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En lo alto del Tajo se encontraba la parte más pequeña de la ciudad. Consistía básicamente en casas solariegas y mansiones que pertenecían a la aristocracia y a los comerciantes adinerados. También se encontraban allí las sastrerías, las caballerizas, los teatros y los burdeles imprescindibles para atender las exigencias de la clase alta.

Parecía que hubieran empujado hacia el cielo aquel escarpado precipicio de piedra blanca para ofrecer a la nobleza una mejor panorámica de los campos circundantes. Perdía altura y grandeza a medida que se extendía hacia el nordeste y el sur, pero la sección que dividía Severen tenía sesenta metros de altura y estaba cortada a pique, como un muro de jardín.

En el centro de la ciudad, una ancha península de precipicio sobresalía del Tajo. Encaramado en esa protuberancia estaba el palacio del maer Alveron. Sus muros de piedra clara podían verse desde cualquier lugar de la ciudad que se extendía más abajo. El efecto era sobrecogedor, como si el palacio del maer te vigilara desde lo alto.

Contemplarlo sin una sola moneda en el bolsillo y sin una sola prenda de ropa decente en mi macuto resultaba desalentador. Había planeado llevar la carta de Threpe directamente al maer pese a mi desaliño general, pero al ver aquellos altos muros de piedra, comprendí que lo más probable era que no me dejaran entrar por la puerta principal. A simple vista, yo no era más que un mendigo mugriento.

Tenía pocos recursos y se me planteaban aún menos opciones. No conocía ni un alma en toda Vintas, con la excepción de Ambrose, que debía de estar a unos kilómetros hacia el sur, en la baronía de su padre.

He pedido limosna y he robado, pero solo cuando no me quedaba alternativa. Ambas son actividades peligrosas, y solo un loco de atar se atreve a realizarlas en una ciudad que no es la suya, y mucho menos en un país que no conoce. Allí, en Vintas, ni siquiera habría sabido qué leyes estaba violando.

Así que apreté los dientes y me decidí por la única opción que tenía. Deambulé descalzo por las calles adoquinadas de Bajo Severen hasta encontrar una casa de empeños en uno de los mejores barrios de la ciudad.

Me quedé casi una hora de pie al otro lado de la calle, viendo ir y venir a la gente y tratando de pensar una opción mejor. Pero no la había. Así que saqué la carta de Threpe y el dibujo de Nina del compartimento secreto del estuche, crucé la calle y empeñé mi laúd y el estuche por ocho nobles de plata y un volante de un ciclo.

Si habéis llevado una vida fácil y nunca habéis tenido que recurrir a los empeñeros, dejad que os explique un par de cosas. El volante era una especie de recibo, y con él podría volver a comprar mi laúd por la misma cantidad de dinero, siempre que lo hiciera en el plazo de once días. Transcurridos doce días, el laúd pasaría a ser propiedad del empeñero, quien sin duda lo vendería por diez veces esa cantidad.

De nuevo en la calle, sopesé las monedas. Parecían delgadas e inconsistentes comparadas con la moneda ceáldica o con los pesados peniques de la Mancomunidad con que yo estaba familiarizado. Sin embargo, la moneda es moneda en todas partes: por siete nobles compré un traje elegante, digno de un caballero, junto con un par de botas de piel blanda. Con el dinero sobrante pagué un corte de pelo, un afeitado, un baño y la primera comida consistente después de tres días. Después de eso, volví a quedarme casi sin blanca, pero me sentía mucho más seguro de mí mismo.

Con todo, sabía que sería difícil llegar hasta el maer. Los nobles de su categoría y su poder viven tras varias capas de protección. Existen formas educadas y formales de traspasar esas capas: presentaciones y audiencias, mensajes y anillos, tarjetas de visita y lisonjas.

Pero mi tiempo era demasiado valioso: solo tenía once días para recuperar mi laúd de la casa de empeños. Necesitaba ponerme en contacto con Alveron rápidamente.

Fui hasta el pie del Tajo y encontré un pequeño café que atendía a una clientela refinada. Empleé una de las pocas y valiosas monedas que me quedaban para comprarme una taza de chocolate y procurarme un asiento con vistas a una mercería que había al otro lado de la calle.

