os aconsejo que para entonces estéis a bordo. -Se marchó sin esperar una respuesta.

– Dirígete a él como «excelencia» -continuó Threpe, como si no nos hubieran interrumpido-. Y recuerda: habla poco si quieres que te escuchen. ¡Ah! -Sacó una carta sellada del bolsillo superior de la chaqueta-. Aquí tienes tu carta de presentación. Quizá envíe una copia por correo, para que el maer esté advertido de tu llegada.

Le sonreí y lo agarré por el brazo.

– Gracias, Denn -dije de corazón-. Gracias por todo. Te agradezco todo esto mucho más de lo que imaginas.

Threpe agitó una mano quitándole importancia a mis palabras.

– Sé que lo harás espléndidamente. Eres un chico muy listo. Cuando llegues allí, asegúrate de encontrar un buen sastre. La moda será diferente. Y ya sabes lo que dicen: conocerás a la dama por sus modales, y al caballero por su ropa.

Me arrodillé y abrí el estuche del laúd. Aparté un poco el instrumento, presioné la tapa del compartimento secreto y lo abrí. Deslicé dentro la carta sellada de Threpe, junto con el cuerno hueco que contenía el dibujo de Nina y un saquito de manzana seca que había guardado allí. La manzana seca no tenía ningún valor especial, pero en mi opinión, si tienes un compartimento secreto en el estuche de tu laúd y no lo utilizas para esconder cosas, es que eres raro, muy raro.

Cerré los broches, asegurando de nuevo la tapa; me levanté y recogí mi equipaje, listo para subir a bordo.

De pronto Threpe me agarró por el hombro.

– ¡Casi se me olvida! En una de sus cartas, Alveron mencionaba que los jóvenes de su corte tienen por costumbre hacer apuestas. El lo considera un hábito deplorable, de modo que evita practicarlo. Y recuerda: los pequeños deshielos causan grandes inundaciones, así que sé muy prudente con los cambios de estación lentos.

Vi correr a alguien por el muelle, hacia nosotros: era el hombre de rostro avinagrado que había pasado de largo por el Puente de Piedra cuando estaba allí con Elodin. Llevaba un fardo bajo un brazo.

– Ese debe de ser el marinero que faltaba -me apresuré a decir-. Será mejor que suba a bordo. -Di un rápido abrazo a Threpe y traté de alejarme antes de que pudiera darme otro consejo.

Pero él me cogió por la manga antes de que me diera la vuelta.

– Ten cuidado por el camino -dijo con expresión preocupada-. Recuerda que todo hombre sabio teme tres cosas: la tormenta en el mar, la noche sin luna y la ira de un hombre amable.

El marinero pasó a nuestro lado y recorrió la pasarela corriendo, sin importarle que las tablas rebotaran y traquetearan bajo sus pies.

Sonreí a Threpe para tranquilizarlo y seguí al marinero. Dos hombres de rostro curtido levantaron la pasarela, y le devolví a Threpe un último saludo con la mano.

Se vocearon órdenes, los hombres se afanaron y el barco empezó a moverse. Me volví para mirar río abajo, hacia Tarbean, hacia el mar.

Capítulo 52

Un viaje breve

Mi ruta era sencilla. Bajaría por el río hasta Tarbean, atravesaría el estrecho de Encalladero, seguiría descendiendo por la costa hacia Junpui, y luego remontaría el río Arrand. Daría más rodeo que si hubiera viajado por tierra, pero a la larga el trayecto era mejor. Aunque hubiera comprado una carta de postas y hubiese cambiado los caballos a cada oportunidad, por tierra habría tardado casi tres ciclos en llegar a Severen. Y casi siempre viajando por el sur de Atur y por los Pequeños Reinos. Solo los sacerdotes y los locos esperaban que los caminos fueran seguros en esa parte del mundo.

La ruta marítima añadía varios cientos de kilómetros a la distancia recorrida, pero los barcos que navegan por mar no tienen que preocuparse por las curvas y los recodos del camino. Y si bien un buen caballo corre más que un barco, no puedes cabalgar día y noche sin detenerte de vez en cuando para descansar. La ruta marítima suponía unos doce días de viaje, dependiendo del clima que encontraras.

Además, viajar por mar satisfaría mi curiosidad innata. Hasta entonces solo conocía la navegación fluvial. Lo único que de verdad me preocupaba era que quizá me aburriera sin otra compañía que el viento, las olas y los marineros.

Durante el viaje surgieron diversas complicaciones desafortunadas.

Para ir rápidos: hubo una tormenta, piratas, traición y un naufragio, aunque no en ese orden. Tampoco será necesario que diga que hice muchas cosas, unas heroicas, otras desacertadas, otras inteligentes y audaces.

Durante el trayecto me robaron, trataron de ahogarme y me dejaron sin un penique en las calles de Junpui. Para sobrevivir mendigué mendrugos de pan, le robé a un hombre sus zapatos y recité poesía. Esto último debería demostrar más que ninguna otra cosa el grado de desesperación que había alcanzado.

Sin embargo, como esos sucesos tienen muy poco que ver con lo fundamental de la historia, los pasaré por alto y me centraré en cosas más importantes. En resumidas cuentas, tardé dieciséis días en llegar a Severen. Era un poco más de lo que había planeado, pero no me aburrí ni un solo instante en todo el viaje.

Capítulo 53

El Tajo

Crucé las puertas de Severen cojeando, andrajoso, arruinado y hambriento.

EL hambre no me es extraña. Conozco las incontables formas huecas que adopta en tu interior. Aquella hambre no era especialmente terrible. El día anterior me había comido dos manzanas y un poco de carne de cerdo salada, de modo que era un hambre meramente dolorosa. No era esa hambre mala que te deja débil y tembloroso; de esa estaría a salvo por lo menos unas ocho horas más.

A lo largo de los dos ciclos pasados había perdido, se había destruido, me habían robado o había abandonado cuanto poseía. La única excepción era mi laúd. Durante el viaje, había amortizado diez veces el maravilloso estuche de Denna. Además de salvarme la vida en una ocasión, había protegido mi laúd, la carta de presentación de Threpe y el inapreciable dibujo de los Chandrian que me había dado Nina.

Quizá os hayáis fijado en que no incluyo ninguna prenda de ropa en mi lista de posesiones. Eso se debe a dos buenas razones. La primera es que llamar prendas de ropa a los harapos mugrientos que llevaba sería una exageración rayana en la farsa. La segunda, que los había robado, así que no me parece justo considerar que fueran míos.

Lo que más me fastidiaba era haber perdido la capa de Fela. Me había visto obligado a romperla y utilizarla para hacer vendajes en Junpui. Igualmente grave era el hecho de que mi gram, que tanto me había costado conseguir, yacía en algún lugar bajo las frías y oscuras aguas del mar de Centhe.

La ciudad de Severen estaba partida en dos mitades desiguales por un alto barranco blanco. La mayor parte de la actividad de la ciudad tenía lugar en la parte más extensa, al pie de ese precipicio que llamaban «el Tajo».