Pasé varias horas escuchando los típicos chismes que circulan por esos lugares. Y lo más importante: me gané la confianza del avispado y joven empleado del café, dispuesto a rellenarme la taza si así lo deseaba. Con su ayuda y escuchando a hurtadillas, en poco tiempo me enteré de muchas cosas sobre la corte del maer.

Al final las sombras se alargaron y decidí que era el momento de ponerme en marcha. Llamé al chico y señalé al otro lado de la calle.

– ¿Ves a ese caballero? ¿El del chaleco rojo?

– Sí, señor.

– ¿Sabes quién es?

– Es el caballero Bergon, señor.

«Necesito a alguien más importante.»

– ¿Y ese tipo con cara de enfadado, el que lleva ese espantoso sombrero amarillo?

– Ese es el baronet Pettur -contestó el chico disimulando una sonrisa.

«Perfecto.» Me levanté y le di unas palmadas a Jim en la espalda.

– Con esa memoria llegarás muy lejos. Cuídate. -Le di medio penique de propina y me dirigí hacia el baronet, que acariciaba un rollo de terciopelo verde oscuro.

No hará falta que os recuerde que en términos de categoría social, no hay nadie más bajo que los Edena Ruh. Incluso sin tener en cuenta mis orígenes, yo no era más que un plebeyo sin tierra. En términos de posición social, eso significaba que el baronet estaba tan por encima de mí que si hubiera sido una estrella, yo no habría podido verlo a simple vista. Una persona de mi posición debía dirigirse a él como «mi señor», evitar el contacto visual y agachar la cabeza con humildad.

La verdad sea dicha, una persona de mi posición ni siquiera debía hablar con él.

En la Mancomunidad las cosas eran diferentes, desde luego. Y en la Universidad reinaba una atmósfera especialmente igualitaria. Pero incluso allí, los nobles eran ricos y poderosos y estaban bien relacionados. La gente como Ambrose no tenía la menor consideración para con la gente como yo. Si las cosas se ponían feas, siempre podía hacer callar a quien le interesara o sobornar a un juez para que le evitara problemas.

Pero estaba en Vintas. Allí Ambrose no necesitaría sobornar a ningún juez. Si yo hubiera empujado sin querer al baronet Pettur en la calle mientras todavía iba descalzo y cubierto de barro, él habría podido darme fuetazos hasta hacerme sangrar, y luego habría llamado al alguacil para que me arrestaran por alterar el orden público. Y el alguacil lo habría hecho sin dudarlo, con una sonrisa y una inclinación de cabeza.

Intentaré explicarlo más sucintamente. En la Mancomunidad, la pequeña nobleza tiene poder y dinero. En Vintas, la pequeña nobleza tiene poder, dinero y privilegios. Hay muchas normas que sencillamente no se les aplican.

Eso significaba que en Vintas la categoría social era sumamente importante.

Y significaba que si el baronet descubría que yo era inferior a él, ejercería toda su superioridad sobre mí.

Por otra parte…

Al cruzar la calle hacia el baronet, cuadré los hombros y levanté un poco la barbilla. Puse el cuello tieso y entorné ligeramente los ojos. Miré alrededor como si toda la calle fuera mía y algo me hubiera molestado.

– ¿Baronet Pettur? -pregunté con tono resuelto.

El hombre levantó la cabeza y sonrió con vaguedad, como si no estuviera seguro de si me conocía o no.

– ¿Sí?

Señalé con un gesto brusco al Tajo.

– Le prestaría usted un gran servicio al maer si me acompañara hasta su palacio cuanto antes. -Mantuve una expresión severa, casi de enojo.

– Seguro, seguro. -Parecía cualquier cosa menos seguro. Noté que las preguntas y las excusas empezaban a borbotear en su interior-. ¿Qué…?

Le lancé al baronet mi mirada más altiva. Quizá los Edena ocupemos el último peldaño de la escala social, pero no existen sobre la capa de la tierra mejores actores. Yo había crecido en los escenarios, y mi padre interpretaba a un rey con tanta majestuosidad que yo había visto al público descubrirse cuando él hacía su entrada.